Juan fumaba observando el movimiento del bar cuando vio arrimarse a Filo. 

–¿Te vas preparando para ver los partidos de la “B”? -dijo.

–¿Vos me cargás que hace mil años no nos pueden ganar? Decime que ya pediste una cerveza bien fría.

–Estaba esperando que llegaran vos y el infeliz del Flaco.

–Esperalo tranquilo, no creo que vuelva.

–¿Que decís? -preguntó Juan-. Ya sé, piensa esconderse hasta que Central vuelva a primera.

Se quedaron callados. Juan miraba para abajo, pensativo. Al rato apagó el cigarrillo en el cenicero, se acomodó en la silla y preguntó si era grave lo del Flaco.

Filo le hizo una seña para que no hablara fuerte.

–¿Está en cana? -dijo Juan-. ¿Le agarró cáncer?

–No, eso no, la vieja nos habría avisado.

–No sé si no es peor -reflexionó Filo.

–¿Tiene que ver con la morocha del Kiosco?

–¡Te estás avivando Juan! -dijo Filo palmeándolo en el hombro.

–¡Viste! Yo sabía que algo pasaba con esa turra, hoy cuando fui a comprar los puchos me miraba raro.

El mozo había llegado con un porrón, lo dejó sobre la mesa y se rió del comentario.

–No sé si te acordás de que el Flaco llegaba tarde porque se quedaba hablando con ella y se hacía el boludo.

–Verdad -dijo Juan.

–Bueno, la morocha del kiosco es leprosa a muerte, y el Flaco, con tal levantársela, le dijo que él también era fanático de Ñuls, o no te avivaste de que hace un tiempo dejó de venir con la camiseta de Central.

–Yo pensé que le daba vergüenza.

–La cuestión es que el sábado la tipa lo invita a ir a la cancha de Ñuls. 

–¡Qué boludo! -lo interrumpió Juan y le pegó con el puño a la mesa– ...lo reconocieron y lo cagaron bien a palos. 

–Ojalá -dijo Filo-. Cuando el Flaco pasó a buscarla casi se cae de culo, la morocha tenía puesta la camiseta de Ñuls y una pollera cortita por acá

Filo marcó sobre su pierna el largo de la pollera. La mina es amiga de unos tipos de la barra y hasta entraron sin pagar.

–No me lo imagino al Flaco en la popu de Ñuls.

–Entonces no lo conocés, con tal de encararse una mina es capaz de cualquier cosa -Filo hizo una pausa-. Viste que es peronista a muerte... Una vez que vino Alfonsín se fue a un acto radical porque decía que ahí las mujeres eran más lindas, y estuvo toda la noche revoleando una vincha como si le importara más el radicalismo que su vieja.

Antes de seguir hablando Filo hizo un fondo blanco y volvió a llenarse el vaso.

–La cuestión es que estaba en la cancha, como un hincha más esperando un gol de Ñuls para abrazarla.

–¿Y hubo goles? -preguntó Juan.

–No. El primer tiempo terminó cero a cero, pero en el segundo tiempo Ñuls hizo tres goles y lo festejaban dándose unos abrazos como si fueran novios. Cuando terminó el partido la mina lo invita y van con esos amigos a un bar ahí cerca de la cancha a tomar cerveza y comer pizza. En ese momento un hombre se arrimó a la mesa a preguntarle algo a Juan. Filo le hizo señas al mozo con la botella vacía para que les alcanzara otra.

–¿Y entonces? -dijo Juan.

–Entonces después de tomarse como veinte porrones, todo el grupo decidió seguirla en la casa de uno de ellos. Uno de los tipos tenía un autazo, era un porrudo con pinta de croto. La cuestión es que fueron todos en dos autos, el Flaco se sentó atrás con la morocha, que medio le puso las piernas encima y todo. Llegaron a un departamento de la puta madre en la zona de la costanera, parece que había otra mina coloradita que estaba rebuena.

–No me digas que se encaró a la colorada y la plantó a la morocha.

–No pavo, el Flaco les tiene miedo a las coloraditas, dice que son mufa. Ahí le entraron a dar al chupi. El tipo tenía una heladera de no sé cuántas puertas, los flacos y las minas abrían y sacaban cerveza como si fuera agua. Otros le daban al fernet con Coca. Después empezaron con el porro y el Flaco para no ser menos también se prendió. Tosía como la gran puta, y era tanta la humareda que no se veía a medio metro. En una de esas se dio cuenta de que la coloradita estaba con un loco franeleando en un sillón, entonces aprovechándose del despelote que había, la entró a chuponear a la morocha y ella se enganchó como si hubiera estado esperando ese momento desde siempre.

El mozo llegó con más cerveza. Juan aprovechó la interrupción para dejar la silla y caminar hasta el baño.

