Esa noche se había cortado la luz en el pueblo. Nos habíamos quedado hablando en la oscuridad esperando a que volviera pero como eso no ocurría decidimos suspender el ensayo. A la salida subimos al 3cv del Flaco y arrancamos. Al llegar a la esquina del almacén de Peralta giramos con rumbo a la casa del Muñe, que venía en el asiento trasero. De pronto los faros iluminaron una figura de mujer vestida de blanco que nos hacía señas moviendo las manos y los brazos. Pará, Flaco, pará, dije yo, debe ser alguien que necesita ayuda. No, no parés, gritó el Muñe, no parés, pero el Flaco, que me daba más bola a mí que al Muñe, paró. La mujer comenzó a correr hacia nosotros llorando a los gritos, tenía un vestido largo que llegaba casi hasta el piso, ahora pienso en lo raro de que pudiera correr así sin tropezar y caerse. En la cabeza llevaba una cofia o algo parecido, también blanca, el pelo rojo en largos mechones desgreñados se bamboleaba golpeándole los hombros y las mejillas. Yo no alcanzaba a distinguir su cara, algo la ocultaba, parecía un velo que caía de la cofia. Arrancá, Flaco, arrancá, gritaba el Muñe y golpeaba el asiento delantero del Citroen con los puños, arrancá, no seas boludo, arrancá, te digo. pero ahora no es que el Flaco no quisiera darle bola, ahora el Flaco, igual que yo, estaba paralizado. El Muñe, por el contrario, no hacía más que aullar y patalear. La mujer llegó junto a nosotros, se recostó contra el capot y acercó su rostro al parabrisas con un lamento agudo y profundo, juro que no vi su cara aunque la tenía casi pegada a la mía, sólo separada por el vidrio, quizás fue por el velo, aunque ahora no podría asegurar que llevara ningún velo ni podría explicar por qué vi algunas cosas con tanto detalle en medio de la oscuridad sólo disminuida por la luz baja del auto y, en cambio, no pude distinguir su cara. Cuando notó que el Flaco, saliendo de su entumecimiento, empezaba a mover el auto se corrió hacia su derecha y comenzó a patear la puerta del conductor y a golpear la ventanilla con los puños, los gritos del Muñe se sumaron a los llantos y alaridos de la mujer y a las puteadas del Flaco, desesperado por los abollones que le iban a quedar a su amado 3cv cero kilómetro. Yo estaba mudo. A medida que avanzábamos la mujer siguió pateando y dando puñetazos a lo largo del auto. Finalmente, con gran esfuerzo del Citroen, la dejamos atrás. El Muñe se dio vuelta, creo que no nos sigue, dijo, ahora vamos a la comisaría ¿A la comisaría? ¿Te parece?, dije yo. Sí, vamos, dijo el Flaco, quiero que agarren a ese hijo de puta y que me pague los daños. No era un hijo de puta, Flaco, dijo el Muñe, era La Llorona. Má qué Llorona ni Llorona, Muñe, era un hijo de puta disfrazado ¿no le viste la careta? ¿Qué careta?, dije, yo no le vi la cara ¿tenía careta? ¿No llevaba un velo negro? No, dijo el Muñe, ni careta ni velo, era una cara horrible, yo sí la vi, tenía los ojos brillantes y la boca sin dientes redonda y oscura como un pozo sin fondo. Vamos a la comisaría, Flaco. Muñe, vos estás en pedo, dejate de joder, parecés un actor de teleteatro. Vamos a la comisaría, sí, pero para que agarren a ese hijo de puta y me pague el chapista. Recién sacado de la agencia, ¡carajo! Sí, vamos, tenés razón, Flaco, dije, poniéndome de su lado, porque él era el director del grupo de teatro que habíamos formado hacía poco y lo considerábamos el más inteligente, no iba a quedar como un cagón supersticioso y arriesgarme a perder el respeto que me había ganado a fuerza de las citas de Stanislavsky que cada tanto me inventaba aunque, la verdad, también yo pensaba en La Llorona. Todo el pueblo andaba diciendo que este invierno seguro iba a aparecer porque la última vez había sido hacía diez años y esa era la frecuencia con que salía a asustar y a maldecir a la gente ¿Y si no era una leyenda? ¿Y si era verdad y justo a nosotros nos había tocado cruzarnos con ella?

