En los aciagos noventa rosarinos, período extrapolable en espíritu a los veinte y treinta yankee donde surgió el subgénero, Rafael Ielpi y Gary Vila Ortiz editan en Krass Artes Plásticas una compilación de artículos y poesías dedicadas al maestro del policial duro, Raymond Chandler y su personaje más perenne, Philip Marlowe. Al libro lo denominaron Philip & Raymond. Dos homenajes, y en sus páginas se pronunció, a la par de la exquisita escritura de los autores, la “educación sentimental” que ejerció el referido motivo literario a varias generaciones de lectores y autores de nuestra ciudad.

Por ese rumbo, en los ensayos sobre literatura norteamericana, Jorge Riestra destacó la marcada relación cultural de Rosario con la ciudad de Chicago, dada sus ligazones portuarias en la comercialización de granos, pero también como lugar donde “el crimen no paga”. Un efecto transitivo de las sociedades industriales que echaron a rodar los guionistas del cine hollywoodense de la época dorada y que impactó en los otrora jóvenes lectores, como bien lo señalara Ielpi en el texto: “Leyendo cada uno por su lado -como lo hacían, por ejemplo Hugo Diz en Rosario y Carlos Alberto Moran en Santa Fe, entre otros muchos adictos- aquellas novelas donde un tipo llamado Marlowe fatigaba comisarías, juzgados, mansiones de millonarios, tugurios y garitos penumbrosos y oficinas gastadas por el polvo y el olor a encierro, donde solía encontrarse con cadáveres o con la soledad, llevando a cuestas nada más que su inclaudicable y casi extinguido código de honor…”.

Y aún antes de esos tiempos que pasaban “acodados en un boliche o en un cabaret del bajo donde cantara José Berón o actuara Rita”; al compás de una típica o de un foxtrot, el evasivo Marull, en idas y vueltas a Rosario, escribía “Una bala para Riquelme”, ganador del concurso del cuento policial de la revista Vea y Lea de la editorial Emecé, y más atrás también eran retratados los aguantaderos de Villa Manuelita en la pluma y el pincel de la pareja Rosa Wernicke-Julio Vanzo, o las parrillas de Pichincha por el “Flaco” Pla, que bien podríamos denominar, el Hammett vernáculo.

Volviendo al libro, o mejor dicho, al plano donde los autores generaron el sentido del presente artículo, nos encontramos con estas líneas de Rafael Ielpi, salientes, dada sus coexistencias con Alberto Vila Ortiz, pero también descriptivas del fermento de la época: “Creo que con Gary nos conocimos en los años iniciales de la década del sesenta: era un periodista incipiente pero un poeta ya con cierta notoriedad y un lector ávido, inteligente y lúcido... Después, supimos los dos que coincidíamos en muchas cosas: la novela negra, la poesía, el amor a la ciudad, una cierta mirada escéptica y fatalista de nuestro futuro. Y que ese Philip Marlowe había terminado –aunque era un personaje de ficción- siendo también amigo de los dos”. 

Y tanto fue así que Vila Ortiz al rememorar en las mismas páginas, su heredad a los duros, escribió: “Soy un hombre sin refugios, lo sé, alguien, en una ciudad de provincias, allá en el sur, dijo que me parecía a un Quijote, con la sonrisa leve de Bogart.”