Historia familiar de la jubilación
Papá y mamá murieron jóvenes. Él tenía 53 años, ella 64. A él lo mató una enfermedad cardíaca, efecto tardío de los bloques de hielo seco que acarreaba, de muy chiquito en Avellaneda y Lanús en la década del 40 para mantener a sus hermanitas y hermano hasta que la nona, Sara Patané, de la Calabria, les abandonó y todes fueron a parar a un “hogar” de niñes. En la misma zona, mi vieja dejó la escuela en sexto grado y se puso a laburar para mantener la casa en la que vivían mi abuela Juana Amil, de Orense, y sus seis hijes. Ella lavaba y planchaba ropa ajena hasta que no le alcanzó cuando mi abuelo, Gabriel Martínez, gallego sindicalista y furiosamente peronista murió por no tratarse una úlcera. Entonces la pobreza cayó sobre la familia. Nada alcanzaba hasta que la gallega se la fue a ver a Evita y comenzaron momentos de alegría con la ayuda mensual de la Fundación Eva Perón y la mesa de sidras y pan dulces para Nochebuena y Fin de Año.
Todo fue pobreza para mis viejes, salvo los momentos de alegría a los que puso fin la Fusiladora del 55. Mi viejo, a su mayoría de edad apenas alcanzada, y luego de dos años de servicio militar por desertor, salió a buscar une a une a sus hermanes separades en su niñez, y les encontró y contó su historia, salvo a una tía que jamás conocimos que había sido adoptada por una familia de jueces y el viejo no quiso cagarle la buena vida con lo poco que le podía dar: una habitación en una pensión y la búsqueda de un laburito que todavía abundaba. Y así siguieron su vida hasta que mamá y papá se conocieron en el fondo de la vieja casa familiar en Sarandí donde funcionaba un taller de cerda de caballo en el que mi vieja era “tiradora” y mi papá “peinador” de pelos que siempre olían a kerosén que le impregnaba ropa, manos y corazón.
Mi viejo fue cerdero, chatarrero, camionero, colectivero de la Línea 33 y luego jubilado por incapacidad hasta su muerte tan joven. Un año antes de morir yo entraba a trabajar y a aportar para un futuro que se abría al ritmo de Virus, Viudas e Hijas y la primera Madonna bailada hasta el amanecer en Buenos Aires Line, Área y Megaton.
Morir antes
Recibido de Técnico en Computación en la ENET Nro. 5 de Avellaneda un 19 de diciembre, conseguí trabajo el 6 de enero de 1987 como cadete en una oficina en Mitre y Suipacha mientras decidía qué carrera hacer. Durante 5 años laburé llevando libros, foliando expedientes, ordenando archivos, devolviendo videocasettes al videoclub donde los alquilaba el gerente. Trabajo sin parar desde esos maravillosos y terribles años 80, salvó casi todo 1995 cuando con el menemismo perdí mi laburo y tuve que vender libros en la calle. Ganaba 250 australes como cadete y mi papá, 180 en una changa de sereno que sumaba a su jubilación. “No le digas a tu papá que ganás más que él” fue la orden de mi vieja, y me hice el boludo con 100 australes de más que le pasaba a mi vieja sin que él lo supiera jamás.
En la Navidad de 1988 el viejo hizo su pascua y mi mamá pasó a ser la pensionada con la mínima y hasta su muerte ganó $150, viviendo con lo que con mi hermana le dábamos todos los meses. Peronista arrepentida de haber votado a Menem, no llegó a vivir la felicidad que le hubieran dado Néstor y Cristina sumándole una jubilación por toda su vida laboral que no fue declarada.
Hace rato que las jubilaciones y pensiones son en gran parte del mundo una vergüenza y una injusticia para aquelles que no tienen hijes compasives con posibilidad de ayudarles a llenar la olla. La jubilación es hoy una amenaza de futuro de mendicidad si somos viejes y pobres, no para un viejo genocida como Carlos Pedro Blaquier ni para una vieja facha como Mirtha Legrand. Ser vieje es ser parte de les descartades en una sociedad del fetichismo de la productividad y la eterna juventud. Y si esos viejes son además personas con vih (así, en minúscula, sin dramatizar) que, como yo, todos los días nos sometemos al bombardeo químico de misiles saliva-sangre que nos dieron años de gracia frente a tantes compañeres que hoy no están con nosotres porque los inhibidores de proteasas no habían llegado o porque el vih actúa de maneras misteriosas, la jubilación anticipada de la nueva ley es un acto de justicia y amor.
Saberse con menos años de vida es como la metáfora de la nebulosa que San Bernardo usó para criticar al “moderno” Abelardo en la Edad Media: algo a través del cual vemos el mundo, desfigurándolo, pero creyendo siempre que va a escampar. Que la muerte es insalvable e imprevista va de suyo, pero que te la adelante lo que te salva es como elegir a diario un enemigo en un ritual de vida/muerte que hacemos porque los laboratorios no invierten ni investigan lo necesario para evitar nuestra despedida anticipada que se ubica en un promedio de 69 años.
Vivir hasta la muerte
Aquelles para quienes elegimos “vivir hasta la muerte”, como celebraba Paul Ricoeur, y no el ser “seres para la muerte” de Martín Heidegger, cada día es el tic tac de un reloj con menos minutos. Y también nos preguntamos: ¿Qué será de aquelles que se jubilen con la mínima que no alcanza ni para la subsistencia?
Bienvenida la ley, pero el panorama de pobreza en que dejará a muches esa conquista es también un llamado de atención a les militantes, principalmente a quienes proclaman derechos LGTBIQ+ desde la derecha ajustadora. Lejos estamos de las redes tejidas en otros lares, donde comunidades LGBTIQ+ arman dispositivos no mercantilizados de contención y vida digna que, de todos modos, no llegan a todes. Por eso es esquizofrénico que durante la Marcha del Orgullo un Martín Tetaz tenga el toupé de bailar en una carroza o que un diputado ignoto de la Coalición Cívica se haga el abanderado de esta lucha.
Por nobles les agradecemos el voto no negativo a la nueva Ley como lo hicieron algunes salvajes políticos sin compasión ni misericordia, pero no somos tan boludas para no saber que en el fondo esas falsas máscaras fachas van a venir no solo por nuestras jubilaciones, sino por la de todes, como ya lo hicieron.
Tengo 55 años, soy una persona con vih, hice dos veces sida, mis CD4 están altos, mi carga viral fluctúa en el límite de la detección, a fin de año cumplo 10 años de mi diagnóstico dicho sin filtro por un médico una tarde en una habitación de una clínica y tengo que decidir si jubilarme.
La duda es existencial y por lo tanto política. ¿Mantendrá un nuevo gobierno de derecha los regímenes previsionales especiales? Yo no olvido cuando el macrismo les sacó la guita a las personas con discapacidad. ¿Por qué no vendrían por nosotres? En la Argentina de los Rosenkrantz las necesidades no habilitan derechos, por lo que todos entonces devienen condicionales. Como cristiano no temo a la muerte, pero elijo vivir en la convicción de que lo que sigue más allá no son las estampitas de colores de mis familiares muertos en un prado verde, sino que les otres son siempre nuestra supervivencia como transmisión en una entrega marcada por las mil de formas del amor, la verdad y la justicia, nervaduras eternas de vida aún en la tierra más árida.