Desde Londres
El primer ministro Boris Johnson tiró la toalla. En un mensaje a la nación el primer ministro señaló que renunciaba a su cargo luego de tres días rocambolescos en el que medio gobierno le fue presentando su dimisión y los supuestos “leales” en torno suyo le pidieron que se fuera. Johnson que ayer miércoles por la noche insistía en cumplir su mandato y que hace una semana alardeaba que gobernaría hasta 2030, aceptó esta mañana que la realidad es otra: le había llegado la hora, "triste, solitario y final". “He acordado con Sir Graham Brady, presidente de nuestro grupo de parlamentarios, que el proceso de nombramiento de un nuevo líder empieza ahora y que el cronograma se anunciará la semana próxima. Hoy he designado un gabinete que durará hasta que sea nombrado mi reemplazante”, dijo Johnson.
El final está todavía abierto. El proceso puede durar hasta tres meses: muchos diputados quieren que renuncie ya. El grado de exasperación de los conservadores con una situación que los mismos medios afines describían como "surrealista" y "farsesca" quedó inmediatamente claro esta mañana cuando se supo que Johnson buscaba mantener un itinerato hasta octubre. La oposición en su conjunto y un nutrido número de conservadores quieren que salga hoy mismo. “Tiene que renunciar hoy y que asuma Raab (…canciller y viceprimer ministro…)”, le dijeron al The Guardian.
Una carrera al vacío
El primer ministro será uno de los que menos ha durado en su cargo desde que Robert Walpole ocupó por primera vez el cargo en 1721. Su predecesora, Theresa May, a quien Johnson sacó en un golpe de mano interno, duró 1106 días. Johnson lleva en el cargo 1079 días, de manera que a menos que los conservadores acepten su permanencia en el puesto, habrá durado menos que May.
Como sea, es un final calamitoso para alguien que asumió en julio de 2019 aclamado por su partido, convocó a elecciones anticipadas que ganó por una mayoría arrasadora en diciembre de ese año y que, a principios de la pandemia, llegó a tener una aprobación del 80%.
El tobogán interminable
En pocos meses de gobierno sus catastróficos errores durante el coronavirus, lo dejaron en el centro de un huracán político que motivaron los primeros llamados para su renuncia a fines de 2020.
En ese momento, fresco en el puesto, lo salvó el proceso de vacunación iniciado en diciembre de ese año, el primero en Occidente (Rusia lo había comenzado unos meses antes). Un año más tarde, en noviembre de 2021, la primera revelación del Partygate (fiestas durante el confinamiento en su residencia de primer ministro en 10 Downing Street), armó una bola de nieve que aún sigue creciendo.
A la primera fiesta revelada por el Daily Mirror se le agregaron muy pronto otras publicadas por el resto de los medios, incluida una de rutina todos los viernes, que llevaba la cuenta a más de 100 durante la pandemia. Peor aún. Boris Johnson negó primero que hubiera habido fiestas o reuniones en 10 Downing Street, negó luego que fuera consciente de que estas reuniones violaran la ley en su propio jardín y por último, dijo que no se había dado cuenta que eran fiestas por más que en algunos eventos había más de 50 personas bebiendo alcohol y comiendo canapés.
En febrero, al borde del nocaut, lo salvó la guerra de Rusia y Ucrania. Con la bandera nacionalista y antirusa, consiguió recuperar algo de apoyo y relegar a un segundo plano el Partygate.
El efecto mágico no duró mucho. Un informe de la Scotland Yard y otro de la funcionaria de carrera Sue Gray sobre el Partygate lo devolvieron al centro del escándalo. La derrota en las municipales de mayo, especie de elección de medio término, motivó una primera votación a principios de junio en la que obtuvo una victoria pírrica (un 41% de los diputados conservadores votaron a favor de su destitución). Dos derrotas posteriores el 25 de junio en la renovación de escaños, una en el afluente sur y otra en el empobrecido norte, dieron una muestra del alcance político que tenía una figura que muchos medios calificaban de "tóxica".
Corrupción, sexo y poder
A la crisis le faltaba un condimento que casi siempre está presente en los finales de los conservadores: el sexo. Las dos elecciones perdidas en junio habían sido por escándalos sexuales: pedofilia en un caso, mirar pornografía en plena sesión de la Cámara de los Comunes en el otro.
El caso de John Pincher, titular de un cargo clave para la disciplina interna parlamentaria, el sub chief whip (literalmente, subjefe del látigo con la que se garantiza el voto de los propios diputados conservadores), fue la gota que desbordó el vaso. El viernes John Pincher se vio forzado a renunciar a su puesto de subjefe de los látigos por manosear a dos hombres en un evento político tory. Johnson creyó que con esto bastaba, pero durante el fin de semana saltó que él sabía que Pincher (literalmente pellizcador) era un mano larga: “Pincher by name, Pincher by nature” había dicho Johnson.
El escándalo desembocó en un nuevo pedido de disculpas de Johnson que antes había jurado que no sabía nada del asunto y que, de golpe, había recobrado la memoria, algo que ya le había pasado con el Partygate: su credibilidad estaba por el piso.
La ola de renuncias comenzó el martes con dos pesos pesados, el ministro de finanzas Rishi Sunak y el de salud Sajid Javid, continuó ese mismo día con la partida de secretarios de estado y asistentes, se prolongó el miércoles y, ante la resistencia de Johnson, el jueves. En total más de 50 dimisiones para que el primer ministro aceptara que le había llegado la hora.