Cuando Juan volvió a la mesa Filo siguió:

–¿En qué quedamos? ¡Ahh!, el Flaco estaba a los besos limpios con la morocha y se avivó de que ella en el fondo tenía vergüenza de estar apretando delante de todo el mundo, entonces la agarró de la mano y la llevó a una de las piezas. Se empezaron a desvestir a los manotazos y cuando el Flaco ya se había bajado los pantalones escuchó que alguien entraba a la a la pieza. De reojo vio que era el dueño del departamento.

–¡Le hicieron una camita! -Juan se pegó un puñetazo en la palma de la mano-. Este Flaco es más boludo..., en Rosario nos conocemos todos, loco. El tipo sabía que el Flaco era canaya.

–No estúpido, el tipo entró de casualidad, buscaba algo en el placar, después de todo estaba en su casa.

–Ya sé, el infeliz tenía calzoncillos de Central.

–Peor.  ¿Alguna vez lo viste al Flaco en bolas?

–Pará loco, yo no soy la novia -se atajó Juan.

–Pero sabías del tatuaje ese chiquito con el escudo de Central que tiene acá -Filo se inclinó y llevó la mano derecha arriba del glúteo.

–¡Se hizo un tatuaje en el culo el pelotudo!

–Cuando era pendejo, la vieja no lo dejaba tatuarse y se lo hizo a escondidas.

–¿Se lo vio la morocha? -preguntó Juan asombrado.

–La morocha no, el tipo se lo vio, y empezó a gritarle de todo, que ni loco iba a permitir que un canaya se les infiltrara en el grupo, que le chupe todo y que encima el muy caradura se quiera encamar con una amiga en su propia cama. Se armó terrible podrida, los otros que estaban con ellos se metieron en la pieza y el Flaco ahí, en bolas, tapándose el tatuaje con una sábana. ¡Qué cagada!

–¿Pero al fín qué pasó? -preguntó Juan, y sin esperar que Filo respondiera sentenció: "Ya sé, le dieron entre todos al Flaco, eso pasó. 

–Yo nunca dije eso -se defendió Filo-, te digo más, viste que el Flaco se la aguanta, no es cualquier gil, en bolas como estaba se paró contra una pared y los invitó a que si no eran cobardes pelearan de a uno. Así los fue cagando a trompadas a todos. Creo que hasta la coloradita la ligó. La morocha se había encaprichado en que el Flaco besara una bandera de Ñuls y él le dijo que jamás iba a rebajarse por una pollera, que antes prefería suicidarse. Después, se echó una meada sobre la camiseta de la morocha, le prendió fuego a la bandera y les gritó que eran unos amargos que siempre arrugaban en los clásicos y se fue como si nada, sacando pecho, orgulloso de defender el tatuaje como si fuera un trofeo de guerra.

–¿Vos le crees? -preguntó Juan.

Filo encogió los hombros y abrió los brazos con las palmas de la mano hacia delante.

Por un rato se quedaron en silencio. Juan prendió un cigarrillo y Filo, rascándose la pera, con la cabeza levantada miraba un punto cualquiera del techo.

Cuando bajó la cabeza vio que Juan estaba con la boca abierta y la vista fija para el lado de la puerta, petrificado, como si enfrente estuviera alguien que volviera de la muerte.

–Mirá quién viene ahí -apenas si le salían las palabras-. ¡La morocha! -exclamó estirando la cabeza para asegurarse de que había visto bien.

Los dos hicieron un ademán como para levantarse de la silla, pero se dieron cuenta de que no tenían tiempo para ninguna escapada. Bajaron la cabeza y por el rabillo del ojo miraban cómo la morocha se iba acercando a paso firme. En la mano llevaba una bolsa que tenía impreso el escudo de Ñuls. Al llegar, se paró enfrente de la mesa sacando pecho, puso las manos en la cintura, levantó el mentón y les preguntó si sabían adónde se había metido el chanta del Flaco.

La respuesta fueron cuatro ojos mirándola desconcertados, mientras ella sacaba de la bolsa un plástico del tamaño de una tarjeta de crédito, lo ponía sobre la mesa, y les decía:

-Por si acaso llegan a verlo, acá les dejo el carnet de socio de Ñuls. El mismo que me pidió de rodillas el sábado a la madrugada.

Pegó media vuelta y se fue contorneando las caderas.

Antes de que la morocha llegara a la puerta, Juan le tocó el brazo a Filo.

–¿Quién carajo dijo esa frase que vos siempre repetís?

–¿Cuál?

–Esa, de que tira más el pelo de una mujer que una yunta de bueyes.

–Me parece que fue Rosas… ¿O Sócrates?

 

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