Bahia Blanca      7 puntos

Argentina, 2020

Dirección: Rodrigo Caprotti.

Guion: Nicolás Allegro, Bárbara Scotto y Rodrigo Caprotti, sobre la novela de Martín Kohan.

Duración: 82 minutos.

Intérpretes: Guillermo Pfening, Elisa Carricajo, Javier Drolas, Marcelo Subiotto y Ailín Salas.

Estreno en el cine Gaumont. 

Parte del contingente local de Competencia Internacional del Bafici del año pasado, Bahía Blanca es una película permeada por dos obsesiones. Una es la del director debutante en la ficción –hasta ahora se había dedicado al documental– Rodrigo Caprotti, quien apuesta a un registro dominado por planos fijos en los que la acción se desenvuelve de manera enigmática, con diálogos que, lejos de esconder su origen literario, por momentos suenan deliberadamente impostados, como si a través de ellos quisiera evidenciar el artificio de la transposición de lenguajes. Es, entonces, el puntapié para la segunda obsesión: la de los personajes que, al menos hasta bien avanzada la trama, viven absortos, encarcelados en los límites de sus cabezas y anulando de raíz cualquier posibilidad de empatía hacia ellos.

Así ocurre especialmente con Mario Novoa, un docente universitario que en la primera escena pide autorización a su superior –cameo de Martín Kohan, autor de la novela homónima, publicada en 2012, en la que se basa la película– para ir un mes a la ciudad del título con el objetivo de continuar con su investigación de campo sobre el escritor Ezequiel Martínez Estrada. Una investigación que, en realidad, opera como excusa narrativa (el viejo y querido Macguffin) para el verdadero viaje, que no es otro que el de ese hombre a las zonas más oscuras de, claro, sus obsesiones. O, mejor dicho, de “su” obsesión.

“Nunca escuché nada bueno de Bahía Blanca”, dice Mario (un impertérrito Guillermo Pfening) poco después de llegar al sur de la provincia de Buenos Aires en pleno invierno, justo en vísperas de los actos públicos en homenaje a San Martín. Una ciudad que el ojo documentalista de Caprotti captura con una impronta realista, dándole un aura grisácea para la que los monumentales edificios en ruinas juegan un papel fundamental. No es un entorno agreste, más bien uno donde se respira tensión debido que sus habitantes funcionan como depositarios de secretos. Un ámbito ideal para un hombre que, como Mario, esconde unos cuantos muertos en el placard.

Sus ojos perciben la dinámica citadina igual que la película: con apatía y distancia, como si no quisiera involucrarse. A los jóvenes que cada tanto tocan la puerta de su casa para, Biblia en mano, llevarle la “palabra de Dios”, les responde con una batería de argumentos agnósticos. Para con la chica que atiende el cyber (Ailin Salas) tampoco siente demasiado, apenas un instinto animal que saciará a la primera oportunidad. Hay un vecino (Marcelo Subbioto) instalado en el lugar hace unos meses que busca oficiar de cicerón y, a cambio, solo recibe una cordial indiferencia que poco a poco irá aflojando.

Es así hasta la llegada de un viejo conocido porteño (Javier Drolas). Junto a él vienen los recuerdos del pasado, un reencuentro con su ex (Elisa Carricajo) y, con ello, el momento de develar las verdaderas causas que llevaron a Mario hasta allí. Causas que dejan de lado toda la ambigüedad detrás de sus silencios y de sus particulares maneras de (no) relacionarse, para convertirlo en una criatura repudiable, enferma, digna de pasar unos cuantos años en la cárcel. Es ahí cuando se justifica la distancia de Caprotti, quien toma la sabia decisión de no juzgarlo y dejar que la incomodad de su presencia empape toda la película.