Se han cumplido diez años del fallecimiento del escritor mexicano Carlos Fuentes, narrador y ensayista, candidato numerosas veces al premio Nobel y una de las figuras centrales del fenómeno de la década de 1960 –literario, editorial, mediático, cultural e ideológico– llamado “boom latinoamericano”. Programas de TV y radio, instituciones, periódicos y revistas, suplementos culturales de México recordaron al autor, y el Centro Cultural Universitario organizó “Carlos Fuentes en la intimidad de su espacio”, un muestra fotográfica de Barry Domínguez, destacado retratista de la actividad cultural mexicana y latinoamericana. Y en la ciudad de Buenos Aires, “Carlos Fuentes: un recorrido por su legado” fue el título de un homenaje conjunto organizado por la Embajada y la Secretaría de Relaciones Exteriores de México, y el nuevo Centro Cultural Borges, también con fotos de Domínguez, presente en la inauguración, junto a María Kodama y Alejandro Grimson, director del centro. En el marco de la exhibición, también se realizó una charla con Luisa Valenzuela y Noé Jitrik –quienes conocieron y trataron por largo tiempo al escritor–, en torno a este y a su obra.
Nacido en 1928, en Panamá, por las labores de diplomacia de su padre, Carlos Fuentes tuvo una temprana educación, variada y cosmopolita: Montevideo, Río de Janeiro, Buenos Aires, Santiago de Chile y Estados Unidos (Washington) fueron algunos de los sitios en donde residió y estudió. Su vocación literaria, expresada tempranamente, se manifestó a los doce o trece años, con algunos cuentos publicados en el Boletín del Instituto Nacional de Chile, en la revista del colegio Grange. Para cuando se doctore en Derecho, en Ginebra, ya se encontrará dedicado a la literatura. En 1956, funda y edita, junto con el escritor Emmanuel Carballo, la Revista Mexicana de Literatura, y, poco antes, aprovechando con entusiasmo la iniciativa de Juan José Arreola, quien fundó una editorial para escritores jóvenes llamada Los Presentes, organiza su primer libro, con seis cuentos: Los días enmascarados (1954). Dirá después su autor sobre el volumen: “Escribí este pequeño libro en una fiebre de alegría, dando de manotazos a un foco eléctrico que pendía, desnudo, del techo de mi recámara. Allí está mi cuento emblemático, ‘Chac Mool’, que contiene muchas de las preocupaciones formales y temáticas de mis otros libros. Lo decía para México pero acabé por entenderlo para todo el mundo: el pasado está vivo, e ignorarlo es condenarse a un futuro muerto”.
El “boom” del propio Fuentes se da con su primera novela, La región más transparente (1958), y poco después con La muerte de Artemio Cruz (1962), dos emblemáticas obras donde se verá que el “criadero” de su debut literario se amplía, consolida y profundiza en sus temas y símbolos, con el permanente cruce entre tradición e historia, y modernidad y política: del pasado prehispánico y la conquista, a la revolución mexicana de comienzos del siglo XX, con su posterior “detención” e “institucionalización” (o “congelamiento”); de la revolución francesa de 1789 a la rusa de 1917 (Fuentes, además, en 1963, recorrió y conoció parte del llamado “campo socialista”), donde el realismo a la Balzac se une a lo monologal de Joyce y a fragmentarias y rearticuladas construcciones narrativas del tipo de las de Faulkner y Dos Passos, influencias y “maestros” que reconoce gustoso el mismo autor. Otra vertiente de Fuentes, que se halla en el origen y que podría inscribirse en “lo fantástico”, se da con la exitosa Aura (1962), Cumpleaños (1969), y la colección de relatos Inquieta compañía (2010).
