Vengo de familia tipo de clase media. Laburantes. Los que juntaron el mango sobre mango para casarse, tener hijos, poder comprar una casita, después un autito, y después hacer la ampliación de la casita. Todo modesto y a fuerza de trabajo.
Mi papá fue empleado administrativo toda la vida, un gran empleado. Un empleado perfecto. Esa rutina de ir siempre al mismo lugar, en el mismo horario durante cuarenta años, lo sostenía emocionalmente. Esa estructura lo organizaba. Mi mamá nos crió a nosotros dos y también trabajó en una escribanía, después vendió seguros, y siempre fue la que estimulaba la curiosidad, la lectura y la cultura en nuestras vidas. Ellos dos se conocieron y se enamoraron trabajando en el Instituto Nacional de Cine, en los años sesenta. Entonces, en mi casa siempre se vió cine argentino con mucha fruición, y alegría.
Mi mamá nos contaba cómo y cuándo se habían filmado esas películas. Era un hermoso ritual, ver los sábados a la noche el ciclo Función privada mientras comíamos unas pizzas que había amasado ella. De ese ciclo adorado de Canal 7 y el de todos los días a las dos de la tarde (no recuerdo su nombre), que hasta hace unos años presentó Roberto Quirno, aprendimos mucho.
Mi hermano y yo hasta el día de hoy somos muy fanáticos del cine, –nacional y de todo el mundo– gracias a ese amor que nos transmitió mi madre. Entre esas cosas que fuimos aprendiendo, haciendo, compartiendo en familia, esas cosas que te forman y te constituyen, había una costumbre de los cuatro, que era que cuando había un manguito de más, se iba al cine. Y a comer afuera. Era LA salida del mes. De noche.
Vivíamos en Ciudad Jardín, un barrio del conurbano, zona oeste, y allí había un cine (el amado Cine Teatro Helios) al que íbamos habitualmente los sábados por la tarde con un grupete de amiguitos y amiguitas. Veíamos dos películas con un intervalo de quince minutos de cartelería auspiciante, como se hacía en ese momento.
Pero LA salida era ir al Centro. A los cines de Lavalle o Avenida Santa Fe. Esa salida, sacaba de la rutina a mi padre, entusiasmaba a mi madre y nos divertía locamente a mi hermano y a mí. Recuerdo que a fines del año ’82 (yo tenía doce años) hicimos nuestra salida del mes: mis padres, mi hermano, mi primo y yo, fuimos a un cine del centro a ver el estreno de E.T., el extraterrestre, de Steven Spielberg. Nosotros ya habíamos visto Encuentros cercanos del tercer tipo (1977) y aun siendo muy chica y sin entender mucho de nada, me había llegado profundamente todo ese misterio. Y también me había dado un poco de miedo. Quedé fascinada con ese más allá. Con ese otro mundo que los terrícolas no sabíamos que existía. Las luces, el sonido, las expresiones de los adultos, las expresiones de los niños, todo era un mundo muy atractivo e indescifrable.
Entiendo ahora que quizás, esa fascinación por universos extraños sería el primer latido de mi vocación de actriz que me tomó por asalto años más tarde. Pero la cosa es que ya más grande, lo que me pasó con E.T. fue algo de otro orden: Primero que esta vez, el extraterrestre apareciera con toda su fisonomía, me mató. Esos ojos gigantes y perdidos. Melancólicos –por extrañar a sus pares– y tremendamente dulces conectando con su amigo Elliott del planeta Tierra, el modo de caminar torpe y gracioso a la vez, ese dedote largo con la lucecita en la huella digital cuando decía “ET phone home”… Todo todo todo, me parecía un acierto y una posibilidad de existencia totalmente verosímil.
Segundo, la hermanita menor interpretada con un encanto descomunal por Drew Barrimore y la relación con su hermano me encantó. Yo soy la hermana menor en mi familia y se ve que me sentí muy identificada con ella. Su inocencia y su sorpresa y sus gritos de susto y su mirar al hermano mayor para que resuelva algo... De solo recordar la imagen me saca una sonrisa.
Tercero, el mundo privado de los niños. ¡Qué belleza por favor! Ese secreto tan celosamente guardado, tan íntimo, tan importante, tan entendiendo que si ese descubrimiento inesperado pasaba a manos de los adultos, todo se iría al carajo, tal cual pasa en el film.
Y cuarto: Toda mi existencia hasta mis doce años, valió la pena para ver y sentir en el cuerpo la emoción más grande que puedan imaginar, cuando esa banda de pibitos en bicicleta remontan vuelo con la luna llena detrás para salvar la vida de ese ser diferente y adorable que había sido capaz de comunicarse casi sin palabras pero con el lenguaje universal del amor.
¿Hay acaso, otra escena en el cine de todos los tiempos que pueda provocar ese vértigo, esa ebullición en la boca del estómago, ese chispazo de esperanza demoledora de “no siempre ganan los malos” que produce ese instante de la película?
Mi respuesta es NO.
Por eso soy fan de esa peli.
Por eso cada vez que la veo vuelvo a sentir lo mismo.
Por eso creo que E.T. existe.
Por eso creo que Spielberg es uno de los mejores directores del mundo.
Y por eso las imágenes de esa película me traen de vuelta a mis padres al mundo de los vivos, en el que una vez al mes, vamos los cuatro al cine y a comer algo por ahí.
María Inés Sancerni
Actriz. Se formó con Ricardo Bartís, Augusto Fernándes y Guillermo Angelelli. Algunos de sus trabajos en teatro son: El niño argentino de M. Kartún; La escala humana, de Rafael Spregelburd, Alejandro Tantanian y Javier Daulte; Todo verde, unipersonal escrito especialmente para ella por Santiago Loza, con dirección de Pablo Seijo. Actualmente se encuentra trabajando en Lorca, el teatro bajo la arena, de Laura Paredes; Aire de montaña de Pilar Ruiz y Bodas de sangre, con dirección de Vivi Tellas.