Julio Cortázar encarna una tradición de imaginación literaria y activismo político extraordinarios. Tengo en mente aquella advertencia que hizo Pablo Neruda hace algunos años: “Cualquiera que no lea a Cortázar está condenado”. Cortázar creía que debemos ser conscientes del lenguaje que empleamos a la hora de describir el mundo, pues está plagado de significados inconscientes, historias sociales, un legado de lucha y sometimiento. Puede que el lenguaje que más claro nos resulta se acabe revelando como el más opaco, e incluso engañoso, cuando empezamos a excavar en la historia del uso que se ha hecho de él.

En una clase de literatura que impartió en 1980 en la Universidad de California, en Berkeley, universidad donde soy profesora, Cortázar le dijo a sus alumnos: “El lenguaje está ahí y es una gran maravilla y es lo que hace de nosotros seres humanos, pero ¡cuidado!, antes de utilizarlo hay que tener en cuenta la posibilidad de que nos engañe, es decir, que nosotros estemos convencidos de que estamos pensando por nuestra cuenta y en realidad el lenguaje esté un poco pensando por nosotros, utilizando estereotipos y fórmulas que vienen del fondo del tiempo y pueden estar completamente podridas”.

Y, no obstante, Cortázar no le dio nunca la espalda al lenguaje, ni a la política ni a la esperanza. Debemos cuestionarnos críticamente la manera como reproducimos en nuestro lenguaje formas de poder a las que somos contrarios, y debemos también esforzarnos por usar el lenguaje de un modo nuevo que abra una posibilidad de esperanza al mundo. “Utopía” no es una palabra fácil de usar, pero Cortázar no la rechazó: Cortázar proclamó, como saben, que Cuba era una utopía alcanzable. Y con ello otorgó esperanza a la posibilidad de materializar una igualdad radical de carácter político en este mundo. No sabía si sucedería, ni se embarcó en predicciones, pero estaba dispuesto, no obstante, a proclamar, a movilizar el acto del habla como una forma de combatir el escepticismo y el nihilismo de su época. De hecho, como es sabido, como miembro del Tribunal Rusell II, unió fuerzas con otros para condenar públicamente los crímenes cometidos por los regímenes dictatoriales de América Latina. Él no era juez, y el Tribunal Rusell II no era un tribunal de justicia, pero cuando los tribunales no cumplen con su labor, o cuando la fe en la ley se tambalea, existe aún la posibilidad de formular contundentes juicios públicos; en particular cuando la gente conviene en revisar en público las evidencias.

Como escritor, Cortázar se ganó el derecho a hablar en público, y escogió hacerlo en nombre de los subordinados, los censurados, los criminalizados por formar parte de la resistencia frente a las dictaduras, pero también de los torturados, y los desaparecidos, de aquellos cuya muerte sigue sin constar y sin el reconocimiento de los gobiernos responsables de su desaparición. El Tribunal Rusell era una alianza transnacional compuesta por personas que se arrogaron el derecho y el poder de juzgar allí donde los tribunales fracasaron o donde el sistema jurídico demostró incluso ser cómplice de los crímenes.

Hoy me gustaría hablar de la necesidad de reconocimiento público de estas pérdidas que continúan sin contar y sin llorarse. Y, para hacerlo, comenzaré con una pregunta: ¿en qué circunstancias es posible llorar una vida perdida? ¿De quiénes son las vidas que se consideran llorables en nuestro mundo público? ¿Cuáles son esas vidas que, si se pierden, no se considerarán en absoluto una pérdida? ¿Es posible que algunas de nuestras vidas se consideren llorables y otras no? Planteo estas preguntas difíciles y perturbadoras porque yo, como ustedes, me opongo a la muerte violenta, a la muerte por medio de la violencia humana; a la muerte resultado de acciones humanas, institucionales o políticas; a la muerte provocada por una negligencia sistémica por parte de los estados o por modos de gobernanza internacionales.

Si convenimos en que toda persona debería ser libre de aspirar a una vida vivible y despojada de violencia, entonces estamos aceptando que toda vida debería ser, idealmente, libre de ejercer ese derecho, y que todos aquellos que son privados de su vida por medio de la violencia son víctimas de una injusticia radical.

Sin embargo, si solo les reconocemos a ciertas vidas el derecho a aspirar una vida vivible; si solo lloramos cuando son esas las vidas que desaparecen por obra de la violencia, entonces debemos preguntarnos por qué lloramos esas vidas y otras no. Parte de lo que dice nuestro dolor –si el dolor hablase-, parte de lo que implica ese dolor, es que las vidas que se han perdido deberían haber tenido la oportunidad de vivir, de aspirar a una vida que no fuera de continuo sufrimiento y desplazamiento, sino una vida vivible, una vida que le permitiera a una persona querer la vida que le ha sido dada vivir.

Fragmento de la Conferencia impartida en la Cátedra Latinoamericana Julio Cortázar (Universidad de Guadalajara) el 26 de noviembre de 2018, y que forma parte del libro Sin miedo: Formas de resistencia a la violencia de hoy de Judith Butler que acaba de publicar Taurus.