Es uno de los mejores álbumes de esa gloria del comic llamada Astérix. En Los laureles del César, una cena en la opulenta casa de Homeopátix termina mal cuando su cuñado, el jefe Abraracúrcix, se excede junto a Obélix en la ingesta alcohólica y termina fanfarroneando que en la próxima cena le servirá a ese pariente presumido un guiso cocinado con los laureles de Julio César. Astérix y su gordo amigo ("¿Gordo? ¿Cuál gordo?") tendrán que salir en semejante misión, y en Roma deberán hacerse pasar por esclavos, unos esclavos que, al provenir de la afamada Casa Tifus, son considerados "objetos delicados". Todo termina como suelen terminar las aventuras de esos galos majaretas (por Tutatis), con un gran banquete y el bardo Asurancetúrix bien amordazado. Pero eso de los objetos delicados queda rebotando en el marulo.

El gran ilustrador argentino Costhanzo supo reflejar una punta del asunto en una viñeta que muestra a un gourmet paladeando un disco de vinilo en un restaurante sonoro, mientras por la ventana se ve en la vereda de enfrente un cartel de MP3 con una sospechosa M amarilla. Datos, no opinión: para que el archivo sea pequeño, portable y transmisible (hola, sistemas peer-to-peer, eso que parecía moderno y hoy es una antigualla), la compresión elimina frecuencias "que no están siendo usadas". Pero la música es sonido y silencio, lugares ocupados y lugares que no, frecuencias que no "estarán ocupadas" pero en ese aportar espacio cumplen un rol importante. Apretujar todo en una cajita tiene consecuencias.

Entonces, un dato objetivo, no solo parrafadas poéticas sobre la "calidez y profundidad" del sonido de vinilo, que tienen más que ver con el terreno de las sensaciones subjetivas -más de una vez intoxicadas- que de lo técnico. Lo analógico suena mejor porque está el panorama completo, no un sucedáneo tijereteado.

Pero esto, claro, llevó a ciertos excesos. Cuando lo que siempre fue un disco se convirtió en vinilo, las cosas empezaron a desviarse. No es un juicio de valor: el mundo evoluciona, la vida hoy es completamente diferente a los '70 y '80, no sería lógico que el modo de consumo fuera el mismo. Además, hay que empezar por el agradecimiento de que el formato haya resucitado. Más allá del sonido está el rito, una forma de relación con la música que sí es de otra era, porque insume otro tiempo y va a contramano de una época en que todo debe ser audiovisual, cosas en movimiento, invitaciones al click. Tampoco es un juicio de valor: es lo que es. No es la manera de escuchar lo que nos mejora la vida, es la música que escuchamos.

Pero algunos fundamentalistas llevan la experiencia del vinilo casi al terreno de lo esotérico. El cuidado del disco como ciencia y como credo, la manipulación del objeto como quien pone sus indignos dedos sobre un Da Vinci redescubierto y frágil (y la industria se encarga de ponerle un precio acorde). Un Objeto Delicado de Casa Tifus. 

La discoteca de esta casa es la misma que arrancó a mediados de los '70. Cuando el canto de las sirenas noventeras dijo que había que tirar todos los discos porque había llegado el CD, uno se resistió, guardó en el baúl porque era imposible malvender o tirar esas incipientes piezas de museo. No se tiran pedazos de vida así como así. Bien ingresados en el siglo XXI, basta tomar un disco para recordar de inmediato cómo llegó hasta aquí y ahora, la mañana soleada de sábado del siglo pasado en el barrio de Flores, el recorrido por Alex y la 43 y Cesar Po, hacer rendir los mangos duramente ahorrados. Un DeLorean mental difícil de encontrar en una app.

