Atravesar crisis económico-políticas es un “deporte” que he practicado, sufrido y soportado durante gran parte de mi larga vida. E, independientemente de que siempre podemos resistir, denunciar y eventualmente superar, he aprendido una lección que va más allá de los terremotos de la política; con los años he comprendido que las perturbaciones gubernamentales -además de su gravedad institucional y exigencia de solución inmediata- suelen ser usadas como excusa individual para tapar desaguisados de las vidas privadas de labradores del odio.
Se alimenta así la cultura de la queja. “En casa está todo mal, en el laburo ni te cuento, mi amante me arisquea y yo tendría que hacer cosas que no logro; ¿qué hago?, ¿mirar para otro lado?, ¿apuntar contra la política?”. Soliloquio semiconsciente de quienes le facturan a lo público sus deudas con lo privado. Sus coitus interruptus.
Los gobiernos populares son el sparring todo servicio del gimnasio geopolítico. Porque no solo reciben golpes de los oligarcas -son previsibles- sino de quienes mejoraron sus condiciones de existencia gracias a gestiones progresistas. Los aspiracionales vip también le pegan a lo popular, pues al ser clase media con pretensiones creen pertenecer a una alcurnia que -en la práctica- les desprecian: la oligarquía.
En conclusión, desde la chantada o desde la seriedad reflexiva, se habla de lo público. Pero la incertidumbre política no silencia las emociones personales. Amor, sexo, traiciones, en fin, cotidianeidades apremiantes. Ciertos sectores de opinión juzgan superfluo tratar esos temas durante el fragor de la batalla. Lo políticamente correcto es hablar de la res publica sin metáforas ni alusiones a las “banalidades” personales. Pero las emociones privadas no se toman licencia y reclaman la reflexión existencial, con más razón, en tiempo aciagos.
¿Nos quedamos en el papel atrapa moscas del recuerdo de ciertos fracasos, abandonos, desengaños o injusticias que se adhirieren al corazón cual chicle debajo de un pupitre? O suturamos esos tajos del pasado que -como dice una chica Almodóvar- nos hacen andar por el mundo como vaca sin cencerro. La resiliencia personal y comunitaria se impone. En Kosovo, después de un bombardeo, los músicos interpretaban melodías sobre las ruinas, ante otres sobrevivientes. Bálsamos para las heridas del espíritu.
La política está fogoneada por pasiones no del todo confesables o directamente inconfesables. Napoleón demostró que no era un revolucionario sino un militar que aspiraba a la corona de emperador. Sin embargo, desde su oscura obsesión diseminó los principios revolucionarios por buena parte de mundo. La pasión se origina en la autoestima, así como en los ovarios, los testículos y la voluntad de poder. La soberbia Cleopatra acostándose voluntariamente con los invasores o el otrora sumiso Sancho Panza impartiendo leyes como gobernador de Barataria dan cuenta de ello.
Tal como lo plantea Platón en República, la polis está formada por singularidades. Existe una relación inescindible entre política y vida privada. Una ciudad justa será aquella habitada y administrada por personas justas y viceversa. Así pues, en medio de fragorosas tormentas colectivas, es positivo ocuparse de sí -sin desatender lo comunitario- y no dejarse colonizar por los discursos destituyentes. Ocuparse, sí, pero no obsesionarse. Los reduccionismos empobrecen el espíritu. Conocé tus pasiones y conocerás el mundo.
Cicatrices que sangran todavía. ¿Quién no ha sufrido hachazos espirituales o materiales? ¿Quién no quisiera olvidar? Pero, ¿existe el acceso al olvido? No me refiero a la figura jurídica “derecho al olvido” -vano propósito de la era digital- sino a olvidar las heridas sin piel de la memoria. ¿Quién no lleva “en el alma cicatrices imposibles de borrar”?
Nuestras existencias surgen de esa herida que deja una marca indeleble en el cuerpo: el corte del cordón umbilical. La huella biológica de la criatura humana (y otras mamíferas). La marca de la vida. Ese asterisco ventral está más presente en el lenguaje y las consideraciones cotidianas de lo que creemos (mirarse el ombligo, creerse el ombligo del mundo, no ver más allá de su ombligo, ¿por qué en lugar del inútil ombligo el cuerpo no tiene bolsillos?, y así sucesivamente).
Nuestras corporalidades practican kintsugi con el ombligo y nos dan una lección crucial. ¿Por qué? Porque el kintsugi es una técnica japonesa centenaria que repara piezas de cerámica rotas uniendo los fragmentos. Pero deja la marca de la escisión. Los trozos se fusionan con una mezcla de barniz y metales preciosos. Los cuencos reconstruidos lucen más valiosos gracias a sus reconstrucciones. Al mostrar las cicatrices muestran la historia, sus cambios, sus caos y el restablecimiento de un orden que siempre es diferente a la pieza original, pero es la misma. El kintsugi es también una filosofía de vida. Frente a las adversidades hay que saber recuperarse y valorizar la belleza de las cicatrices. Las fracturas forman parte de la historia del objeto, también de la subjetividad agrietada. León Ferrari, cuando unos fanáticos católicos rompieron alguna de sus obras, prefirió no restaurarlas. Aumentaron sus méritos habitando la herida.
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El ombligo es la única cicatriz con la que nacemos, las demás las aporta el entorno. No necesariamente son corporales, abundan las espirituales. Cuando las imágenes que surgen de esas cicatrices se aferran con demasiada fuerza al recuerdo, lastiman. “La tristeza se alza sobre el corazón humano: es la victoria de la roca”, dice Albert Camus en El mito de Sísifo. La roca es la carga que se debe soportar cada día. Sísifo, el mortal que se inmortalizó por “amor a los hombres” sufrió un castigo eterno. Levantar cada día una pesada roca que, tan pronto como alcanza la cima, se derrumba. Una fractura a cielo abierto. Pero los agobios aplastantes desaparecen si se los reconoce. Sísifo asumió su implacable destino y ante lo irreversible dijo sí. Camus aventura que hay que imaginar a Sísifo satisfecho y sereno; pues su silencioso goce está en aceptar lo inmodificable, deviene piedra y forma una máquina vital, resistente y hasta placentera; porque la lucha por llegar a las cumbres por amor basta para llenar un corazón humano.