Desde que la publicación de El lector lo lanzó al ruedo en 1995, Bernhard Schlink se convirtió en una suerte de portavoz de la primera generación de posguerra. Nacido en 1944, su literatura condensada en esa breve y potente novela que le abrió el camino de la narrativa que combina vida y concepto, existencia vital y tesis, se convertía en una abierta apelación a la generación de los alemanes adultos que habían participado directamente de la guerra, involucrados de una forma o de otra con el nazismo. Pero para mediados de la década de los 90 ya había caído el muro de Berlín y se había reunificado Alemania, así que esa situación potenció lo anterior, lo que no se puede clausurar nunca: el Holocausto, el trauma de guerra, la obsesión alemana.
“Hay nuevos puntos, nuevos temas y nuevas preguntas de cómo el resto de Europa y América convivirán con una Alemania unificada. Con la reunificación todos los alemanes se vieron llamados a preguntarse nuevamente qué significa ser alemán”, declaró en una entrevista.
Pues bien, esas preguntas, esas obsesiones que Schlink esbozaba en los albores del nuevo siglo, no se detuvieron con el éxito de El lector; Schlink siguió escribiendo novelas y cuentos formidables, siempre cautivantes, siempre estimulantes para la sensibilidad, la imaginación y la inteligencia del lector, proponiendo verdaderos dilemas morales encerrados en fábulas que implicaban todas las facetas más dramáticas del ser humano.
En castellano sus libros se fueron dando a conocer desde 1997, cuando se tradujo El lector. En libros de cuentos como Amores en fuga y Mentiras de verano pudo diversificarse, abrir el abanico de temas, personajes y generaciones. Y no resulta entonces nada sorprendente que en el último libro de cuentos que acaba de publicarse, Los colores del adiós, aquel que se erigió en portavoz de la generación de la transición al nuevo mundo, ahora, a los 78 años cumplidos, abra el juego con el siguiente párrafo, primero del primer texto:
“Están todos muertos; las mujeres a las que amé, los amigos, mi hermano y mi hermana, y por supuesto mis padres, mis tías y mis tíos. Fui a sus entierros, durante un tiempo muy a menudo porque por entonces moría la generación anterior a la mía, luego raras veces y en los últimos años de nuevo a menudo, porque la que muere ahora es mi generación”.
Y antes del fin o, mejor dicho, del adiós que preanuncia el título del volumen, se nos ofrecen unos destellos, unos matices de esos colores de una riquísima paleta. La cuestión generacional será nuevamente clave en este libro, pero ya no tanto en función de los vaivenes más bien trágicos de la Historia sino como una suma de variantes que esencialmente comprenden dos clases de vínculos: los familiares de la sangre y los que se derivan de ellos, como sucede entre el padrastro y la hija de su novia en el extraordinario “Hija querida”. De todas maneras, se puede afirmar, tratándose de Schlink, que esa marca persistente de la incomodidad siempre latente entre las generaciones (a pesar de los astutos y permanentes intentos de seducción del narrador que aquí suele representar a “la generación mayor” sobre los “menores”) simboliza esa gran incomodidad de las generaciones de padres opacos e hijos cuestionadores de la posguerra, esa Partición sin atenuantes que finalmente se erigió sin sutilezas con el gran símbolo ominoso y literal de un muro.
En el primer cuento, “Inteligencia artificial” del cual se citó el comienzo más arriba, es notable el giro de la historia que Schlink captura con coraje y cierta incorrección política: dos amigos de la ex RDA, promisorios científicos de la inteligencia artificial luego abortada por la Unión Soviética, mantienen una amistad hasta la muerte, donde el narrador oculta la traición que le infligió a su amigo cuando una vez este quiso escapar de la RDA. Así y todo, los efectos de esa traición se fueron atemperando con el tiempo y el narrador se convence de que su amigo se habría reído y habría perdonado todo de haberse enterado, hasta que en la figura de la hija del muerto aparecen en todo su esplendor los deseos de juzgar de la nueva generación. Y el narrador reflexiona amargamente acerca de la tendencia actual a adoptar las estrategias de la victimización: “Todo el mundo está en deuda con el que ha sido víctima, que no debe nada a nadie. Lena no había hecho gran cosa en la vida. Si no podía ser víctima directa de algo, quería ser al menos hija de una víctima”.
Ácido e incorrecto, este relato es quizás el mejor del libro desde la perspectiva formal que suele plantear Schlink: un “caso” -en un sentido jurídico, policial, moral- que implacablemente se va desplegando en una dirección que nunca olvida que toda vida, aún aquellas más sobre determinadas por la Historia, está hecha de un barro más frágil y contingente de lo que aparenta. Por eso la ambigüedad tiñe el final de “Picnic con Anna”, segundo cuento del volumen y ya después Schlink deja que sus lectores entren más relajadamente aunque sin perder ni pizca de intensidad, a otra dimensión de su literatura con la nouvelle “Música fraternal”, donde el reencuentro de un hombre y una mujer que se conocieron en la adolescencia y cuya relación giró en torno al hermano paralítico de ella, pueda derivar en un despliegue inusitado de “Sturm und drang”, una colosal historia de amor a tres bandas, esta vez sí, no opuesto pero sí ajeno a esas grandes tensiones generacionales mencionadas, ya que aquí se trata de un verdadero dramón entre pares generacionales. Fin de una época.
Más adelante, cuentos como el bellísimo “El verano en la isla” y los últimos y más breves y contundentes “Manchas de la edad” y “Aniversario”, hacen pensar en algo que los lectores de Schlink generalmente no pensamos: en sus lecturas, en sus autores, en sus fuentes y marcas. En estos relatos hay aires de Alberto Moravia, de Raymond Carver, que no solían aparecer (o dejarse ver) en sus cuidadas máquinas de relojería. Una conjetura, obviamente.
Los colores del adiós es un libro que va ganando gradualmente la emocionalidad del lector por encima de esa demanda de lucidez extrema que solía ser la forma de apelación más directa e inmediata por parte de Schlink, algo así como su carta de presentación. Y lo hace a fuerza de matices, de sensualidad, de incorrección y de permitirse algo de perplejidad frente a la trajinada condición humana. Y como siempre, queda la enorme felicidad de encontrarse con un escritor que entrega todo lo que tiene para decir al menos en ese momento, quizás, en cierta medida, ahora, el momento de una despedida.