El bar
(España/Argentina, 2017)
Dirección: Alex de la Iglesia.
Guión: Alex de la Iglesia, Jorge Guerricaechevarría.
Fotografía: Angel Amorós.
Música: Carlos Riera, Joan Valent.
Montaje: Domingo González.
Reparto: Blanca Suárez, Mario Casas, Secun de la Rosa, Carmen Machi, Jaime Ordóñez, Terele Pávez, Joaquín Climent, Alejandro Awada, Jordi Aguilar, Diego Braguinsky, Mamen García.
Distribuidora: Buena Vista.
Duración: 98 minutos.
Salas: Cines Del Centro, Showcase, Village.
8 (ocho) puntos.
Mi gran noche y El bar pueden pensarse como una unidad, de reiteración temática y variación formal. No casualmente son las dos más recientes películas de Alex de la Iglesia, y funcionan a la manera de un ejercicio expansivo e intensivo. En las dos, la preeminencia del espacio cerrado aparece como el escenario donde asumir el conflicto y encontrar la resolución. Delimitación que habrá de volver a los personajes contra ellos mismos, de manera social y también individual.
En el caso de Mi gran noche, el drama se circunscribía al interior de un estudio televisivo, con el brillo magnético de Raphael. Varias historias ocurrían a la vez, con la posibilidad concedida de ver el (caótico) afuera, si bien bajo la condición de volver a ese adentro cada vez más irrespirable. Una construcción espacial de capas narrativas superpuestas, con encuadres más abiertos, permiten a Mi gran noche disparar dardos de hipérbole pero sin la suerte de escapar de ese lodazal, a raíz de empresarios y factótums sin escrúpulos. Una película que es un festín.
A partir del contraste formal, El bar encuentra una reiteración todavía más agobiante, porque una vez dentro del recinto, los planos serán siempre más cerrados, el aire comenzará a escasear, surgen ataques de pánico, y poco o nada se sabrá de ese afuera que, evidentemente, permanece alelado, frente a pantallas y pantallitas. Así como en Los crímenes de Oxford, De la Iglesia ensaya con El bar un prólogo semejante, en forma de plano secuencia: todos los personajes conviven en el travelling que se pasea por la calle, para que una vez en el bar pueda el montaje comenzar a deconstruir y reformular el espacio, así como a resquebrajar los comportamientos de todos y cada uno de ellos.
Una vez situados entre las cuatro paredes, con espejos que replican y el temor instalado en ser vistos y no saber por quién o quiénes, El bar se decide por un recorrido de inmersión, a partir del cual la dirección espacial de la acción será hacia abajo. Si el film comienza en pleno día, la luz variará de intensidad hasta alcanzar las sombras más profundas. Podría decirse, en este sentido, que el planteo fotográfico no está nada lejos de un ánimo expresionista, capaz de tocar las fibras más inconfesables.
Los planos serán siempre más cerrados, el aire escasea, surgen ataques de pánico, y poco o nada se sabrá de ese afuera.
Debe ser este, quizás, uno de los motivos por los cuales el realizador español supo referir su atracción por la historieta El eternauta. En El bar, de hecho, hay una cita que puede decirse es explícita para el lector familiarizado con la obra de Oesterheld, en donde la inmovilidad y silencio repentinos asaltan por sorpresa. En este nuevo estado de cosas, en donde las reglas se han debilitado o desaparecido, deberán decidir los protagonistas. El forzamiento decisor ante lo inimaginable se convierte también en un descubrimiento, en una caída del velo que oculta, dada la revelación que significa la construcción falsaria que de la realidad los medios de comunicación promueven, con la policía como su garante: mundo de espectáculo canallesco que el cineasta ya plasmara en La chispa de la vida.
De esta manera, De la Iglesia hace comulgar preocupaciones que son también un diálogo con otros films, desde El ángel exterminador, de Luis Buñuel, a Sobreviven, de John Carpenter. En el caso del primero, la reunión forzada, con lo indecible como límite a franquear; en el segundo, por la revelación violenta de cuáles son los piolines que hacen bailar a las marionetas, más el corolario de saberse una de ellas. Camino de develación que es también interior, en tanto desnudamiento de lo que esconden el buen vestir y las buenas maneras. La misma división de clases sabrá (aparentemente) caer durante el conflicto, mientras un fantasma no demasiado definido ‑como los Ellos de El eternauta‑ entreteje una trama de simulación televisada.
Como flor expresiva de todo el asunto, asoma el personaje de Elena (Blanca Suárez), a partir de una impostura que luego será postura. Ella es el anverso y reverso del film, en tanto mujer de lugar social que parece definido, tan brillante como el día que inicia, pero con la turbulencia que indica la indecisión afectiva. Tal vez, todo lo que sucede no sea más que lo que a ella le pasa. Ella, en suma, como el pulso motor de este relato, en tanto otro capítulo ejemplar para la dupla creativa que De la Iglesia y el guionista Jorge Guerricaechevarría conforman.