Uno de los chistes freudianos más conocidos es más o menos así: Cuando un vecino va a reclamar a otro la devolución de la tetera, éste responde “nunca me prestaste la tetera, cuando me la prestaste ya estaba rota y además ya te la devolví”.
Este modo de argumentar se hace cada vez más presente en el discurso público (es decir, publicado). El desempleo no existe, es la consecuencia de la herencia recibida y además ya ha sido superado. Este tipo de discursos es refractario al principio de contradicción y de allí su carácter enloquecedor.
Uno podría preguntarse cómo discursos tan burdamente contradictorios pueden ser convalidados en grandes públicos. Pero lo que se olvida -y en esto radican las dificultades históricas de los movimientos de izquierda para penetrar masivamente en los sectores cuyo interés se pretende representar- es que la creencia no es el resultado de una convicción racional sino, fundamentalmente, de una adhesión a lo que “se sabe”, tal como reza la publicidad de un gran diario argentino. Así, se llega a justificar la detención de una dirigente social en que “se sabe” o muchos creen que cometió uno o muchos delitos indeterminados.
El sujeto de la creencia, en la que se descansa, es el sujeto interpasivo. Uno cree porque el otro cree. Esto es lo que sabe cualquier catequista. Un creyente católico, por ejemplo, no reafirma su fe en la doctrina del primer motor inmóvil, cree porque otro cree, cree porque el sacerdote X le da muestra de su fe y la comunidad de laicos en la que se integra lo acompaña en la creencia. Y en este estatuto de la creencia no hay distinciones de ideologías. De allí la importancia de la manifestación, a la que me referí en el artículo de este diario del 23 de marzo. La manifestación, en el peor de los casos pone en cuestión la “doxa” de los medios dominantes y la convierte en “ortodoxia” que, como tal, ya implica una rebaja en el estatuto de verdad pues pasa a ser una verdad junto a otras. Dos ejemplos sirven para escenificar el poder de la manifestación. Cuando en 2010 todos los medios habían creado la verdad de sentido común de la desaparición del kirchnerismo, las masivas manifestaciones de luto dejaron lo que “se sabe” en el lugar del ridículo. La misma derrota de la doxa publicada fue propinada tras el acto cumbre de la doctrina negacionista expresada en el fallo “Muiña”. El carácter multitudinario de la manifestación impuso un rechazo legislativo unánime, aún de aquellos que supieron lucirse en una foto con el cartel “nunca más a los negocios con los derechos humanos”.
El otro que cree es el reaseguro y garantía de mi propia creencia. Por eso es tan importante entender que la manifestación de las creencias en el espacio público (nadie se manifiesta en el patio de su casa) constituye una libertad pública fundamental y precondición de la existencia de un estado democrático de derecho.
Por otra parte, mientras que el discurso científico presupone la condición hipotética de todo enunciado, cuando el discurso de poder se presenta como discurso científico, asume la variable expresada por un filósofo castrense: “la duda es la jactancia de los intelectuales”. Es que la función de estos “científicos” es la construcción de una iglesia. Por eso los economistas neoliberales o monetaristas pueden intentar vendernos trampas para capturar tigres de Bengala. En cuanto se les señala que en Argentina no hay tigres de Bengala, no se sonrojan, indican que eso demuestra su eficacia. Lo que crea creencia no es la racionalidad del enunciado sino la seguridad con la que se lo enuncia.
El problema es que estas prácticas discursivas cuando no están limitadas por reglas éticas (no me refiero a reglas morales o moralina) ponen en crisis la legitimidad de la república. Si todo vale en el proceso de autovalorización[1] de la propia persona, ninguno de los elementos de la dignidad humana se encuentra a salvo. Es la reducción de la vida humana a nuda vida, el paso de Bios a Zoé.
El proyecto neoliberal es el de la destitución subjetiva sin reglas éticas. Es, por tanto, un discurso perverso que, por un lado, pone en cuestión la idea misma de ley (en tanto igualdad y alteridad entre los sujetos a los que ella se dirige) para reemplazarla por un discurso de individuos incomunicables entre sí y homogeneizados desde el discurso de reproducción del capital en el que la providencia del mercado predestina a ganadores y perdedores.
Por eso no es extraña la aparición de prácticas de culpabilización sin hechos o la pulsión escópica perversa de la transparencia frente a la cual ninguna intimidad halla resguardo. Como en el estalinismo, la defensa de la intimidad es la manifestación de que algo se quiere ocultar. Por este motivo el discurso neoliberal está en una tensión antagónica con el discurso de la constitución y de los derechos humanos, en la que el sujeto de derecho no es el capital ni los sujetos valorizados, sino el sujeto del preámbulo, el nosotros, que puede tener posteridad, es decir que pare, que está sexuado y por ello es mortal (las amebas son eternas, como la circulación del capital).
La discusión jurídica, sin mistificaciones, entre izquierda y derecha es la discusión sobre el sujeto de la república y la democracia. Para nosotros ese sujeto, que está siempre fuera del discurso, es aquél que, como ser finito y ser en falta, sufre, cree y ama.
[1] Me remito al artículo de Jorge Alemán de este diario del 05 de junio de 2017, ¿Qué es la subjetivación neoliberal?