Llegamos a la puerta de entrada y sentí a mi vieja colgada de mi brazo. El peso de su cuerpo me frenó, y en silencio nos quedamos mirando al vacío. Ninguna de las dos atinó a golpear la puerta de primera. Fueron segundos que parecieron eternos, perdidos en el color verde de la puerta y fugados instantáneamente por la ventana. No sé cuáles eran las razones de mi vieja, pero sí entendía las mías. Desconcierto. Angustia. Incertezas. El fin.

En un momento estiré mi brazo y le apreté la mano. Fue un impulso tan rápido y repentino que no me dio tiempo a reprimirlo. Pero al final estuvo bien. Mi vieja me miró y, haciendo un pestañeo leve miró para adelante, dio un paso, puso la mano sobre la puerta y empujó. Me llevó con ella. El ancla dejó de ser y entramos, ella adelante y yo atrás, señalando el sector donde estaba Juanito.

Vi todo apagado, como diluyéndose en la neblina. Las camas, las luces apuntando a los pacientes, el dolor y hasta la enfermedad se volvieron una sensación densa. También la taza de té, ya fría, olvidada en la mesa y todavía sin tocar, que me recordaba que la situación iba a ser un futuro recuerdo amargo, y a espaldas de mi mamá, que también estaba inmóvil, mirando hacia donde apuntaba mi dedo, me di cuenta de todo. La felicidad es una enana escuálida que pasa desapercibida.

Me quedé parada en el medio. Intenté ser invisible y agudizar mis sentidos. Mi vieja siguió adelante con el paso lento y dubitativo. El sonido de la sala era música que acompañaba a su andar, como una seda cuando se desliza por la piel. Era una danza. Se acomodó a un costado de la cama. Mi viejo tenía los ojos tapados. A esa altura, la gasa cubriéndolo todo ya se había hecho manía. Mi mamá le puso la mano en el hombro y le dijo.

-Ey, pelotudo. ¿Cómo estás?

-¿Silvia, sos vos? Me caí como un viejo pelotudo -le respondió llorando. La pera le temblaba.

-Siempre haciendo boludeces vos. Pero… ya vas a estar bien.

-¿Vos cómo estás? ¿La casa? ¿Tu vieja?

-Estamos bien —respondió.

-Necesitan plata? -preguntó mi viejo escondido atrás del antifaz de gasa. Mi vieja le respondió mordiéndose el labio inferior y encogiéndose de hombros. Mi viejo no entendió la respuesta, porque no la vio.

Yo seguía la situación desde lejos, y como un fantasma que deambula por los recovecos de una casa, intenté ser parte de la intimidad del reencuentro. Pero mi vieja se quedó en silencio. Se apretaba los dedos y buscaba con la mirada cualquier objeto que le permitiera contener su atención. Miraba a la señora de al lado, fruncía la nariz y la dirigía para el lado contrario. Pasaba la vista por encima del cuerpo de mi viejo como si fuera un ave rapaz volando sobre el mar que parecía la sábana; pero no se frenaba, era como si ese mar fuera solo de arena y horizontes. Sus pupilas apuntaban a otra cosa. La taza del té, una escupidera, los zapatos de alguien asomados debajo de la cama. Todo esto sin dejar de retorcerse los dedos; salvo de a ratos, cuando se raspaba las uñas, las soplaba y las miraba de cerca. Mi viejo no había vuelto a hablar. Supongo que esperaba que ella lo hiciera primero. Ahí estaban; eran el centro de un huracán que se movía lento. La pierna de Juanito subía y bajaba. Las agujas del reloj se clavaron para eternizar el instante. El sonido del tiempo fue magnífico; tic, tac, tic, tac. Miré el reloj, habían pasado veinte minutos. Acomodé el peso de mi cuerpo sobre la otra pierna y los volví a mirar a ellos, estaban sumergidos en el letargo y la incomodidad.

Una enfermera les caminaba cerca, con una bandeja en la mano. Al lado, la señora que se enroscaba y se estiraba como si quisiera llegar a lo inalcanzable, la muerte. El movimiento de la pierna de mi viejo se había tornado lento, y las manos de mi vieja, retorciéndose los dedos, me desesperan. “Digan algo”, pensé, y una ambulancia dejó escuchar su sirena. Me despabilé, volví a cambiar el peso de mi cuerpo a la otra pierna, crucé los brazos y me acuné.

-Bueno… me tengo que ir. Ya te vas a poner bien.

-Si, sí. Estamos mal, pero vamos bien.

-Ves que sos un viejo pelotudo. Treinta años con el mismo verso.

-Hice lo que pude. Perdón, Silvia.

-Ahora ya está. De verdad, espero que estés mejor.

-Gracias por venir.

 

-No me agradezcas, me llamaron los chicos -contestó y le puso la palma de la mano en la pierna, por encima de la sábana, que para ella era un pedazo de tela, un muro, una frontera. Mi viejo, por el contrario, sacudía la cabeza como un perro mojado. Se quería sacar la venda de los ojos; pero ella había dado media vuelta y se alejaba. La mirada que debieron darse le quedó clavada a ella en la espalda, cuando por fin él pudo quitarse el antifaz.