En materia de ensayo, Fuentes publica, París: La revolución de mayo, en el mismo año 1968, y al año siguiente La nueva novela hispanoamericana, trabajo considerado como “la biografía” de la narrativa del boom, fenómeno del que es parte junto a Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, José Donoso y Julio Cortázar, y autores precedentes como Juan Rulfo, Augusto Roa Bastos y Juan Carlos Onetti. Allí definió una cuestión crítica: la realidad latinoamericana como “una realidad disfrazada por un falso lenguaje: el meollo de la empresa colonizadora era ocultado por el lenguaje renacentista, el lenguaje iluminista de la Independencia escondía la permanencia feudal, y el lenguaje positivista del liberalismo decimonónico, la entrega al imperialismo financiero”. Crítico de todo poder represor, Fuentes protestó ante la Matanza de Tlatelolco, en el ‘68, y pocos años después ante el “affaire Padilla” en Cuba. Le seguirán a esto una quincena de títulos de ensayo, donde se puede destacar Los cinco soles de México, publicado en 2000, gran volumen en el que Fuentes nuevamente se pregunta en un ensayo inicial en torno al origen o comienzo “de México”, su identidad y futuro, en una antología en donde se combinan fragmentos de su obra ya publicada, narrativa y ensayística.
AURA Y AIRA
Verdadero polígrafo, Fuentes fue conferencista, y escribió dramaturgia: El tuerto es rey, Todos los gatos son pardos, Orquídeas a la luz de la luna, algo a veces poco destacado –aunque críticos como el argentino Jorge Dubatti y el chileno Pedro Lastra sí lo han hecho–. Trabajó para el cine: colaboró con Abby Mann en una versión cinematográfica de Los hijos de Sánchez, con Luis Buñuel adaptó a la pantalla El acoso de Alejo Carpentier, y con una vanguardia de artistas jóvenes, incluyendo al ilustrador José Luis Cuevas, desarrolló el cine experimental (algo novísimo para el México de entonces). Y, además de articulista para la prensa norteamericana, tuvo también una larga trayectoria como profesor en México, e invitado a numerosas universidades inglesas: Harvard, Brown, Princeton, Columbia y Cambridge, entre otras. En 1985, su novela Gringo viejo –donde se imaginan los últimos días de Ambrose Bierce, sumergido y desaparecido en la revolución, yendo a sumarse a las tropas de Francisco “Pancho” Villa–, aparecida en simultáneo en castellano y en inglés, será el primer best seller en Estados Unidos escrito por un mexicano. Miembro permanente de El Colegio Nacional, Fuentes recibió una enorme cantidad de premios nacionales e internacionales. Por mencionar sólo unos pocos: el Biblioteca Breve de Seix Barral por la novela Cambio de piel (1967), el Xavier Villaurrutia en México y el Rómulo Gallegos en Venezuela por Terra nostra (1975), el Alfonso Reyes por el conjunto de su obra en 1979, el Premio Nacional de Literatura de México en 1984, el Cervantes en 1987, el Principe de Asturias en España, el Grinzane-Cavor en Italia y la Medalla Picasso de la Unesco en Francia, todos en 1994, la Medalla de Honor Belisario Domínguez en 1999 –el premio más alto que otorga el gobierno mexicano a sus ciudadanos–, y el Formentor en 2011. Y aquí tal vez sea significativo recordar la humorada del libro de César Aira El congreso de literatura, publicado en 1997. Allí, un “Sabio Loco”, oculto bajo la apacible fachada de un humilde escritor (cuyo nombre es “César Aira”), desea y pretende, en realidad, dominar al mundo. Y para ello experimenta, y se propone clonar al mejor ejemplar de la especie humana disponible, aprovechando que lo tendrá al alcance en un congreso, en Mérida, en el que pueden coincidir. Ese ser –del que se pretende extraer una célula, mediante una “abeja clónica”, para poder iniciar el pretendido proceso multiplicador– no es sino otro que Carlos Fuentes.
