Reconocida por su trabajo como montajista de películas de la relevancia de Heli (Amat Escalante), Luz silenciosa (Carlos Reygadas) y Jauja (Lisandro Alonso), Natalia López Gallardo debutó ahora en la dirección con la coproducción mexicano-argentina Manto de gemas. Y lo hizo por la puerta grande: en febrero de este año, su ópera prima obtuvo el Oso de Plata Premio Especial del Jurado de la Berlinale. López Gallardo nació en La Paz, Bolivia, en 1980. Aunque estudió arquitectura, en el año 2000 se trasladó a México para estudiar cine en el Centro de Capacitación Cinematográfica. En 2006 debutó como directora del cortometraje En el cielo como en la tierra, que fue presentado en la Semana de la Crítica del Festival de Cannes. En 2011 fue cofundadora, junto a su pareja, el cineasta mexicano Carlos Reygadas, del estudio de posproducción Splendor Omnia. Con Manto de gemas se interna en el mundo del crimen organizado y la violencia del narcotráfico en el México rural, pero con un estilo de narrar totalmente novedoso para el tema. El film se estrenará este jueves en la Sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín (Corrientes 1530).
"Finalmente todo lo que sé del quehacer cinematográfico ha nacido en mi oficio como editora y se construyó ahí”, comenta López Gallardo en la entrevista con Página/12. “Cuando estaba en la escuela de cine rápidamente me di cuenta de que no me gustaba estar en los rodajes. Prefería estar más cerca del material y de lo que se estaba logrando construir. Entonces, todo lo que aprendí fue a través del análisis de las herramientas del cine durante el montaje. Y creo desde ese momento en las películas que se construyen a través de la yuxtaposición de planos y que crean sentido y significado a través de eso”. El paso a la dirección lo vive como “un mundo completamente nuevo”. “·Siento que, a pesar de haber estado muy cerca de muchas películas y de su construcción, el hacer una película desde cero que depende enteramente de mí en todas sus facetas es una experiencia única e irrepetible”, señala la cineasta nacionalizada mexicana.
Tres mujeres son protagonistas del largometraje que aborda una historia ambientada en una zona rural de México, devastada por el narcotráfico y los desaparecidos. Isabel (Nailea Norvind) está en proceso de separación de su pareja cuando se instala con sus hijos en la casona familiar que hereda de su madre en el campo. Ahí se entera que su empleada doméstica María (Antonia Olivares) tiene a una hermana desaparecida y promete ayudarla. Ignora las advertencias de María: allí es tierra de narcos. Entre tanto, Roberta (Aída Roa), la comandante de la policía local, intenta rescatar a su hijo Adán (Juan Daniel García Treviño) de las garras de grupos criminales. Son tres mujeres que emprenderàn un camino tan doloroso como transformador.
-¿Te propusiste hacer una película no convencional sobre el narcotráfico y la violencia en México?
-Creo que rápidamente en el proceso de investigación me fui dando cuenta de que no quería hacer una película sobre el narco ni quería hacer una película sobre la violencia, los desaparecidos ni sobre los femicidios en sí sino algo un poco más abstracto. Ese fue el reto. Quería hablar sobre la herida que compartimos por vivir cerca de un proceso de una tragedia de tal dimensión. Y siendo, además, una tragedia tan compleja que abarca tantas dimensiones de la vida en México y toca tantos campos sociológicos, filosóficos, políticos y económicos. Realmente hay muchas razones. Es un tema de muchas aristas y de mucha complejidad. Y yo no me creía capaz tampoco de proponer una solución ni hacer una demanda política ni social al respecto. Más bien quería hablar de las heridas que hay ahora en una generación completa por estar cerca de esto, de diferente manera y desde diferentes dimensiones sociales, territoriales y económicas.
-¿Cómo describirías esa herida que tiene el México actual y cómo pensás que se va a reflejar eso en las próximas generaciones?
