Ese fin de semana, un nuevo local de Farma Town se instaló en la esquina. El lunes lo inauguraron con regalitos para los clientes: un barbijo con el logo de la cadena y un alcohol en gel para cartera o mochila. La competencia para la Farmacia Conti, que estaba a cincuenta metros, amenazaba la continuidad de casi treinta años.

Graciela, con edad para jubilarse, se mantenía aún detrás del mostrador. Con la idea de vender el negocio y retirarse, un año atrás había despedido a su única empleada, con una indemnización acordada que aún estaba pagando. Como reemplazo provisorio, se había integrado el marido de Graciela. Jubilado bancario y sin actividad, Daniel se ocuparía de la administración, que antes llevaba su mujer, mientras ella se dedicaría a la atención profesional de los clientes y la negociación con droguerías y obras sociales.

Daniel pronto se comprometió con su nueva tarea. Llevaba la contabilidad, manejaba las cuentas de bancos y las tarjetas. Sentado frente a la computadora, enseguida se familiarizó con el trabajo y, una vez terminado, exploraba sobre cursos a distancia vinculados a su nuevo contexto de trabajo. En unos meses, ya había aprobado un seminario de formulación de flores de Bach, completó un taller introductorio a la medicina holística y armó carpetas con artículos sobre terapias alternativas. Los leía a todos, ávido por aprender. Pronto comenzó a hacer preparados de flores con un kit que compró por Internet. Probó los primeros con Graciela: él consideraba que ella era ansiosa y algo obsesiva. Con las gotitas, él la veía más tranquila. Graciela no las tomaba, pero no quería herir la autoestima de su marido. Al fin había logrado interesarse por algo diferente a la siesta o la TV, y no sería ella quien lo desalentara.

Daniel continuó tomando sus propios preparados –reconocía cierta falta de confianza en sí mismo- y más tarde se los dio a sus amigos, a quienes les ofrecía los frasquitos sin cobrarles. Después de un tiempo, consideró que estaba en condiciones de diagnosticar y recetar las gotas. Armó un atractivo cartel: “Sepa qué problemas emocionales lo aquejan. Aquí, terapias con Flores de Bach”. Graciela lo autorizó, con la condición de que no apareciera la palabra terapia -lo único que faltaba era que le cerraran la farmacia por ejercicio ilegal de la medicina- y que el cartel lo pusiera dentro del local, no en la vidriera.

Pronto comenzaron las consultas y se incrementaron los ingresos. Ambos se adjudicaban las buenas decisiones tomadas: haber reemplazado a la empleada por Daniel -idea de Graciela con acuerdo de su marido- y haber encarado el preparado de las flores –iniciativa de Daniel con autorización de ella-.

Tenían tantas consultas que Daniel comenzó a preparar las diluciones en su casa, trabajando por las noches. Cuando se acostaba, Graciela ya estaba dormida.

La rutina en la farmacia fue cambiando: los clientes pedían hablar con “el Doctor”. Graciela oficiaba de secretaria: los hacía pasar a la pequeña oficina, detrás del local, donde Daniel había reemplazado la mesa de computación por un coqueto escritorio. El “paciente” se sentaba frente a Daniel y respondía un cuestionario, mientras él registraba las respuestas en su computadora. A los dos días, la persona volvía por las gotas que resolverían sus miedos, calmarían su desesperación, disminuirían el estrés y eliminarían depresión y obsesiones.

El tiempo previsto para vender la farmacia y dejar de trabajar ya había transcurrido. Graciela había terminado de pagar sus deudas y los ingresos habían mejorado tanto que dudaban sobre si seguir o no con el negocio.

Los fines de semana, Daniel se la pasaba preparando las diluciones que vertía en goteros; los etiquetaba y acomodaba en cajas. Graciela ya no insistía en compartir el tiempo libre y salía sola o con sus amigas.

Daniel propuso agrandar y decorar el consultorio con acceso directo desde la calle. Graciela se opuso rotundamente.

En una semana, Graciela vio desfilar por la farmacia a un arquitecto, una diseñadora de ambientes, albañiles y yeseros, todos pacientes de Daniel.

Él tomaba con regularidad las gotas, que, por su nuevo comportamiento, eran un claro ejemplo de efectividad. Para Graciela, Daniel pensó que debía cambiar la composición de las flores para que su obstinación desapareciera. Estaba resuelto a tener su propio espacio en esa sociedad en crecimiento. Tenía claro que había sido por mérito propio y Graciela no sería el obstáculo para su desarrollo profesional. Esta vez debía ser contundente.

Esa noche, Daniel le preparó las nuevas gotitas, con el agregado de flores de Adelfa, y se las dejó sobre la mesada de la cocina, donde también estaba siempre su propio gotero.

La mañana siguiente, se levantó con mareos y dolor abdominal. Llamó a Graciela y tambaleante, a duras penas llegó al baño. No pudo mantener el equilibrio y cayó, desvanecido, ahogado en un vómito negro.

Graciela, sentada en la cocina, se cebó otro mate.

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