La pandemia terminó y no terminó. Lo que es claro es que produjo una reorganización sensible y logística de nuestras vidas. Los cambios en el trabajo, en las jornadas de cuidados, en las formas de hacer palpable la interdependencia en los territorios parece no tener vuelta atrás. Las casas y los espacios comunitarios que atendieron la emergencia sienten todavía ese sacudón. También los cuerpos agotados. Pero más aún hoy, en Argentina, la prolongación de los efectos pandémicos se mide frente a una inflación que no para y una devaluación vertiginosa de los ingresos, en el marco de una coyuntura internacional signada por la guerra. Frente al cambio de titular en el Ministerio de Economía, algo sobresale: la continuidad de las restricciones impuestas por el FMI.
Mientras tanto, la precariedad se siente en el día a día -y se expresa en los esfuerzos para atajar los precios que cambian de un anuncio de TV a la mañana siguiente, en las maneras de estirar la olla y de financiar con deuda de los hogares esos aumentos-. En este contexto, la discusión del Salario Básico Universal (SBU) propone una medida para atender una extendida y heterogénea realidad de falta de ingresos o de su insuficiencia para garantizar la reproducción social.
Esa realidad es la misma que se “visibilizó” cuando once millones de personas (la mitad de la Población Económicamente Activa del país) solicitaron el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) en 2020. Aquella demanda -que sobrepasó toda estimación oficial- evidenció una reestructuración profunda de las desigualdades. Desde entonces, se discute una distinción para nombrar ese “universo”: entre quienes integran la economía popular organizada (estructurada en distintas organizaciones y cooperativas) y quienes están por fuera de esos marcos pero no logran un ingreso mínimo y pueblan el enorme campo de la precariedad. Este año fueron 7,5 millones de personas quienes cobraron el refuerzo de ingresos, actualizando la población a la cual iría dirigido el SBU. La foto de la pobreza se amplía y se hace extremadamente difícil de encuadrar en categorías uniformes y, sobre todo, incluye cada vez más “trabajadorxs pobres”.
El Salario Básico Universal retoma varios debates políticos que ya viene planteando el movimiento feminista. Básicamente expresa la necesidad de remunerar trabajos que ya se hacen y son invisibilizados. Por eso es importante la vocería de militantes y referentas que le vienen poniendo cuerpo para presentarlo como demanda feminista, para vincularlo a lo que muchas veces se sintetiza en la consigna “no es amor, es trabajo no pago”. Es un intento de articular una reivindicación común. Es un modo de no cerrar la discusión que se quiere técnica sobre déficit fiscal. Y tal vez una medida a la luz de la cual comprender qué significa que haya cada vez más trabajadorxs pobres, que las economías populares sigan sosteniendo barrios enteros, que el trabajo esencial siga siendo mayoritariamente no remunerado y feminizado. ¿Cuáles son los aportes feministas al debate y a la organización de una medida mínimamente reparatoria?
Cuidados, salario y trabajo
El SBU no es novedad, lo que es novedad es el amplio espectro de organizaciones políticas que están dando su apoyo a la iniciativa y la oportunidad de que funcione catalizando demandas en un momento crítico. El movimiento feminista viene acumulando, politizando, articulando hace tiempo la discusión sobre la remuneración del trabajo de cuidados, de un pago que retribuya la cada vez más extensa cantidad de tareas gratuitas e imprescindibles y, al mismo tiempo, alertando sobre la necesidad de expansión de servicios públicos que aseguren la resdistrubución de estas tareas.
De allí la importancia de discutir este proyecto en conexión con la propuesta de una Ley Integral de Cuidados, por ejemplo. Este argumento que viene del debate feminista es clave para entender qué se remunera. Al respecto señala la socióloga Eleonor Faur: “El SBU sería un excelente modo de reconocer el trabajo de cuidados no remunerado, a partir de un dispositivo universal. El desafío sería su diseño e implementación, así como los mecanismos para su actualización”.
En Argentina, la discusión sobre el SBU se acelera en un momento atravesado por cuestiones estructurales que lo implican y, a la vez, lo exceden. Podemos al menos enumerarlas, sabiendo que son hilos que se entretejen: 1) el rol de los movimientos sociales 2) una agenda redistributiva frente a años consecutivos de pérdida de ingresos y 3) la consolidación de una estructura económica en donde pocas empresas concentran la oferta de bienes demandados por esas transferencias monetarias (especialmente alimentos) y que son las mismas que fugan capitales, dolarizan sus ganancias y remarcan precios semanalmente.
Por todo esto, sobresale la importancia de no discutir al SBU como una propuesta aislada, ya que su valor se licúa rápidamente si no es acompañado de otras reparaciones y medidas que alteren la concentración descomunal del poder económico.