-Es difícil tener esperanza acercándose a la situación actual. Lo que yo percibí en todas las personas que entrevisté a lo largo del proceso que, de alguna u otra manera, estuvieron involucradas en algún evento, alguna historia, algún pariente relacionado con temas de violencia que tocaban el tema del narcotráfico o una esfera de criminalidad, es que todas ellas me hicieron sentir que había una herida en ellas y un dolor muy profundo, psicológico y espiritual. Para mí es una herida que rebasa muchas dimensiones y se ha vuelto una herida que está en el inconsciente de una o dos generaciones. Es muy complejo sanarla. Hay muchos análisis al respecto. Yo seguramente no me acerco a la complejidad del asunto pero sí siento el miedo que genera no estar construyendo un proyecto en común (que al final resultó ser el tema de la película), que es algo muy grave. Siento que hay una ruptura social muy grave. Se han roto los rituales sociales, los valores en conjunto, las prácticas en conjunto. Entonces, de alguna manera, es un territorio donde cada quien logra salvar su propio pellejo y eso hace que no se sane esta herida, que es una herida colectiva.
-¿Cómo buscaste representar la violencia? ¿Antes que un análisis político buscaste indagar esta problemática desde una dimensión más psicológica?
-De alguna manera sí, porque siento que es la dimensión que podemos compartir todos. Me es muy difícil poder hablar de la condición en la que viven esta tragedia ciertas personas con las que no comparto espacios y tiempo en la vida. No me puedo acercar vivencialmente a la experiencia que ellos tienen. Entonces, siento que lo que compartimos todos es esa dimensión psicológica y espiritual. Me cuesta acercarme a los demás y, de hecho, me costó mucho escribir los diálogos para la comandante de policía o María, que viven una realidad tan diferente. Tenía miedo de inventar emociones, de ser paternalista. Por eso intenté hacerlo con cierto respeto a mi ignorancia porque finalmente solo puedo ver desde mi pequeño cono de percepción, dentro de un marco de valores, dentro de mi situación. Es complejo. Siento que lo que nos engloba a todos es esta dimensión más psicológica de esta herida que todos compartimos por vivir en este país.
-Seguramente llegaste a este tema por vivir en ese territorio, pero también tuviste encuentros con madres que buscaban a sus hijos. ¿Eso fue determinante para hacer la película?
-Sí, definitivamente. Cuando empecé a entrevistar gente tenía una escaleta escrita y un argumento poco desarrollado, pero no sabía de qué iba a ser la película. No sabía cuál iba a ser el motor de la película y el corazón temático que me iba a sostener a lo largo del tiempo. Siento que esto de lo que estamos hablando ahora, esta herida espiritual que descubrí justo en el proceso de entrevistas fue determinante en el momento de entrevistar a las madres con hijos desaparecidos. Ahí me sentí tocada por su dolor y por una resistencia que parece infinita. Hay una resiliencia tal en la gente en México que es admirable y preocupante a la vez.
-¿Interiormente más que un análisis racional de la violencia en el México rural te lo planteaste como algo emocional?
-Sí, cuando me di cuenta de que el tema de la película rondaba en tratar de describir el miedo que causa no construir un proyecto en común o el compartir una herida espiritual o un miedo psicológico, y que eran temas muy abstractos, mi aproximación a la construcción de la película en el rodaje, al escoger las personas, los movimientos de cámara y el sonido fue la construcción de atmósferas. Me di cuenta en el camino de que lo que yo sentía claramente era una sensación y que lo que tenía que construir era una especie de espacio emotivo y no una historia. Una atmósfera que se acercara a estos temas.
-¿Fue complejo el trabajo para generar esa atmósfera densa?
-Es muy intuitivo. La construcción de la película pasa por diferentes etapas. Nada sucede en un solo paso. Todo sucede en capas. Todo se va construyendo y se va alimentando a lo largo del camino. Hay un comienzo donde está la idea, después está el contacto con la gente, y empiezan a afianzarse los temas de la película. Después, sucede que hay una etapa muy voluntariosa en la que logras extraer el guión de ti. Después, sucede para mí lo más importante: la visualización de la película. En la medida en que uno pueda visualizar y sentir la película en todos sus detalles (los colores, las luces, las atmósferas, el sonido, los diálogos, los movimientos de cámara) y saber cuál es el ritmo y el tono que va a pertenecer a la película, cuando después uno se enfrenta al rodaje tiene una brújula. Ha imaginado la película, la ha sentido. Sentir la película de manera muy precisa y dándose el tiempo hace que también uno pueda transmitir esa sensación a los demás en la construcción. Y después el rodaje es algo muy especial: ahí entendí algo que una vez me dijo mi marido (el cineasta mexicano Carlos Reygadas), que el rodaje era el momento de recibir, nada más. Y me costó entenderlo, pero me di cuenta que después de esta visualización tan intensa y esta elección voluntariosa de todos los elementos y del diseño de todo, cuando estás ahí, estás esperando que suceda algo que no sabes qué es. Entonces, tienes que dar un paso atrás y callar el interior para poder recibir. Y después, el montaje es algo que conozco bien, que amo, es mi oficio y ahí vuelve la parte voluntariosa en el momento de la construcción de nuevo. En todas estas capas se va construyendo la película. Entonces, no te enfrentas con toda la película de una sino que lo haces capa por capa. Hay una dificultad pero no es la dificultad del todo, es la dificultad de las partes.
