Cuando la maestra abrió la puerta, el director cerró de golpe un cajón.

‑¿No piensa golpear la puerta? ‑dijo después.

‑Usted me mandó a llamar, director Alvarez.

‑¿Y eso qué tiene que ver? ‑aprovechó el asiento reclinable, estiró el cuerpo hacia atrás y levantó los pies- La mandé a llamar ‑siguió‑ porque quería decirle que no tenemos la plata de su sueldo, todavía.

Los pies cayeron al piso poniéndole un punto a la frase. -¿Cuál es la gracia? ‑continuó al advertir que a la maestra se le había escapado una sonrisa‑ No va cobrar, ¿entendió?

‑¿Qué? ‑la maestra abrió los ojos empujando las cejas hacia arriba.

‑ Supongo que estará al tanto de la situación que está pasando nuestro país... ‑buscó el diario sobre el escritorio‑. Nuevo paro docente ‑leyó en voz alta siguiendo el titular con el índice‑ en... en Provinci‑a los gremios ha‑blan de un paso adelante en... en la ne‑goci‑aci‑ón.

La carcajada de la maestra dejó ver que le faltaba un molar y que el permanente aún no había crecido.

‑Bueno, a ver si cuenta el chiste y nos reímos todos ‑el director se inclinó sobre el escritorio y el respaldar del asiento se volvió contra su espalda.

‑¡Ah, Diego! Dijimos que vos me ibas a llamar para darme los boletines, no pasaba eso del sueldo...

Diego levantó una mano y le pidió que esperase; con la otra, el director sacó un papel del cajón. Estaba escrito con su letra: "El personal docente acepta recivir el sueldo después del 10 sin hacer paro".

‑¿Lo firma, por favor? ‑preguntó apretando un sello sobre la almohadilla de tinta.

‑No. No era así, Diego ‑se cruzó de brazos‑ Yo quiero seguir dando clases... va a llegar mamá y no voy a poder usar su pieza de salón, ni vos el escritorio de papá... te aviso.

El director apoyó el sello sobre el papel. Presionó con fuerza mientras se mordía el labio inferior. Un segundo, le había pedido otra vez a su hermana. ¿Qué tanto podían tardar? Si su mamá llegaba cuanto mucho gritaría un "¿Todo bien?" o "Ya estoy de vuelta" y ellos, sin dejar de jugar, dirían que bueno o que sí, cualquier cosa que se les ocurriera en el momento. Cuando el director levantó la mano, el nombre de su padre brillaba en fresca tinta negra: Ricardo Diego Alvarez.

En un impulso, la maestra manoteó el abrecartas del escritorio. Era plateado y con un jinete en un extremo; con el otro, de punta angosta y afilada, ella tocó el papel y trazó un círculo encerrando la palabra recivir.

‑ Con b larga, director.

Lucía salió del despacho. Aún escuchaba el sonido del abrecartas que había golpeado el vidrio del escritorio mientras subía las escaleras hasta la habitación de sus padres. Se distrajo con el cuadro de una foto familiar. Estaban en el mar. Diego upa de su mamá y ella de su papá, con la malla a cuadros que siempre le había gustado. Le encantaba esa foto. Había sido tan lindo ese viaje... Fue el año en que su mamá cumplió cuarenta. ¿Cómo olvidarse de eso? Su papá lo decía a cada rato: No la hagan renegar a tu madre que ya es una cuarentona. También le gustaba porque ella tenía el pelo más rubio, con flequillo y porque estaba bronceada. Limpió el vidrio del cuadro con la mano y siguió camino. Iba repasando mentalmente el aula: el escritorio de la maestra era el modular que estaba debajo del espejo y el espejo, era el pizarrón. Cuando llegó a la habitación, era tal el griterío en el salón que se detuvo de golpe. Se paró decidida y aplaudiendo rápido e insistentemente, pidió silencio. ‑‑¡Silencio en el aula! ‑había dicho mirando a la pared, pero se le ocurrió que sería mejor que los alumnos estuvieran donde estaba la cama. Entran treinta bancos acomodados en tres filas, pensó. ¿Treinta dividido tres? ..., Lucía se rascó la cabeza. Es así, se dijo, trabajo de maestra...piojo en la cabeza. ¿No rima? Bueno, siguió. Diez por fila, entonces.

‑¡Qué encierro, Chicos! ‑interrumpió el silencio que había logrado y se acercó a la ventana. Sostuvo las cortinas con un lazo bordó y después de levantar la persiana, abrió la puerta que daba al balcón. Diego la estaba mirando desde el patio. Ella sacudió la mano como espantándolo. Inhaló aire frío y sabiendo que de su cuerpo saldría tibio, acercó las manos a la boca. Una parte del vidrio se había empañado. Lucía pasó la manga y se encontró con el reflejo de su cara. Acomodó el pelo para un costado; mejor que ahora no tenía flequillo, le quedaba bien cuando era chiquita... Perdió su imagen en el vidrio y apareció Diego otra vez, firme en el patio: ‑¡Salí Diego! ‑insistió apretando el puño.