Cuando éramos jóvenes los discos eran pesado montón apretado bajo el brazo, yendo a la casa de tus mejores amigos a compartir conocimientos, nuestras playlists de carne y hueso en vivo y en directo. Los discos se trasladaban, se baqueteaban, se sumaban a muchas otras ceremonias idénticas a la hogareña pero compartidas. No eran un objeto sagrado, eran nuestro vehículo a una cultura y una forma de vida que fuera nuestra. Una de las reglas de oro era que si le rayabas el disco a un amigo se lo reemplazabas, y en esta discoteca hay un Jazz de Queen que fue de una persona muy querida que ya no está. Y cada vez que salta "Dead on time" -que lo rayaste vos porque pusiste la púa así nomás, porque no era un Objeto Delicado de Casa Tifus-, aquel amigo que se fue tan joven vuelve a estar acá.

¿No cuidábamos los discos? Sí, los cuidábamos, pero lo reverencial quizás estaba más en el acto en vivo, en esos recitales donde se ponía el cuerpo para que lo recorriera la especial electricidad de ver guitarra, bajo, batería y micrófono en acción, sangre y sudor, las luces indicando un camino que no era el de nuestros mayores. Músicos en movimiento, contagiando. Los discos estaban ahí para ser friccionados, no había sanmartines para reemplazar el Winco por una Lenco o una Technics, los económicos simples 45 RPM se desparramaban por el cuarto y a veces perdían el sobrecito naranja de CBS o el negro con festones de EMI. Ninguno de esos sellos sobrevivió, nosotros todavía andamos por acá.

Y es curioso. La feliz resurrección del plástico negro trajo una ola de reediciones (oh no, otra vez a comprar lo mismo; oh sí, la felicidad de volver a escuchar lo mismo) y discos de hoy en el sagrado formato. Pero resulta que te comprás un disco 180 gramos hi tech y un par de meses después le aparecen ruiditos, un saltito, un punto disruptivo allí donde no debería haberlo, allí donde no lo tienen discos con 40 años de antigüedad sometidos a baqueteos aún más intensos. Algunos discos del siglo XXI sí son Objetos Delicados de Casa Tifus. ¿Cuántas, pero cuántas veces pusiste ese ejemplar de Los niños que escriben en el cielo de Spinetta Jade desde que te lo compraste un sábado nublado de 1981? Y la querible edición de Ratón Finta, muy lejos de acusar 180 gramos en balanza, sigue girando de "Moviola" a "Nunca me oíste en tiempo" sin un salto, sin fritanga ni pasajes rayados. 

(Un recuerdo traumático de infancia: en la discoteca materna había un disco de Matt Monro en castellano. En "Libre", Monro entraba en loop con "Quieeero que estés a mi laadooo, más nunca dudannn... aadooo más nunca dudannn... aadooo más nunca dudannn...". En las escasísimas veces que vuelvo a escucharlo en otro soporte, me molesta profundamente que el loop no exista , que el inclasificable Matt siga cantando como si nada)

Pero a fin de cuentas todos, los dueños de Objetos Delicados de Casa Tifus y los que siguen tratando al disco como disco y no como totem, todos somos lo mismo: patrullas perdidas que se aferran a un pedazo de plástico en la era virtual, una era de nada delicados conteos estratosféricos de reproducciones en YouTube y playlists de icono verde y nuevos contratos de discográficas con el viejo reparto miserable a los autores de canciones. Y cláusulas siglo XXI que obligan a las nuevas estrellas pop a producir TikToks divertidos y viralizables. Sobre todo, casi exclusivamente las estrellas femeninas, que deben ser instagrameables, bien maquilladas, lookeadas, potras delgaditas: que será la era post MeToo pero en la industria no comen vidrio.

Por ahí, por sobre todo, anda la música. Habrá que decir una vez más que, más allá de las consideraciones y berretines sobre la calidad del sonido, el acceso a un gigantesco banco de canciones por una módica suscripción mensual, o nada con publicidades, siempre es algo positivo. Se oirán en tiempo, fuera de tiempo, adelantándose al tiempo, no importa, siempre se está a tiempo: toda la música que cuelga suena por ti. Y el formato al cabo es un matiz. 

En semejante carta kilométrica, entonces, cada cual disfrutará el sabor que le plazca. Sea una picadita al pasar o algo tan delicioso como un buen guiso cocinado con los laureles del César. Por Tutatis.