-¿El cine mexicano está demasiado ligado al fenómeno de la violencia? ¿Un poco por esto en tu película está más sugerida que expuesta de manera brutal?
-Sería muy difícil para los artistas, pensadores, filósofos e intelectuales mexicanos no hablar sobre este tema. Esta tragedia no es un tema casual, no es algo que sea una capa superficial de México. Es algo inevitable para el discurso. Así como probablemente los temas fundamentales en la Alemania actual, en la Austria actual sean la soledad y que las películas traten estos temas una y otra vez, son los grandes temas de cada uno de los territorios, de las sociedades y de los grupos humanos. Y son inevitables. Tenemos que seguir hablando de esto hasta que logre revertirse o se transforme. Y creo que hay que hablar de diferentes formas. Y cada sociedad tiene sus temas fundamentales. Y éste no es un tema menor, es una tragedia que llevamos viviendo muchos años y que está penetrando muy densamente en las estructuras sociales. En el momento en que se solucione espero que podamos pasar a otros temas tal vez más luminosos.
-Teniendo en cuenta que Manto de gemas expone los esfuerzos denodados de tres mujeres de diferentes estratos sociales por sortear una realidad de la que resulta muy difícil escapar, ¿te interesaba particularmente reflejar distintas sensibilidades femeninas y su percepción de la violencia masculina del narcoestado?
-Es importante partir de la idea de que vivimos en un sistema que resulta injusto para hombres y mujeres de diferentes formas. Y que, de alguna manera, el gran objetivo sería lograr cambiar ese sistema. Partiendo de ahí, de esa idea que es más global y que el hombre lo empaña todo, me fue natural y no pensé en escribir personajes femeninos. Me es mucho más fácil identificarme con cualquier mujer. Tengo una hija, una madre, una abuela, una hermana, mujeres con las que trabajo. El camino se dio de manera natural. Después de ese paso que fue intuitivo, sí me cuestioné a lo largo del camino qué diferencias había en esta posición para cada una de las mujeres dentro de sus historias y de sus personajes. Por supuesto, hay particularidades y las mujeres participan y actúan de ciertas formas. Pero no fue mi objetivo claro. Fue primero algo natural y después algo que enriqueció y dio particularidad a la película.
-Filmaste en Morelos, donde vivís desde hace más de quince años. Una región que tiene momentos de humedad y de sequía. ¿Por qué te parecía importante hacerlo en el segundo momento?
-Es un momento que me gusta mucho y se me hizo sencillo para el tema de la película. Todas esas decisiones son algo extrañamente intuitivo en la etapa en que uno escribe o va transitando ciertos caminos. No es que te cuestiones demasiado si tiene que ser así o no. Pero si hay una intención fuerte, inicial y noble con el propósito, estas cosas se van dando y van teniendo sintonía una con la otra. Entonces, esta sequedad y el exceso de luz que hay en esta época del año en lo monotonal que es el campo, era algo que siempre me había atraído. Quería retratarlo. Después me di cuenta de que formaba parte fundamental del concepto de la película y de que la cantidad de luz contrastaba con la cantidad de oscuridad que pretendía tener. Y quería que los personajes se fundieran con su entorno, que fueran la misma cosa, que la tierra fuera igual de importante que las personas que la habitaban. Entonces, a pesar de que al principio son decisiones muy intuitivas, después van tomando relevancia, van entretejiéndose y alimentando una idea.
-Ciertos aspectos de la película fueron vinculados con otros del cine de Lucrecia Martel y de Lisandro Alonso, con quien trabajaste como montajista. ¿Son cineastas en los que te reflejás?
-Sí, por supuesto. Son dos cineastas que admiro muchísimo, amo todas sus películas. Los conozco poco a los dos, con Lisandro trabajé y lo conozco más, pero sin duda son personas y cineastas que admiro. Y me siento afín a la corriente de cine que ellos han marcado y a la que pertenecen: este cine que busca ser más que un narrador.