‑¿Qué dijo, señorita? ‑la voz de un alumno la interrumpió.

Ella tosió y mirando el reloj de Barbie dijo que eran las once y veinte. ‑Clase de lengua, chicos, -se dirigió a sus alumnos caminando hacia el pizarrón. Sobre el perchero, Lucía vio el deshabillé de su mamá. Me olvidaba el guardapolvo, pensó la docente y se acercó a buscarlo. Lucía notó la transparencia de la tela y que las mangas terminaban con unas cuantas flores bordadas con hilos blancos. Ni un botón tiene de guardapolvo, se avivó la maestra mientras Lucía pasaba un brazo por la manga. Acomodó las hombreras. El escote llegaba a su ombligo y de una faja de encaje caían dos lazos. La tela llegaba a los pies y tocaba al piso. Lucía estaba envuelta en transparencia. Olía a mujer, también a su mamá. ‑¿Hicieron la tarea? ‑preguntó la maestra caminando hacia el pizarrón, pero dirigiendo la mirada a la cama, a los bancos, a los alumnos. Por debajo del acolchado se asomaban unos zapatos rojos. Lucía se sentó y, sin bajar la mirada, tocó un zapato. Sintió la felpa de la gamuza cerca del taco y en el empeine, otra textura. Miró para abajo y confirmó que la punta era de charol. ¿Los alumnos?, pensó. ‑¡Hora libre! ‑respondió.  Aún sentada en la cama, se puso los zapatos. Cuando se paró, encontró las cosas mucho más lejos de ella. Levantó un pie, quizás de más, no sabía calcular la distancia entre el taco aguja y el piso. Terminó el primer paso con poca elegancia y hasta necesitó abrir los brazos para no perder el equilibrio. El pizarrón pasó a ser espejo o mejor, el espejo dejó de ser pizarrón. Lucía se vio sonreír. La maestra se dio vuelta y pidió silencio una vez más. Después, se volvió contra el pizarrón, agarró una tiza del modular e hizo que escribía: Lengua. Labios, pensó Lucía y advirtió que entre sus dedos tenía un lápiz labial. Estaba por abrirlo cuando una alumna le gritó: ‑¡¿Vamos a seguir con análisis sintáctico, Seño?! ‑lo cerró de golpe y se dio vuelta otra vez: ‑¿Quién preguntó eso? ‑la maestra recorrió con la mirada banco por banco. ‑¿Usted fue, Bracalenti? ‑la maestra buscó los bolsillos del guardapolvo. Lucía siguió con la mano el lazo de encaje que caía del deshabillé. Bracalenti miró los labios de la maestra y sonrió. Lucía se los tocó. ¿Había llegado a pintárselos?  La maestra pensó en cambiarla de banco ¿Qué se cree esa chiquita?, ¿Cómo se atreve? ¡Interrumpir a la docente con una pregunta inoportuna y después... sonreír, así como...como si yo... ¡Qué infantil! ‑¡Se queda sin recreo, ¿me escuchó?! ‑eso último fue lo único que la maestra dijo en voz alta. Un niño del primer banco la miró asustado. La maestra pidió que leyeran la página treinta y tres del libro. Como los treinta bancos en las tres filas más tres, se le ocurrió a Lucía. La edad de Cristo, también podría ser, agregó la maestra mientras se sentaba. Con la punta de los pies, Lucia dibujó un corazón en el piso. Sacudió los zapatos e imaginó que lo salpicaba con un poco de rojo. El salón estaba en silencio. Como se dice en la jerga escolar, no volaba una mosca. Golpearon la puerta. La maestra arrastró la planta del pie limpiando unas cuantas veces el piso. Diego ya había entrado en el salón.

‑ ¿Qué estás haciendo, Lucia? ‑le miró los pies.

Los zapatos, pensó ella y se apuró a esconderlos debajo del escritorio.

‑¿Llegó mamá?

‑No. ‑Diego estiraba el cuello para llegar a ver un poco más.

‑¿Te acordás que vos me dijiste eso de la regla remotectnica una vez? ‑ Lucia se limpió los labios después de hablar.

‑Mnemotécnica ‑aclaró Diego. 

‑Eso ‑dijo Lucía mientras estiraba los pies lo más que podía‑. Estaba inventando una para acordarme de mi documento. Es así: el día que se comen los ñoquis, para los dos primeros dígitos ‑Lucia se sacó el zapato de un pie empujándolo con el otro‑. Para los tres del medio, la edad de mamá: la que tiene ahora más uno‑, y para los tres últimos, los años que a mí me gustaría vivir: trescientos treinta y tres. ¿Qué tal? ‑ dijo terminado de sacarse los zapatos.

‑Lo de los ñoquis está bueno pero lo de los años de mamá no tanto porque cambian...

‑Ah, claro. Si... ‑Lucia aprovechó para sacarse el deshabillé‑. ¿Querés que juguemos al "quién es quién"? Está en mi pieza. -tiró del brazo de su hermano y lo hizo caminar‑ Lo buscamos y nos vamos a jugar al patio, ¿dale?