Y es el mismo Aira el que, no mucho tiempo después, publica su Diccionario de autores latinoamericanos (2001), donde dedica a Fuentes una larga entrada. Comienza calificándolo como “uno de los novelistas más leídos y celebrados del orbe hispánico”, y sigue: “Desde que publicara su primera novela, a los treinta años, fue reconocido como un maestro y renovador del género en su país, descendiente de Martín Luis Guzmán y Rulfo. Su obra es abundante y variada; José Donoso hizo una buena síntesis de ella al decir que el proyecto novelístico de Carlos Fuentes está marcado por dos elementos distintivos: el recurso al mito para enriquecer la poética del realismo, y la deliberada ‘impurificación’ del lenguaje”. Nota aparte merece el juicio de Aira en esta entrada sobre Cumpleaños, donde pareciera querer mimetizarse el escritor y ensayista con su mismo “objeto de estudio”, como si uno fuera definido o reflejado (cual espejo) por el otro: además de llamarla “novelita” –tal como él mismo denomina a sus libros–, Aira destaca “la proliferación propia del estilo del autor”, donde –al igual que en sus propios libros– es “lícito incluir en un mismo párrafo a un sofisticado arquitecto inglés, una prostituta medieval, Buda, Nueva York, las catedrales góticas, etc.”. Para Aira, quien bautiza a otra novelita suya, de 2004, como Cumpleaños, esta obra homónima de Fuentes “tiene un modesto pero indiscutible encanto borgeano”.
Y así como se conoce la importancia que puede tener la “mirada extranjera” para la identidad y cultura de un país –tal como para la Argentina (nos) importan Guillermo Enrique Hudson, Paul Groussac y Witold Gombrowicz–, Roberto Bolaño aventuró, a propósito de Mantra, de Rodrigo Fresán, ubicada en la Ciudad de México: “De las muchas novelas que se han escrito sobre México, las mejores probablemente sean las inglesas y alguna que otra norteamericana. D. H. Lawrence prueba la novela agonista, Graham Greene la novela moral y Malcolm Lowry la novela total, es decir la novela que se sumerge en el caos (que es la materia misma de la novela ideal) y que trata de ordenarlo y hacerlo legible”. Y sin embargo el escritor chileno (¿y también mexicano, y español?) concedía dos “posibles excepciones” a la monumental empresa “imposible” de intentar retratar y recrear la propia ciudad –e identidad– moderna: Fernando del Paso y Carlos Fuentes.
La historia y la contemporaneidad (el tiempo presente), la identidad y el lenguaje de distintas clases y capas sociales (desde el binomio tradición-renovación literaria), han sido las preocupaciones centrales de Fuentes, tal como se lo planteara al crítico Emir Rodríguez Monegal, con quien compartía amistad, con idas juntos a teatros y cines, y conversaciones e intercambios permanentes durante años. En el volumen El arte de narrar: Diálogos (1968), de Rodríguez Monegal, Fuentes le dice: “Para mí, hay un hecho esencial: en todas las nuevas novelas en América Latina, evidentemente, hay una búsqueda de lenguaje. Un remontarse a las fuentes del lenguaje. Si no hay una voluntad de lenguaje en una novela en América Latina, para mí esa novela no existe. Yo creo que la hay en Cortázar, en primer lugar, que para mí es casi como un Bolívar de la novela latinoamericana. Es un hombre que nos ha liberado, que nos ha dicho que se puede hacer todo. En García Márquez, en Vargas Llosa, en Donoso, en Vicente Leñero, hay evidentemente una voluntad de encontrar un lenguaje que es al fin y al cabo la respuesta del escritor tanto a las exigencias de su arte como a las exigencias de su sociedad, y creo que ahí radica la posibilidad de la contemporaneidad”.
Atento al tiempo, Fuentes fue agrupando y reorganizando gran parte de su obra narrativa y ensayística bajo el título de “La edad del tiempo”, monumental mural narrativo y móvil, cambiante, donde las eras, los seres y las historias se acopian, y, eventualmente, se articulan, como en la novela La cabeza de la hidra, un thriller político al estilo La segunda muerte de Ramón Mercader, de Jorge Semprún, o a las más recientes novelas de Leonardo Padura protagonizadas por el detective Mario Conde–, en la que Fuentes hace aparecer, entre otras referencias, la casa que perteneció a Artemio Cruz.
