En un intento por subsanar lo que consideró un saqueo, un montañista que acompañó la expedición que extrajo a los Niños de Llullaillaco en junio de 1999, caminó tres días y dos noches a “modo de peregrinaje”, para dar aviso a las autoridades de lo que estaba ocurriendo en la cima del Volcán Lullaillaco, en la Puna salteña.
Llegó deshidratado y en muy mal estado a Socompa, en el límite entre Salta y Chile. Unos gendarmes lo divisaron desde lejos. Pero no tenían recursos para rescatarlo y pidieron la ayuda a carabineros chilenos, que lograron socorrerlo. Ahí mismo hizo la denuncia: una expedición liderada por referentes de la National Geographic habían desenterrado y extraído los cuerpos de dos niñas y un niño del Santuario Sagrado más alto del mundo.
La sensación de culpa acompañó a Alejandro Lewis hasta agosto de 2004, cuando lo encontró la muerte en otra de las montañas más altas de Latinoamérica, el volcán Sajama, ubicado en Bolivia, a más de 6.500 metros sobre el nivel del mar. El Museo de Arqueología de Alta Montaña (MAAM) hacía su presentación oficial casi un mes después para abrir sus puertas al público en noviembre de ese año. Tres años más tarde se exhibían las dos niñas y el niño para “deleite” (a decir de algunos ex legisladores salteños) de quienes quisieran visitar el Museo.
“Ahora que pasaron los 100 días puedo hablar”, comienza la carta que Lewis habría enviado a la Legislatura de Salta el 10 de septiembre de 1999. Las palabras del montañista hace 23 años clarifican el “pacto de silencio” denunciado por la antropóloga Blanca Lescano, quien fue (y sigue siendo) una de las críticas de aquel entonces ante la expedición extractora.
“En la misma montaña, en el campamento base, muy cerca de un antiguo cementerio y con la excusa de realizar el documental –quizás para que sea más creíble-, se manipuló con total desidia restos humanos que desenterraron y mostraron para ser filmados”, denuncia el escrito de Lewis fechado hace 23 años, al que accedió Salta/12.
A esta carta y una más en poder de quien fuera en aquel momento su compañera, se le suman en esta nota los relatos del hermano de Alejandro, Carlos Lewis, y de su amigo Ramiro Ragno.
“Lo conocían como ‘El Dalai’”
“Alejandro era un montañista con un aura muy mística. Lo conocían como el Dalai”, dijo Carlos Lewis al recordar a su hermano más chico. Alejandro se había iniciado como montañista cuando tenía 14 años. Tanto su hermano como su amigo Ramiro consideraron que tenía una capacidad natural para moverse en la montaña con seguridad.
Cuando le llegó la oportunidad de subir en una expedición comandada por la National Geographic en su calidad de conocedor de la montaña se sintió orgulloso, según surge de una de las cartas. “Me fue increíble ser convocado por la National Geographic Society (NGS) para formar parte del proyecto arqueológico ‘Santuarios de Altura’, donde ascenderíamos el Volcán Quewar y Llullaillaco, en la Puna Salteña. Cómo negarme, si el sueño se hizo realidad (crecí admirando e incorporando los documentales de la N.G.S)”, cuenta la carta que conservó su ex compañera y a la que este medio también accedió.
“Él tenía 26 o 27 años”, recordó su hermano al momento de destacar que Alejandro “siempre tuvo un compromiso muy fuerte con las comunidades” indígenas. “Nunca imaginó la magnitud” de lo que se iba a hacer. Al bajar de aquella expedición y contar sus primeras impresiones, Carlos le señaló que había sido muy ingenuo y “él (por Alejandro) se sintió muy mal por ese saqueo, como él decía que sentía que había sido”.
“Lo conozco porque él empezó a estudiar Agronomía en la UNSa (Universidad Nacional de Salta) y yo Recursos Naturales. Inmediatamente tuvimos afinidad y me sumó a un club de montaña y empecé a caminar en la montaña. Teníamos 17 y 18 años”, recordó Ragno. Describió a Alejandro como alguien “muy sensible, transparente, cargado de buenas intenciones. No tenía nada de maldad ni escondía nada. El podía mudarse y su muda era una mochila. Vivía el día y decidía ser inmaterial…Y tenía muchísimo respeto, admiración y era amante de la cultura andina así que leía mucho y podía estar conviviendo con las comunidades. El era un idealista”.
“Era muy coherente con la vida. Trataba de no dejar rastros o basuras (mientras caminaba en la montaña) y decía que había que cuidar a la Pacha. Donde veía que había algo energético hacía su apacheta. Y tenía su momento de silencio y comunión con la montaña o la naturaleza”, recordó Ragno.
Un “rescate” o un “ultraje”
Según relataron quienes estuvieron en el momento en el ascenso al Volcán Llullaillaco, incluido Alejandro, un chamán que integraba la expedición, Arcadio Mamaní (de Perú), estuvo “en cuatro patas olfateando el lugar donde podían estar las 'momias'”, detalló Carlos, quien hace un mes empezó a escribir lo que pudo recontruir de aquel momento.
