Sabrán ustedes disculpar, queridis lectóribus, mi probable insistencia respecto de mi siglo de origen, mi “pago” (dicen que “la infancia es la patria”) y mis costumbres, hábitos y atavismos –de otros tiempos ya gugloolvidados, spotirreprimidos, wasaperimidos–. Es que la libertad de mercado necesita que todo se vuelva a comprar, incluso los propios recuerdos, neoliberalmente negados.
Quizá mi memoria no esté lo suficientemente actualizada, pero se resiste a olvidar todo eso que la formateó hace ya algunas décadas. Porque si de verdad os creéis que las actualizaciones “suman”, os equivocáis “de cabo a rabo” (centenials y milenials: ¡gugleen! o, mejor, pregunten a algún sesquicentenial el significado de esta frase).
A decir verdad, cada vez que “nos actualizamos”, descartamos “lo obsoleto”, que puede llegar a ser nuestras creencias, valores, sentidos, para que no ocupen un lugar utilizable por “lo nuevo”. Quizás no tenga nada que ver, pero no puedo dejar de recordar (uy, esta memoria mía, otra vez recordando lo que no debe) a Madame Lagarde explicando, hace pocos años, que “el problema es que la gente vive demasiado”.
La potencia de la juventud y la experiencia de la madurez podrían lograr ese “milagro” de la cooperación entre las personas, pero ¿quién lo necesita, teniendo un celu que te lo resuelve todo? No es gratis, pero sí rápido; no lo hace bien, pero sí rápido; no es profundo, pero sí rápido; no lo resuelve de verdad, pero sí…, ya saben.
Entonces, como algunas de nuestras palabras y frases, en su camino al olvido, pasaron a la papelera de reciclaje de nuestra mente, es necesario inventar otras (no creativas, pero sí rápido) para llenar ese vacío insoportable que antes se llamaba “silencio” o incluso “reflexión”.
Y aparecen expresiones, aparentemente de “milenials” (o sea, nacidos sobre el fin del siglo XX, pero ciudadanos del XXI) o de “centenials” (nacidos ya en este siglo) que configuran un nuevo idioma. Esto, en sí mismo, es plausible y diría que necesario, pero a veces tuerce sentidos y da otros que hacen que el absurdo cotidiano parezca razonable, y uno termina sintiéndose un “deteriorenial”, ya que absurdos hubo, hay y habrá siempre, pero quizás, para mantener un resto de salud mental, necesitemos percibirlos como tales.
Negar la biología, por ejemplo, es un interesante fenómeno “de época”. No creo que la biología sea "el destino” de nadie, pero sí que es “el origen”: si no nacemos, no comemos, no respiramos..., nos morimos, aunque nos autopercibamos dioses omnipotentes. Tampoco podemos volar (salvo en avión o algún otro aparato), respirar bajo el agua (salvo tanque de oxígeno, submarino u otra cosa que nos lo provea o, etc.).
La expresión “de época” en sí también es una excusa algo canalla para disimular que las cosas no las decide “la época”, sino personas muy concretas, con intenciones muy claras (que todes queramos lo que elles nos quieren vender) y poder económico y mediático suficiente como para implantar y dejar que fluyan prejuicios para todos los gustos.
Otra manera de negar la propia conciencia, la responsabilidad y hasta el propio deseo es la expresión “pintó”. O sea: los hechos ocurren sin que nadie los haya decidido, simplemente aparecen y ahí están. ¿Todo se arregla con un “pintó”?
· si un neurocirujano dice: “Tenía que ir a operar de urgencia, pero pintó ir a tomar una birra con unos amigos”,
· si el ex Sumo Maurífice dice: “Yo quería 44.000 palos verdes para terminar con la pobreza, pero pintó sacarlos del país”,
· si la Patrífice dice: “Yo quería ser de izquierda, pero pintó reprimir y perseguir a los mapuches”,
· si, en el más nefasto ejemplo de la historia, Hitler decía: “Yo quería dedicarme a la pintura, pero vinieron los muchachos y pintó tomar medio mundo y aniquilar a 20 millones de personas”,
...uno se enojaría, y con razón.
Quizás hoy me desperté kantiano –digo, por lo de llevar la premisa al límite–. Sé que los lectores serán piadosos, y que los odiadores de siempre, en el ectópico caso de que lean esta columna, no me lo perdonarán, porque "Kant" va con "K".
Creo haber utilizado ejemplos suficientemente horribles como para que nos decidamos a parar un poco, dejar de mirar el celu y pensar en lo que ocurre cuando banalizamos nuestras responsabilidades, singulares o colectivas. Pero no me hagan mucho caso, porque, bueno, yo soy un sigloveintenial y “no me hallo” en este siglo XXI.
Sugiero acompañar esta columna con el video “Sigloveintenials", de RS+ (Rudy-Sanz).