La novela, entonces, como una de las mejores y mayores formas expresivas y creativas para la literatura en el siglo XX y el futuro, significaron para Fuentes trabajar hasta el último de sus días en todos y cada uno de sus proyectos; como un “dínamo humano”, como lo llamó el crítico Emir Rodríguez Monegal. Como parte de “La edad del tiempo”, Fuentes llegó a concluir el trabajo Federico en su balcón, novela de diálogos –de parlamentos casi teatrales– publicada póstumamente, pocos meses después de su fallecimiento, libro al que le seguirán una media docena de publicaciones más (entre otras, Aquiles o El guerrillero y el asesino, Personas, Pantallas de plata). Allí, un protagonista intercambia diálogos con su vecino del balcón de al lado, nada menos que Federico Nietzsche, acerca de eventos y personajes donde nuevamente el individuo y la sociedad, la revolución mexicana y sus contradicciones y avatares, crisis y hundimientos –colectivos e individuales–, son la materia de la narración; la crítica, entre el desfallecimiento y las esperanzas. Tal como escribió en La región más transparente para uno de los tantos personajes que allí aparecen, el poeta y periodista Manuel Zamacona: “No quiso escribir más. Fijó, nuevamente, los ojos en el sol. Se sintió pequeño y ridículo; pequeños y ridículos debían sentirse cuantos trataran de explicar algo de este país. ¿Explicarlo? No –se dijo–, creerlo, nada más. México no se explica; en México se cree, con furia, con pasión, con desaliento. Dobló sus cuartillas y se puso de pie”.
>Seis décadas de Aura, publicada en 1962
Presentada como novela corta o nouvelle, como cuento largo o relato extenso –sigue sin haber acuerdo unánime en esto, que podría ser, en verdad, una minucia–, Aura es una de las obras más conocidas de Carlos Fuentes. Cumpliendo su sesenta aniversario –y compartiendo año de publicación con otro de sus grandes trabajos, la novela La muerte de Artemio Cruz–, es un long seller que tuvo de inmediato una importante difusión y extensión, en su propio país y en el extranjero, contando con una lujosa edición en inglés, ya en 1965, y una versión fílmica realizada por el director italiano Damiano Damiani, La strega in amore (en español: La bruja en amor), estrenada en 1966. Tiempo después, en 1989, el compositor Mario Lavista crea su ópera Aura, y el mismo año Paráfrasis de Aura –una “reducción orquestal”–, ambas obras musicales notables.
Por su parte, en Los nuestros (1966), de Luis Harss, otro libro dedicado al boom latinoamericano, se le reprocha ser “una novelita de misterio bastante poco misteriosa”, y asocia al personaje de la dama antigua y a la triangulación de personajes de Carlos Fuentes con Los papeles de Aspern, de Henry James.
Con una historia de aires góticos y fantásticos, Aura –que terminó encabezando el proyecto global “La edad del tiempo”– viene encabezada con un epígrafe de Jules Michelet donde se asegura que “Los dioses son como los hombres: nacen y mueren sobre el pecho de una mujer…”. Aura contiene –una vez más– los espejos, los dobles (doppelgänger) y los falsos fondos, las apariciones e imágenes multiplicadas, contradictorias y paradójicas, en el opresivo encierro de una casona antigua. Allí, un joven necesitado de trabajo, cae ante los encantos (la imagen) de una bella y triste joven que vive dependiente de su tía, la contratista. Casi de inmediato la atmósfera se enrarece, e irán surgiendo interrogantes y misterios, y el entrelazamiento de los tiempos, los siglos XIX y XX. ¿Cuántas personas conviven realmente en esa residencia? Escribe Fuentes: “Al despertar, buscas otra presencia en el cuarto y sabes que no es la de Aura la que te inquieta, sino la doble presencia de algo que fue engendrado la noche pasada. Te llevas las manos a las sienes, tratando de calmar tus sentidos en el desarreglo: esa tristeza vencida te insinúa, en voz baja, en el recuerdo inasible de la premonición, que buscas tu otra mitad, que la concepción estéril de la noche pasada engendró tu propio doble”.
Redactada desde el “tú”, Fuentes explicó que ese mecanismo ya se encuentra en el famoso cuadro Las meninas: “eso lo inventó Velázquez”, dijo en una entrevista para la TV española en 1977. El espejo y las miradas, las identidades y los dobles, traspuestos al terreno literario, para que quien lea Aura ingrese a ese mundo y realice “su propio trabajo” en materia de imaginación y creación ante la trama propuesta.