El desconsuelo es una tristeza obstinada que golpea en el alma. La crítica y la ficción no eran ejercicios diferentes para Sylvia Molloy, que murió a los 83 años en Nueva York. Aunque desde 1968 vivía en Estados Unidos, donde se desempeñó como catedrática de literatura latinoamericana y comparada en las universidades de Princeton, Yale y Nueva York, su identidad trilingüe versátil tenía una columna vertebral en el español, la lengua materna, la primera que habló, mucho antes de que su padre la iniciara en el inglés. El tridente lingüístico se completaría con la llegada del francés y el estudio en París, a principios de la década del 60, y la escritura y publicación de su primera novela, En breve cárcel (1981), en la que narra el amor entre dos mujeres, texto fundamental de la literatura LGBTTIQ+, “reescritura ficcional de Un cuarto propio de Virginia Woolf, tratado sobre la espera y la desesperación”, que fue reeditada en 2019 en la Biblioteca Soy de Página/12.
Robar libros “prohibidos” por su madre -censurados por los pasajes sexuales, referencias a una violación o a la homosexualidad- fue el primer gesto de su identidad en construcción como lectora. Molloy (Buenos Aires, 19 de agosto de 1938) fue sensible tempranamente al prestigio de verse y ser vista con un libro en la mano. “Como aquellos cuadros renacentistas donde el sujeto aparece con un objeto que señala su profesión, suerte de metonimia que lo prolonga y lo significa –el médico con su bisturí, el pintor con su pincel, el cazador con su carabina– me imaginaba siempre retratada con un libro y lo sigo haciendo”, dijo la escritora en una entrevista con este diario, cuando publicó los ensayos que integran Citas de lectura (Ampersand).
La gota de bromo que le quemó el dorso de la mano derecha era una ínfima rayita que le quedó de la guerra que perdió con la carrera de Química, durante su breve paso por la Facultad de Ciencias Exactas de la Universidad de Buenos Aires. “Héctor Pozzi, jefe de trabajos prácticos, la llamó a su oficina: “Se sacó la mejor nota, Molloy, pero usted no está contenta aquí”, le dijo. Y la invitó a irse, le dio ese permiso crucial para estudiar literatura y medirse con la escritura. Su trayectoria como lectora, escritora y crítica literaria está marcada por el deseo.
En breve cárcel tuvo una reedición a cargo de Ricardo Piglia en la serie del Recienvenido del Fondo de Cultura Económica, con la que logró ingresar definitivamente al canon de la literatura argentina. Siempre contaba que cuando había terminado su primera novela y le comentó a Silvina Ocampo el título ella le dijo que no le gustaba. “Yo con ganas de matarla, aunque reconociendo que tiene derecho a que no le guste un título, me quedé callada -recordaba Molloy-. Al rato me preguntó: ‘¿cómo era el título?’ Y se lo repetí. ‘Ah, yo había entendido En breve cáncer’…, me dijo. Me dio un ataque de risa, pero me maravilló que pudiera pensar que una novela se pueda llamar En breve cáncer”.
La temática LGBTTIQ+ estuvo también en su segunda novela, El común olvido (2002), donde narra la peripecia de un académico argentino que vive en Estados Unidos y que vuelve a Buenos Aires con un proyecto de investigación que funciona como excusa para traer las cenizas de su madre. En 2010 publicó otra novela bellísima, Desarticulaciones (Eterna Cadencia), una especie de registro tan fragmentario como minucioso de una mujer que observa cómo se pulveriza la memoria de su amiga y ex pareja desde que padece Alzheimer. Molloy se movía como pez en el agua de todos los géneros, más allá de lo autobiográfico o ensayístico, como si su escritura se potenciara en un estado que se podría definir como “en tránsito” y por el hecho de vivir entre lenguas.
La escritura de Molloy no admite la simplificación de etiquetas como autobiográfica o de ficción, dos categorías que para ella eran inestables. En Desarticulaciones, como en otros libros, aparece una suerte de reservorio de palabras o expresiones en las que recupera el habla porteña de otra época, como “porrazo”, “creída”, “chúcara”, “mamarrachientos” o “a la que te criaste”, “un poco como esas voces que decía escuchar Manuel Puig cuando empezó a escribir La traición de Rita Hayworth”, comparaba la escritora, autora de los relatos de Varia imaginación, que Eterna Cadencia reeditó en abril de este año; y de celebrados ensayos como Las Letras de Borges, Acto de presencia y Poses de fin de siglo. Desbordes del género en la modernidad y Vivir entre lenguas.
Para María Moreno en Poses de fin de siglo hay una declaración radical: “que la construcción de la norma no precede sino que sucede a todo lo que la diferencia de ella”. “La construcción paranoica del género y las sexualidades es estructural y no accesoria para la nación. Lo que Molloy llama la política de la pose hace astillas el género, propone modelos de identidad en donde el deseo y la afectación se oponen a que a la traducción y reinvención local del decadentismo europeo se le quite la marca de una carnalidad capaz de vivir en los textos gratuitamente y más allá de las patrias -plantea Moreno-. Sylvia Molloy no está dispuesta a consentir que en Latinoamérica haya un primer modernismo de evasión y otro, posterior, ‘verdadero’ y americanista y desliza entre los personajes de su libro al escritor latinoamericano pulsional y/o barroco junto al escritor guajiro, el de caballería o el coloso de los modelos nacionales delirados como diagnósticos clínicos y criminilizadores”.
Molloy ocupó la cátedra Albert Schweitzer de la Universidad de Nueva York, donde fundó el programa de escritura creativa en español. Leonora Djament, directora editorial de Eterna Cadencia, confirma a Página/12 que hay textos inéditos. A fin de año se publicará Animalia, “un librito como Desarticulaciones, como Vivir entre lenguas, sobre animales” y además se editará también un libro que recopila los artículos críticos de la escritora, una autora que escribía ficción y crítica al mismo tiempo. De Borges aprendió a usar el fragmento y solía mencionar que trabajaba con “pormenores lacónicos de larga proyección”. Murió Sylvia o Molloy, como cada quien prefiera nombrarla. Cómo se la extraña... especialmente esa carcajada pícara con la que lograba eclipsar el ruido de los días.