“Cuando el Ale ve que estaba siendo cómplice de una expedición que escarbaba y cuando encuentran los niños él les dice que había que avisar a la comunidad, y a Mirta Santoni, quien en ese momento era directora del Museo de Antropología de Salta (MAS)”, contó Ragno rememorando el relato de su amigo. Es así que cuando al expedicionario arrepentido “le cae la ficha, camina tres días y dos noches hasta Socompa”, un recorrido de 80 kilómetros en pleno junio, en medio del frío y la nieve. “Llegó desfalleciente hasta Socompa, lo rescatan y hace la denuncia".
“A tal punto fue mi malestar y desilusión que inventé excusas para huir del escenario del saqueo feroz que hacíamos en el Santuario más alto del mundo”, afirma en de sus cartas Alejandro Lewis. “Tuve que asumir mi determinación y caminar a modo de peregrinaje, cargando mi mochila y convicción, 80 kilómetros aproximadamente desde la cima del Llullaillaco hasta la localidad fronteriza de Socompa en la inmensidad de la Puna. Fueron dos días de caminar solitario y dejar en cada paso (a modo de lastre), parte de complicidad cultural y ganar el alivio de la conciencia. Lo que tardé en llegar a la ciudad de Salta desde Socompa fue el tiempo que tuvieron los camarógrafos de la NGS (National Geographic Society) en llegar desde California! Fui convocado, nuevamente, para llevarlos hasta el escenario del saqueo y documentar el ‘magnífico rescate’”.
La carta sigue: “Allí estaban –al pie del Volcán-, en el campamento base, a 4500 metros cerca de un cementerio indígena, los trofeos ‘rescatados’ del Santuario a 6.700 metros de altura: tres cuerpos humanos, con sus ofrendas de incalculable valor económico, sin el contexto mágico, deshecho por la ambición y pretexto científico que justificó el ultraje a un sitio sagrado. Dispuestos para las fotos exhibición y morbo occidental”.
Ofrenda y muerte
Al volver al Volcán, según la reconstrucción que hicieron quienes pudieron dar testimonio de lo vivido por Alejandro en la montaña en esos días de la expedición, Mamaní lo invitó a realizar un ritual para pedir perdón a la montaña por la extracción de las niñas y el niño de Llullaillaco.
“Después de la muerte del Ale y al hablar con maestros espirituales interpretamos que en ese acto hubo algo más que un pedido de perdón”, dijo Ragno, entendiendo que en ese pedido pudo ser ofrendado el mismo Alejandro.
Cuatro años después, en agosto de 2004, cuando se disponía a escalar el volcán Sajama en Bolivia, quienes lo acompañaban en la caminata le advirtieron que las condiciones climatológicas no eran las mejores para subir. Pero Alejandro rechazó las recomendaciones y le dijo a una de sus amigas -según el relato rescatado por su hermano-: “la montaña tiene cosas que decirme que los vivos no escuchan”.
Alejandro escaló y como no volvía, empezaron a buscarlo. Integrantes de comunidades indígenas de Sajama lo buscaron y encontraron el cuerpo a más de 6 mil metros de altura. A Carlos le comunicaron el 20 de agosto de aquel año que su hermano estaba desaparecido. Luego le avisaron que lo habían encontrado muerto. Carlos se encargó de repatriar el cuerpo. “Pero la comunidad Carangas que vive al pie del Volcán no dejó que se lo traslade hasta hacerle el velorio en la Iglesia del lugar, conocida como la ‘Capilla Sixtina’ de la Puna”, contó. Afirmó que las heridas que encontró en Alejandro a su entender fueron probable consecuencia de haber saltado.
Decir sin ser escuchado
“Es fácil hablar, en conferencias académicas, relatando lo sucedido. Investigando para llegar a conclusiones que justifiquen el hallazgo. Lo difícil es vivir cada día en los páramos de las montañas –ahora vacías-, con temor al caos provocado por el ultraje a las creencias y a la cultura Andina”, dice la carta en la que Alejandro se puso a disposición de las autoridades provinciales para elaborar un proyecto de ley que evitara futuros saqueos, iniciativa que, entendió, debía ser consensuada con distintas organizaciones.
De los relatos de Ragno surge que Alejandro fue a más de una conferencia del líder de la expedición, el antropólogo estadounidense Johan Reinhard, para confrontar la versión oficial sobre lo acontecido en la expedición. Incluso su compañera en aquellos años le ayudó a traducir las cartas al inglés, y las subió a una página que tenía. Pero no logró que lo escucharan.
“Pido perdón a los habitantes de Tolar Grande. Me avergüenzo de lo sucedido. Admiro la actitud humilde de los habitantes andinos de pedir perdón por el daño que le hicimos a su montaña sagrada. Le arrebatamos sus sacrificios. Después de la difundida expedición al Llullaillaco hubo una inusual tormenta de frío. No sobre mí, sino sobre los grupos de pobladores de esos páramos”, describió Alejandro en la carta recuperada.
“Él andaba con esa culpa inmerecida de haber sido parte de la expedición y por eso no quiso callarse”, contó Ragno al indicar que algo que le dolió a Lewis fue que la comunidad lo haya metido “en la misma bolsa” que a quienes saquearon sin más. “Eso a él le dolía en el alma. Pero arriesgó su vida por tres días para denunciar lo que pasaba, y nadie de la expedición lo acompañó”.