La designación de Silvina Batakis, como —al parecer— nombre de consenso entre el Presidente y Cristina, es un principio de buena noticia para resucitar al Frente de Todos si es que, justamente, proviene de un acuerdo entre quienes por fin hablaron.
Falta mucha información. Nadie tiene precisiones. Se tienen impresiones, porque las conjeturas son mucho más grandes que los datos.
Como inferencia, entonces, un Sergio Massa súper poderoso, con toda la botonera a disposición, ya no sería un camino a contemplar. Fue la versión que transcurrió durante todo el domingo.
Batakis es una figura respetada en el FdT. Una reconocida especialista en cuestiones fiscales. Llevó adelante una reforma progresista en la administración del impuesto inmobiliario bonaerense, como recuerda Pedro Peretti. Deberá demostrar que dispone de volumen político, pero eso, primero, tiene que acentuarlo el kirchnerismo apoyándola sin ambages.
Obviamente ya no tiene mayor sentido detallar el escenario ¿surrealista? de las últimas horas, sino evaluar lo que puede seguir.
Pero hay un aspecto en el que sí corresponde detenerse: la (nueva) demostración de un amateurismo irresponsable en la conducción de los grandes asuntos de Estado, del que tienen una cuota-parte los principales referentes del Frente de Todos.
Martín Guzmán despidiéndose por Twitter, para vengarse de CFK mediante una actitud horrible, que dejó al Gobierno -y a quien le sostuvo, lo que elogió en su texto- en una situación de endeblez dramática. ¿Cuánto resentimiento se acumuló en el ex ministro de Economía, para proceder de esa manera infame?
El Presidente enterado del tuit casi a la par del común de los mortales, aunque sabía desde el jueves de un Guzmán estallado de bronca porque ni siquiera había conseguido respaldo para que funcionase el formulario de segmentación tarifaria.
Cristina, que también se notificó de la renuncia en el acto de Ensenada para que, enseguida, quedasen en un lejanísimo rincón sus apelaciones a un gran acuerdo nacional en cuyo rumbo hablará “con quien tenga que hablar”.
Más que un Gobierno, eso se parece (¿se parecía?) a la murga con que la derecha está haciéndose una fiesta y es, definitivamente, lo que no debe continuar ni por un segundo.
Podría trazarse alguna similitud con lo ocurrido tras la derrota electoral del año pasado, pero a poco de hurgar se advierte que no.
En aquella instancia sólo se trataba de medir cuál sería la reacción oficial, y cuáles sus resultados, sin expectativas de fuste.
Pero no pasó nada significativo porque, al fin y al cabo y como es habitual en todas partes tras una caída en las urnas de medio término, era cuestión de qué nombres se sustituirían como para dar idea de haberse tomado nota.
En cambio, ahora, gracias a yerros inconcebibles y misiles dirigidos contra sí mismos, y al goteo chino de una derecha ensamblada para “delarruizar” al Presidente (quien, como se dijo aquí la semana pasada, a veces no necesita ayuda para contribuir a desestabilizarse solo), no estamos hablando de cómo se enfrenta un fracaso de votos inmediato.
Hablamos de golpes de mercado, sin que importe si son inducidos por la impericia o debilidad de las autoridades, por la desestabilización que promueve el grueso de las corporaciones o por una mezcla de ambos factores.
Hablamos de la imagen de una economía a la deriva en lo que hace al control inflacionario, que en ningún caso podría resolverse de la noche a la mañana.
Hablamos del fantasma de que cuando se profundizan las restricciones de divisas, aunque técnicamente no haya causa productiva para alarmarse, los actores grandes y pequeños se llevan la mano a la cintura. Al dólar. A fugar de los pesos. Al crecimiento de la desconfianza. A la acentuación de esa cultura bimonetaria frente a la que nadie, absolutamente nadie, a la corta o a la larga, acertó en cómo ponerle el cascabel al gato.
¿La resolución de ese dilema pasa primero por la ortodoxia o heterodoxia de unas medidas económicas?
