Se ven a lo lejos humaredas guerreras. Son la avanzada de niños entrando en la ciudad, cruzando los puentes. No llevan armas ni uniformes, y el humo resulta ser sus alientos en la mañana tempranera. Las viejitas que han conocido la guerra los reciben con café con leche. Ellos apenas si se detienen. Hay un remolino de flores. La perrada los iguala en número, harapos y entusiasmo. Nadie sabe qué es lo que harán. La policía ha salido a frenarlos pero resultan invisibles. Solo se dejan ver para las almas buenas y los ciegos. Han salido los finaditos por el hambre a vivarlos con pajaritos de papel. Los que los descubren se les unen. “Son habladurías del pueblo embrutecido”, dicen los que no pueden distinguirlos. Y entonces un sol radiante que ha salido de una boca de tormenta empieza a secar todas las lágrimas acumuladas de este mundo.

También corre otra versión. Los generales que se han anticipado en el terreno discurren desde una colina la historia. “Son los fuegos para las catapultas hirvientes. Son los pertrechos capturados al enemigo. Son solo los pastizales donde se refugian estos maulas. Son los huesos de los rehenes. Son las lanzas, las hondas, los escudos ardientes.” Están satisfechos. Cuando la tropa se acerca, las conjeturas se evaporan: no hay nada de eso quemándose. Y peor aun: los enemigos nunca derrotados se acercan por los flancos peligrosamente y van chocar en mayor número para destrozarlos. Llega entonces un mensajero. “¿A qué se debe el humo de nuestros guerreros?” increpa un oficial. “Es… es… el humo de eso que llaman cannabis y que por degustarlo han descuidado la defensa y olvidado el ataque”, confiesa el soldado bajando la cabeza. Los generales braman. “¡Idiotas, perdularios, malos combatientes, traidores! ¡Se han dejado engañar como hippies adictos!” Entonces los increpados huyen por los descampados.

Se sabe: cualquier vicio entorpece a la tropa, y el tabaco endiablado es el peor de ellos.

La tercera versión pertenece al mundo del deporte competitivo. Dicen que los humos de las islas son el resultado de un descuido de los dioses que debían velar por la llama olímpica mas pecaron de abandono y al dormirse derramaron su aceite y su brasa sobre los campos entrerrianos y es lo que alumbra de rojo por las noches la Villa del Rosario e inmediaciones.

Los primeros colonos y colonizadores llamaron a Tierra del Fuego de esa forma por las fogatas enormes que armaban los habitantes. Decían que eran tan primitivos que alzaban el ramaje seco porque así se defendían de los vientos helados en vez de buscar refugio en las grutas: más tarde se comprobó o se supo que eran llamadores, faros para los recién llegados, para ayudarles a que no encallen indicándoles con los fuegos los peligrosos cangrejales o rocas en los que podrían perder vida y barcos. Mitos del fuego. La carne asada, la luna sobre las llamas, el canto nocturno de los pájaros y nosotros con nuestros veinte años que nos acomodamos en un campo de Entre Ríos para pasar unos días pescando, comiendo papas asadas, tomando ginebra y fumando. 

Yo cercaba la fogata con piedras para que no se propagase; me habían enseñado eso. Estaba en plena labor de apagado casi sobre el amanecer cuando una escopeta se apoyó en mi hombro y una voz dijo que no me moviera. Un operativo militar se había llegado hasta nuestro campamento porque un gaucho a caballo había detectado nuestra presencia. “Los vi por el fuego que armaron. Este es un campo privado, señores”. Y un oficial nos anunciaba que creía éramos quienes habían avisado que tumbarían a tiros las torres de iluminación del Gigante. “Son solo unos pendejos”, dijo otro. Y nos obligaron a levantar las dos carpas e irnos custodiados como subversivos hasta donde salía la lancha. El ataque nunca ocurrió, y desde la orilla mientras caía la tarde vimos encenderse las torres, esa otra lumbre eléctrica, porque habría de empezar un partido por el Mundial 78. “¿No saben que está por jugar Argentina?” nos increpó un soldadito de rango. No podía creer que estuviéramos al margen de las hazañas futboleras y las leyendas de gloria, derechos y humanos y goleadas a un Perú entregado a la humillación de perder por seis a cero. Años más tarde, en ese mismo lugar donde acampamos se habría de gestar el maldito incendio provocado que arrasó campos, animales y dignidad. El río robado, los pastos quemados.

Más que conjeturas, leyendas, mitos y narraciones que han diseminado con artera pluma los alcahuetes escribas de terratenientes, el fuego se debe a la mano impiadosa del mundo agrario que quiere depositar en campos yermos sus animales y pretenden quemar al mundo, vaciar el río, atormentar a la flora y la fauna y desalojar aldeanos. Esta constituye la única verdad posible de esta guerra, del gran infierno que no cesa y poéticamente es el resultado de la quema de las almas valientes que intentan impedir el pastoreo artificial, la soja inmunda, la desertificación, la expulsión de toda vida más que las de las ancas de sus vacas y de sus amantes teñidas y sus esposas feas y sus hijos estudiando afuera y sus mercadeos con la salud de todos nosotros

Es, ciertamente, el humo de los hijos de puta.

“No putees”, oigo a mis espaldas. Es el Capibara Mayor, con su pipa de General de los Ejércitos Carpincheales. “El que se pone nervioso pierde en esta guerra”. Se aclara la garganta con un sorbo de ginebra que extrae de un cuerno. “Es bueno mi chifle”, anuncia. Luego entran dos lugartenientes y despliegan sobre mi mesa de trabajo un mapa hecho con corteza de sauce aplanada. “Caranchos de la Fuerza Aérea, tipo Hércules para transporte de pertrechos, los siriris aviones livianos, los flamencos aviones espías. Por el río vamos nosotros. ¿Algún voluntario para las bombas en el puerto?” Se adelantan varios a la vez. Una lágrima altiva de emoción rueda por la cara peluda del Capibara Mayor. “¡Así es como se defiende la Patria, carajo!”

Y yo, que estoy allí en carácter de escriba, le propongo imprimir la frase en modo Arial Black. Pero el héroe en cuestión me saca de escena con un No moleste, por favor. Y vaya a preparar el mate cocido para la tropa.

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