En el segundo cajón del ropero, bien al fondo, en una caja de terciopelo rojo, está el reloj del Jefe. El viejo no tantea: estira el brazo, la alcanza en una caricia. Se sienta en la cama, pone la hora según la tele, le da cuerda y sujeta el reloj en la presilla del chaleco gris. El saco azul, con zurcidos invisibles: las polillas son implacables. La mujer saca de una caja de galletitas la gorra, rellena con bollos de papel y bolitas de naftalina.

Les quedó una lengua de terreno después de que se construyeran los barrios privados. Pieza, baño, cocina, un fondo largo de tierra que termina en el pinar, a orillas de las vías del tren. Cuando el decretazo le dijo “no va más”, el Jefe, Germán René Sevillano Bartley, tuvo un año para dejar la casa de la estación. Este lugar fue la mejor opción a su alcance.

Lleva: termo, banquito plegable y el silbato negro que a último momento encontró en la mesita de luz. Camina hasta el árbol de tronco más grueso. Establece residencia, se sienta. Espera la vuelta del tren, hace treinta y cinco años que espera. El local: Cañada de Gómez-Rosario, con paradas intermedias.

Saca el reloj del bolsillo, controla, suspira la ansiedad que le está ajustando la garganta más que la corbata. Va hasta las vías. Mira las señales del cruce, nada. Se sienta otra vez. Los pies se le enfrían, se queja de la humedad que la suela de los zapatos acordonados no logra frenar.

Saca el reloj del bolsillo, media hora de retraso. Vuelve a la vía, sin cambios. Camina entre los pinos para calentarse los pies. Impuntuales, piensa. Esto, a mí, me armaba un levantamiento de la sala de pasajeros, me llenaban el libro de quejas. ¿Y cuando los ingleses? Mi abuelo le sacaba punta al minutero para no errarle. Llena la taza enlozada con té negro, se pone un terrón de azucar en la boca, bebe, el calor le llega en un instante hasta los pies.

Saca el reloj del bolsillo, cuarenta y cinco minutos y nada. Amaga con volver a la casa a ponerse los abotinados. ¿Y si justo llega? Camina el pinar, derecho, en círculos, en ochos, no hay crepitar en la pisada, la humedad silencia. Muy arriba, un sol enrejado de bruma que nunca baja. Entre dos árboles que de tan juntos se molestan, unos hongos. Son rojos, brillantes, tienen lunares de color blanco. Se suspende, deja que el hogar encendido, su sillón, su hija Elisa de cuatro años, sus libros de cuentos, le ocupen el pecho y le aflojen los hombros. ¡Los enanitos jardineros!, estos hongos son los del cuento. Busca un alicate en el bolsillo trasero del pantalón y se alza con uno.

Saca el reloj del bolsillo, una hora de retraso. ¿Vendrán? Se sirve otra taza de té negro, deja caer dentro las esporas y las briznas de los hongos que se le prendieron a los dedos. Disfruta la bebida. Julián y Ramona, eran los enanitos del cuento; se afloja. Ayudaban a la gente del pueblo, hablaban con las plantas; se ríe.

Camina hasta las vías, las señales del cruce son un molinillo de colores al viento. Le tiembla el terraplén bajo los pies, escucha el silbido de la locomotora. El maquinista reduce la marcha para saludarlo. Un vapor rosa los envuelve; el foguista le alcanza un pedazo. Lo saborea, salta, flota sobre la máquina, cae en el carbón, se ahoga en la risa. Vuela y va, vuela y viene. Primer vagón: Evita pasa arrojando muñecas, autitos, dentaduras, máquinas de coser; corre y la toca. Segundo vagón: los militares lo apuntan; las armas se derriten después de arrojarle flores. Tercer vagón: el Peludo le alcanza su poncho y le canta ”Cielito de la Independencia”. El vagón del Correo lo llena de cartas; les grita que no sabe inglés. Se va el tren; Julian y Ramona lo tapan con el poncho, lo tironean para ponerlo de pie.

La mujer del viejo le palmea la cara. Lo arrastra hasta la vía. Se escucha el motor de la diésel en aumento. Vamos Germán, que viene el tren.