Cuando llegamos a la comisaría la encontramos cerrada. Y claro, ya eran como las dos de la mañana y el pueblo seguía sin luz, seguro los canas se habían acostado a dormir. Mientras el Flaco revisaba las abolladuras del 3cv, el Muñe y yo golpeamos la puerta con insistencia hasta que al fin apareció un milico llevando en la mano un platito de lata en el que había pegado una vela ¿Qué pasa, muchachos? Queremos hacer una denuncia, dijo el Muñe, resulta que se nos apareció La Llorona y agarró a patadas el Citroen del Flaco, dijo, señalando al Flaco que llegaba luego de revisar el auto. Mire, dijo el Flaco, yo no sé si fue La Llorona o un hijo de puta disfrazado o el diablo en persona, eso no me importa, lo que sé es que me abolló el coche a patadas y no hace ni una semana que lo saqué de la agencia, lo que quiero es que agarren a este tipo, porque para mí no es ningún fantasma, seguro que es un tipo, y que me pague el arreglo. Y… don, ojalá que sea un tipo porque si llega a ser La Llorona no creo que se lo vaya a pagar, tiene fama de no honrar sus deudas, dijo el milico. Encima me carga, murmuró el Flaco entre dientes. Pero, bueno, tranquilos, pasen muchachos, voy a llamar al oficial. Seguimos al milico que iba adelante iluminando el camino con la vela. Entramos a una salita donde nos hizo sentar. Esperen aquí.

Buenas, soy el Oficial Principal Rosales, el agente Robledo ya me explicó así que no perdamos tiempo, vamos a inspeccionar el lugar del hecho. Ustedes vayan adelante, yo y el cabo los vamos a seguir. Vos, Robledo, quedate acá cuidando el boliche.

Subimos al Citroen y partimos, el oficial Rosales y el cabo nos seguían en lo que ellos llamaban "el móvil" y nosotros el Cuartito Azul, porque era de esos Jeeps cuadrados de color azul que utilizaba la policía en esos años. Salimos. Al llegar a la esquina de Peralta giramos a la izquierda, tal como habíamos hecho antes. Justo en ese momento volvió la luz, no se veía a nadie en la calle. Bajamos. Nosotros del Citroen y ellos del Cuartito Azul. Fue aquí, justo aquí, dijo el Muñe, el Flaco miraba para todos lados, no había rastros, no había ruidos, ninguna señal. La luz de la calle parpadeó un momento y luego se estabilizó. Por acá no se ve nada, dijo Rosales, caminando con las manos en la cintura de un lado a otro. Vos, Ramírez, dijo dirigiéndose al cabo, que fuiste rastreador de vacas perdidas ¿ves algo? Ramírez se tapó la boca para disimular una sonrisa, No, mi Oficial Principal, espere, a ver, y se agachó acercando la nariz al pavimento como para olfatearlo, nada, vea, no siento nada. Bueno, muchachos, parece que no hay pisadas, ni olores, ni gritos, ni llantos ¿no salió ningún vecino, nadie escuchó a La Llorona?, dicen que llora fuerte. Nadie salió de la casa, dije yo, no sé si escucharon. Qué raro, bueno, ahora ya es tarde, no vamos a andar molestando a la gente, dijo, mañana si consiguen algún testigo, se acercan hasta la comisaría y hacen la denuncia formal así la pasamos después por escrito al juzgado de turno. Se fueron riendo y murmurando. Nosotros quedamos ahí, parados en el medio de la calle. No nos creyó, dijo el Flaco, no vale la pena hacer la denuncia. Sí, pero dejalo a este Rosales que se ría, nomás, ya van a ver lo que le va a pasar. ¿Qué? ¿qué le va a pasar? Dijo el Flaco. Ya van a ver, ya van a ver, cuando te reís de La Llorona ella seguro que te manda alguna desgracia. La desgracia la tengo yo que voy a tener que pagar el arreglo del auto y no tengo un mango.

Seguimos ensayando la obra con la firme decisión de estrenarla alguna vez. En ese tiempo hablamos poco del asunto, sólo el Muñe seguía atento a lo que pudiera pasar. El Flaco, luego de arreglar el Citroen gracias a un crédito que sacó en la Sociedad de Fomento, trataba de olvidar la cosa. Yo seguía con mis dudas, pero ya no esperaba que ocurriera nada extraordinario. Estaba todo tranquilo hasta que un día, pasado ya un año, viene el Muñe y mirándome desde atrás del mechón blanco que le apareció en el flequillo a la mañana siguiente de aquel encuentro, me dice ¿Viste lo que le pasó a Rosales, el cana ése, el que se reía de nosotros y de La Llorona? ¿Viste que te dije que La Llorona le iba a mandar una desgracia? ¿Viste? ¿Qué? ¿Qué le pasó? pregunté, y el corazón se me aceleró un poquito, se le murió la madre, dijo el Muñe, con una sonrisa burlona ¿Y cuántos años tenía la madre, Muñe? Noventa, creo.