Los domingos a la tarde salíamos a pasear en auto. Dicho así parece una rutina, pero no era algo que ocurriera todos los domingos ni mucho menos, era más bien un acontecimiento extraordinario que se daba sólo cuando papá se levantaba de buen humor de la siesta y proponía él la salida. Mamá entonces se apuraba a preparar el mate, una canasta con galletitas o unas porciones de bizcochuelo de vainilla, y marchábamos con rumbo incierto. A papá le gustaba agarrar al azar uno de los callejones que llevaban hacia las afueras del pueblo y luego empezaba a zigzaguear entre arroyitos, campos de trigo o maíz, y viejos cascos de estancia. Yo iba atrás, sentado solo en el enorme asiento del Dodge Polara, con la ventanilla baja y media cabeza afuera, disfrutando del viento en la cara. Las conversaciones de esos paseos versaban siempre sobre los dueños, actuales o remotos, de los campos que veíamos mientras avanzábamos a paso de hombre por esos caminos polvorientos o arenosos, en los que había que seguir una pequeña huella y cada tanto esquivar gigantescos hormigueros. Papá reconocía desde lejos las arboledas y cada arboleda tenía una historia. En esta había vivido una familia de colonos alemanes que habían llegado a fines del siglo XIX o comienzos del XX y trabajaban en la cosecha. En aquella otra, unos vascos franceses que tenían un tambo. Tarde o temprano, en el relato aparecía algún nombre signado por la tragedia. Un hijo adolescente que había muerto bajo las cuchillas de una trilladora, una nena a la que un caballo le había reventado un ojo de una patada, un chico que se había ahogado en un arroyo de aguas mansas. Si alguna de estas muertes había ocurrido cerca del camino, o en el camino mismo, se la recordaba con una cruz que por lo general era de hierro y estaba atada a un poste del alambrado. La mayoría estaban herrumbradas, torcidas, se notaba que hacía mucho tiempo ya nadie se ocupaba de ellas. Pero había otras que tenían un ramo de flores de plástico, o tal vez una flor silvestre que podía ser un cardo. Si no recordaba el nombre del muerto que evocaba esa cruz, papá frenaba el auto y se acercaba a ver si había un nombre escrito. En el centro de la cruz solía haber un corazón de chapa en el que se estampaba o grababa el nombre del finado, o sus iniciales, y las fechas de nacimiento y muerte. Con ese dato era suficiente, papá ya podía contarnos otra historia trágica mientras mamá y yo comíamos torta y mirábamos el cielo que empezaba a teñirse con los colores del atardecer.
Jacobino Almarza, protagonista de un cuento de Juan José Manauta, se define como “llevador de almas”. Ese es su oficio. Está buscando a su primo, el Guacho Farello, al que sabe muerto pero no dónde está enterrado, para trasladar su alma por pedido de la viuda. Después de dos días de averiguaciones y búsquedas, Jacobino finalmente halla la cruz de algarrobo, “que ya no era cruz sino sólo el vertical con la F tallada, avasallado por cardos azules y jóvenes espinillos”. Jacobino lleva consigo una bolsa de “ensacar maíz”, la cuelga abierta del vertical y se sienta a tomar mate y a esperar. Dentro de la bolsa hay de cebo un ramito de nomeolvides, regalo de la viuda, y Jacobino, por su cuenta, le agregó unas flores de cardo. En un momento de la noche, nadie sabe cuál, el alma cede y allana el tránsito. Jacobino entonces camina despacio hacia la tumba y acogota la bolsa como a un gallo suelto, la ata con alambre de quinchar, monta su caballo y regresa al lugar donde lo esperan.
Una antología de cuentos del autor cuyo título es precisamente El llevador de almas, publicado por Ediciones Atril, tiene en la tapa una de estas cruces de algarrobo, adornada con un ramo de flores de cardo sumergidas en un pequeño frasco atado a la cruz con una vuelta de alambre de fardo.
Otra imagen nítida de esos paseos de domingo por la tarde en el viejo Dodge Polara de mi padre son los monolitos. Como las cruces, los monolitos de campo tienen siempre una historia detrás. Más que una historia, una leyenda. Incomprobable como toda leyenda, pero si aún hoy al escucharlas siento el impulso de creerlas, en ese momento me fascinaban y producían las ondas concéntricas en mi imaginación que llegan hasta hoy. “Acá cayó una Virgen”, decían mis padres. Y yo me volvía loco. Podía ver perfectamente la imagen de una Virgen (la idea de Virgen que tenía a los nueve, diez años) cayendo desde el cielo en ese lugar perdido en medio de la nada. Los monolitos se levantaban donde una Virgen había sido encontrada. Y casi siempre (o siempre) el que la encontraba era un chico, o chica, que poco tiempo después moría en un accidente o de una enfermedad incurable. Indefectiblemente la persona que se topaba con ese hallazgo tenía un final trágico. Eso me impresionaba. No recuerdo si preguntaba o no, lo que sí recuerdo es la explicación que hablaba de un llamado de Dios. Todavía hoy creo que puedo revivir esa vieja impresión de la Virgen cayendo en medio de un campo. Creo que la fascinación venía de la mano de un miedo profundo de que algún día fuera yo el que encontrara una Virgen en medio de un camino o de un campo cuando salía a cazar con la gomera, a andar en bici o a pescar con mis amigos. Hay en esos caminos laterales, siempre de tierra, como una red de monolitos, cada uno con su historia. Y de viejas cruces enclavadas a orillas de un callejón desolado, apenas transitado, viejas cruces de hierro a las que algún paisano anónimo les renueva cada tanto la ofrenda floral.
Hace unos años, la noche del 20 de marzo de 2013, la policía mató a un chico de veinte años en la esquina de mi casa, en la localidad de Loma Hermosa, partido de Tres de febrero. Mauro Medina, se llamaba. Mauro no estaba robando ni tenía antecedentes, tampoco estaba armado, simplemente se asustó y corrió cuando escuchó la voz de alto. Y la policía le disparó por la espalda. En el lugar, los familiares y amigos levantaron un monolito en su memoria. Pusieron una Virgen y una foto de él, con la fecha de su nacimiento y muerte. Veinte años tenía.
Una noche volví tarde de Capital y en esa esquina –en la que siempre estoy atento porque es oscura–, vi de lejos y de espaldas a un hombre parado frente al monolito. Eran las tres de la madrugada, hacía frío y no había nadie en la calle. Cuando pasé a su lado, vi que estaba encendiendo una vela. Él no me vio, creo. No sé quién era ni puedo saber qué relación tendrá con el chico muerto, tampoco puedo imaginar la tristeza que lo habrá llevado hasta ahí a esa hora, ni qué estaría pensando. Me sentí un intruso. En el viaje en colectivo venía leyendo los poemas de Florencia Lobo. Uno muy breve que se llama Perspectiva, dice: “No se entierra al muerto/ para no verlo más/ sino para seguir mirándolo”. Yo que no suelo rezar ni prender velas, vi en ese gesto piadoso y profundamente humano lo que llaman fe. Pero también soledad, una soledad tan grande como la noche. La muerte no puede romper los lazos ni interrumpir el diálogo o el deseo del reencuentro, pero el daño que el mal y la estupidez hacen tampoco tiene fin.