Crisis de ingresos y trabajo precario
Esta semana circuló también la consigna “Sin Salario Básico Universal No Hay Ni Una Menos”. ¿Qué implica enlazar, una vez más, la cuestión de las violencias machistas y la autonomía económica? Como se viene repitiendo en los paros feministas del 8 de marzo, si trabajadoras somos todas y todes, ¿cómo se desarma la estructura patriarcal y racista que traza la frontera entre trabajo visible e invisible, pago y no pago, y que el neoliberalismo no deja de extremar y aprovechar? Para salir de las violencias es necesario garantizar autonomía económica.
Dina Sánchez, secretaria general de la UTEP es una de las voces que milita la iniciativa y que no se cansa de decir por qué es una demanda feminista. “Es una demanda feminista porque las mujeres somos quienes sufrimos el desempleo y la exclusión del mercado laboral por todas las tareas de cuidado que ejercemos en nuestras casas sin ningún tipo de reconocimiento, ni simbólico ni salarial, gracias a la ola feminista y a la pandemia se logró visibilizar cuáles son las tareas de las mujeres, sobre todo en los barrios populares donde pusieron el cuerpo para ejercer esas tareas ubicando en el centro el cuidado. El SBU daría un ingreso mínimo a todas esas mujeres que cuidan y garantizan el sostenimiento de toda la sociedad”.
Como queda claro, la pandemia multiplicó nuestros trabajos pero no nuestros ingresos. De hecho, en el peor momento del bienio anterior, hubo una caída del 14% de la tasa de actividad para las mujeres jefas de hogar con niñxs y adolescentes a cargo, casi 4 puntos más que la caída de la tasa de actividad general para el mismo período. Pasada la emergencia sanitaria, la participación en el mercado laboral de las mujeres se recuperó, alcanzando incluso máximos históricos.
El debate ahora se desplaza hacia la pregunta por la forma que toma ese repunte. Si la feminización del mercado laboral es históricamente una inserción de las mujeres, lesbianas, travestis y trans en las condiciones más desfavorables y con los sueldos más bajos, ahora esa realidad se agudiza. Según un informe del Instituto de Pensamiento y Políticas Públicas sobre la situación del mercado laboral en el 1er trimestre de 2022 hay un aumento en los empleos no registrados de casi 4 puntos porcentuales.
Aun así hablamos del mundo laboral que cobra un salario. Aún peor es la realidad de las miles de mujeres que trabajan sin ingreso en los barrios populares haciendo tareas que incluyen la atención y el acompañamiento de la violencia de género, el trabajo en merenderos, en comedores, en huertas y en una infinidad de tareas que reproducen a diario la vida en los territorios de nuestro país. Son ellas quiénes, a 7 años del primer Ni Una Menos, no tienen una remuneración. Esta discusión actualiza las deudas pendientes.
Una demanda recorre asambleas
Yamile Socolovsky, secretaria de formación de la CTA de lxs Trabajadorxs, cuenta lo que debatieron la semana pasada en su Congreso extraordinario -donde se aprobó la reforma del estatuto con paridad de género: “Aprobamos por unanimidad una serie de demandas frente a esta coyuntura, crítica para los sectores populares, entre las que se incluye el reclamo de un Salario Básico Universal que asegure una asignación monetaria para todas las personas que carezcan de plena ocupación. Junto con ello, exigimos como medidas de emergencia la asignación de una suma fija a todas las personas que trabajan, a cuenta de paritarias en el caso de los sectores registrados, un aumento de jubilaciones y pensiones, la convocatoria al Consejo del Salario, y la prórroga y ampliación de la moratoria previsional. Por supuesto, en tanto estas medidas requieren financiamiento público, es necesario que se avance en la implementación de mecanismos que den sustento a la acción estatal redistributiva, a través del establecimiento de gravámenes a la renta extraordinaria de las grandes empresas y la repatriación de los capitales fugados por la especulación financiera”.
Celina Rodríguez Molina, militante feminista del Darío Santillán, Cte. Plurinacional, sostiene: “Desde las organizaciones que conformamos la Coordinadora por el Cambio Social, de la Unidad Piquetera, estamos en la calle y llamamos a la mayor unidad de lxs precarizadxs, de lxs trabajadorxs informales, de quienes hacen trabajo sin remuneración ni reconocimiento. Más allá del nombre que tenga, está claro que hay que aumentar los recursos para los movimientos sociales y hay que triplicar la plata en los hogares más precarios. Tiene que haber una política pública que garantice que la gente no se muera de hambre, que tenga derechos básicos. Mientras, cómo puede ser que los agroexportadores se siguen llenando de plata y nadie los estigmatiza”.