¿O ante todo discurre por la fortaleza política que se demuestre en torno de ir para acá o para allá?
En diálogo radiofónico con Jorge Fontevecchia, a partir del hostigamiento repugnante que sufre Milagro Sala desde el capanga que gobierna Jujuy y la visita del Presidente al hospital donde se encuentra internada, Ricardo Forster subrayó unas reflexiones que exceden al tema.
“La política no es sólo la resolución de condiciones materiales y económicas. La política también es la gestualidad. Es algo simbólico, con modos de expresar lo que solamente se ve con el gesto (…). Sin entusiasmo ni apasionamiento, un acto político carece de encarnadura”.
Eso que dice Forster podría o debe dedicarse al momento más angustioso y desafiante del FdT.
¿En dónde apoya este Gobierno la encarnadura de lo gestual, como no sea para dispararse a los pies?
El Presidente, es indiscutible, no tiene entre sus atributos la conexión emocional de un líder.
Lo que Alberto Fernández hace bien, como su bajada de línea en materia de política exterior sin relaciones carnales con Washington, abierta a un mundo que deja de ser unipolar, dispuesta a desprejuiciarse ante “nuevos” sujetos geopolíticos, no sintoniza con urgencias populares que pasan, casi exclusivamente, por el drama de los precios de la canasta familiar.
Y Cristina, a quien sí le sobran características de liderazgo y que sí capta lo que le interesa a “la gente” al margen de sobrellevar acusaciones de corruptela que no terminan de probarle nunca nada (ni siquiera pudo hacerlo el macrismo con todo su aparato judicial y mediático), más viene (¿venía?) pareciendo una jefa opositora que una guía de las diferencias naturales en una coalición gobernante.
Y, sin que sea necesaria encuesta alguna, lo que prioriza una inmensa mayoría social son los problemas y la falta de efectividad de quienes gobiernan. No el farandulismo de la interna opositora.
Aquí es cuando vuelve a resaltar una pregunta cuya respuesta (la que fuese, si se pretende seria) debe alejar fogosidades, poesía ideológica, apelaciones escolares.
¿Qué es lo que tanto diferencia a las corrientes opuestas del Frente de Todos?
¿Son tan graves esas distancias, como para poner en juego que el año que viene retorne quienes harán lo mismo pero más rápido?
¿Remiten a factores ideológicos profundos? ¿O a razones interpretativas sobre el ejercicio del poder, que insólitamente no se acordaron al resolverse la fórmula e integración ganadores en 2019?
La ruta vuelta a trazar por CFK, en su relegado discurso, incluyó un tramo que los despistados perdieron de vista: hay que hallar “un instrumento que vuelva a encontrar una unidad de cuenta, una moneda de valor y una moneda de transacción en la República Argentina. Si no hacemos eso estamos sonados. Sonados venga quien venga”.
Llámesele Plan Austral o Convertibilidad redivivos (dejémosles a economistas y analistas del área las consideraciones técnicas), Cristina enseña un rumbo concreto de cambio de “régimen” monetario con criterio eventualmente ortodoxo.
Pero resulta que eso no es lo que se espera(ría) de ella, ni adentro ni afuera del FdT.
Lo que se aguarda centralmente es su respaldo a una salida “populista”, que ponga plata en el bolsillo de la gente porque, de lo contrario, el Gobierno no llegaría a 2023. O llegaría en las diez de últimas.
Ya no hay margen, como fuere, para que el Ejecutivo persista en el Plan Aguante diseñado por el Presidente y Guzmán, hasta hace un tiempo tan lejano como tres días: la inflación se acomodará en los próximos meses, se renuevan los vencimientos de corto plazo, se acomodan las importaciones, se acumulan reservas, se descomprimen las presiones devaluatorias… y un resto positivo que estaba bárbaro para Narnia, no en un país que vive de convulsión permanente.
Se abre para el Gobierno lo que, probablemente, sea su última oportunidad.
No está en juego la suerte del Frente de Todos, sino y directamente la chance de impedir un sombrío destino nacional.