Desde la CTA-Autónoma, Leonor Cruz, secretaria de género y referente de Fenat de Tucumán sostiene: “El SBU es el piso de dignidad entendiendo que la primera violencia que nosotras y nosotres atravesamos en nuestros barrios es el hambre. No podemos hablar de nada más en este país si no eliminamos el hambre. Somos las mujeres y diversidades las que producimos, las que trabajamos y las que sostenemos, al contrario de lo que se plantea hoy de que no hay trabajo”.
Por esto, queda claro que no se trata de que sobra mano de obra: el problema es que hay cada vez más trabajo no pagado y que se trabaja más tiempo por menos dinero. La discusión únicamente centrada en una “vuelta” del pleno empleo disimula que hay cada vez más trabajo mal pago y no registrado, que aumentan las zonas de explotación laboral que son intensivas de mano de obra a costos bajísimos y se intensifica el trabajo reproductivo.
En ese mismo sentido, agrega Socolovsky: “No pensamos que la estructura del empleo sea inmodificable. Es preciso rediseñar la estructura productiva y laboral, discutir el modo en que se organizan, reconocen y remuneran tareas socialmente necesarias que hoy se resuelven informalmente y sin protección de derechos, y debatir la posibilidad de la reducción de la jornada laboral sin pérdida salarial. Pero en una sociedad con los niveles de informalidad que tenemos actualmente, es urgente desarrollar una política de ingresos que saque de la pobreza a millones de personas. El SBU tiene que ser un reaseguro para el bienestar de nuestra población, en el marco de un proceso de desprecarización del mundo del trabajo que debe ser abordado como un proyecto integral”.
Continúa Cruz (CTA-A): “Nosotras generamos riqueza, lo que no hace el estado es pagarnos ese trabajo que ya hacemos. En este momento donde se instala en la Argentina más que nunca el pago y el acuerdo con el FMI, la crisis la pagamos las trabajadoras y trabajadores. 7 de cada 10 de lxs chicxs viven bajo la línea de pobreza, una gran mayoría de los y las trabajadores formales viven bajo la línea de pobreza. Estamos contentxs con que esta consigna sea tomada por varios movimientos y por el movimiento feminista. Para nosotras el SBU viene a plantear la autonomía económica también para poder salir de las violencias, algo por lo que venimos militando desde el feminismo”.
El miércoles hubo más de 150 asambleas abiertas en todo el país convocadas para discutir un plan de lucha por la implementación del Salario Básico Universal (que hoy se reclama por una suma de 15 mil pesos), por el aumento por decreto del salario mínimo, vital y móvil y de las jubilaciones, entre otras demandas. La más grande, en CABA, se desarrolló en el hall de la estación de Constitución con una afluencia masiva de organizaciones de todo el arco político. El jueves hizo acciones la Coordinadora por el Cambio Social en reclamo de recursos. Para mañana sábado hay convocada una asamblea feminista para discutir el Salario Básico Universal en Jean Jaures 347.
La casa como laboratorio
Al inicio de las medidas de restricción impuestas por la pandemia, escribimos que “deuda, vivienda y trabajo” eran las claves para una agenda feminista pos-pandemia. No imaginábamos la duración del COVID-19, menos aún lo difícil que se haría hablar de un “pos”. De la huida y del desarme de lo doméstico como confinamiento impulsado por el ciclo de movilización feminista pasó a experimentarse una domesticidad intensificada y en transformación, a tener que soportar la sobrecarga de tareas de higiene y, algunas, a convivir con sus agresores. ¿Qué cambios se alojarán en el espacio doméstico? ¿Qué sucede cuando esa misma casa en la que se concentra el cuidado sanitario está asediada por deudas domésticas? ¿Cómo impacta la emergencia habitacional en las dinámicas de cuidado? ¿Bajo qué procesos los hogares devienen botines para el capital financiero y, a la vez, espacios de un continuum laboral sin pausa? ¿Qué trae de nuevo la idea de trabajo esencial en relación a esta mutación? ¿Cómo impactó la centralidad dada al espacio doméstico, lograda por los feminismos, en las políticas públicas implementadas en la emergencia? Estas preguntas siguen abiertas.
La cuarentena y sus correlatos amplifican la escena de la reproducción social. En la casa y en los espacios comunitarios también se acumulan disputas políticas que impactan incluso en la redefinición de las políticas públicas. La casa es un territorio que condensa el aterrizaje de nuevas deudas y de intensificación del trabajo (pago y no pago). Se anudan allí, -entre el comedor en la propia casa, el merendero que funciona 12 horas por día, el teletrabajo y las redes feministas-, donde históricamente el capital quiso mostrar espacios “no productivos”, formas decisivas de lo que hoy está en juego cuando se propone reconocer y remunerar un mundo del trabajo históricamente desvalorizado.