El auto se desliza cuesta abajo desde la cima de un cerro ondulado hacia Tafí del Valle, entre un pasto verde aterciopelado con cardones como candelabros. Es invierno, que aquí se siente un poco menos. A Tafí --habitado hace 2000 años-- se viene, entre otras cosas, a caminar sus montañas, una disciplina potenciada en pandemia.
Cristian “Pinocho” Mamaní vive en el barrio La Ovejería y tiene voz finita con musicalidad vallista, casi un canto. Y lleva viajeros a la montaña. El trekking comienza en auto por un camino de tierra a media tarde, para que las nubes estén bajas. El objetivo es la Cascada de los alisos. Se arranca por la ladera de una profunda quebrada con río al fondo, en un ambiente a Camino del inca hacia Machu Picchu: piedra, bosque y nubes bajas. A los 2500 metros de altura, la vegetación se achica y aparece un bosquecito de alisos y queñuas de tronco retorcido como trapo de piso: se descascara cual una cebolla y sus capas parecen hojas de tabaco.
La caminata avanza cuesta arriba, entrando y saliendo de las nubes sin llegar a ver nunca el cielo. Hasta que aparece la primera cascada de 35 metros y los caminantes recargan cantimploras. Ya cerca de los 3000 metros, aparece un pajonal dorado de metro y medio de alto, tan denso que hay que abrirse paso a “brazadas” estilo pecho. Y al mirar hacia atrás, la imagen onírica de la nuboselva: el precipicio ha desaparecido bajo un colchón de nubes, el cielo debajo del cielo.
Al llegar a la ondulada cima, desaparece todo y queda un fino pasto como campo de golf amarillento. Y al bajar unos metros, se abre un gran anfiteatro con piedras como un campo de meteoritos. Mamaní cuenta que algunas personas vienen sin guía, se pierden: “algunos han estado dos noches acá arriba a la intemperie hasta que los pude encontrar y rompieron en llanto al verme. ¡Lo peor es que después dicen que no se habían perdido!”.
Al bajar por la ladera opuesta aparecen ovejas y chivos que se esfuman en la nubosidad y reaparecen a pocos metros. Luego, una casa de piedra y barro frente a dos enormes corrales de pirca. Parece no haber nadie, pero sale Doña Clarusa de una nube: a sus 66 años vive sola en las alturas, a veces con su hijo.
Clarusa juguetea con un corderito recién nacido que no se aparta de sus piernas: “la mamá es muy pendeja y lo ha botao; ahora yo tengo que ser la mamá y le doy la mamadera”. Es por la sequía: falta de pasto, no lo pudo amamantar y lo abandonó. “Tienen flácura”, justifica Clarusa esdrujulando la palabra con una nota laaarga en la antepenúltima vocal. Con un nubarrón, baja un nuevo coro de balidos: un grupo de ovejas regresandoal corral: “yo les grito y ellas vienen; y si no grito, vienen solitas igual cuando ya es tarde; tengo 200 ovejas más o menos, no las cuento, pero las conozco a todas”. Clarusa tiene su casa en Tafí: “este es mi puesto, pero bajo nada más que a cobrar; nooooo, de acá no me voy, yo vivo soliiiiita y no me aburro para nada, es hermoso para vivir; uno no sabe nada, no ve nada, no escucha nada. ¿De dónde vienen ustedes? ¿De Buenos Aires?”.
La casa la hizo el marido de Clarusa --ya falleció-- y un hijo: “es adobe con cemento porque si no, pasa el viento; es terrible el frío acá”. Entre el adobe se ven restos de paja: “es para que agarre el barro”. Cuenta que nació más abajo en esta misma montaña, “pero nos encerraron los terratenientes y nos tuvimos que ir; pero mi hijo ahora está arreglando allá donde sabíamos vivir”. El único problema de Doña Clarusa es “el león”: “cuando quiere me come las cabras, un montón. Hasta acá arriba no llega por los perros, este año varios corderos me ha pillao; seis la vez pasada”.
Clarusa se retira a dormir --es casi de noche-- y la caminata continúa cuesta abajo, ya sin esfuerzo. En una pampa de altura aparece una casita de ladrillo a dos aguas sin ventanas, rodeada por tres arbolitos plantados y una cerca. Tiene una puerta de madera con cruz y una vela extrañamente encendida al aire libre: es el cenotafio de una chica encontrada muerta aquí.
Una camioneta espera al pie del cerro y Mamaní celebra la marca: “hemos tardado 4 horas y media; lo normal son 5”. En el último kilómetro, la caravana de caminantes baja con la convicción imparable de los caballos que se saben cerca del establo. La dificultad medio-alta del trekking --7.5 Km. y 750 metros de desnivel-- justifica el esfuerzo por entrever panoramas que se esfuman, velados por un aura entre surrealista y yupanquiana: un género esquivo de paisaje desconocido en el resto del país.
En Parque Nacional Los Alisos
Desde la ciudad tucumana de Concepción, comienza un viaje en auto --en este momento debe ser un 4x4 para cruzar un vado-- hacia el Portal Campo de los Alisos del Parque Nacional Aconquija. El plan es internarse en la selva de Yungas, que allí trepa cerros hasta su cima y se oculta en las cerrazones, esas nubes que bajan a alturas humanas e inspiraron versos de Yupanqui. Pasando el pueblo de Alpachiri --“tierra fría” en quechua-- está el Centro Operativo Santa Rosa, donde recibe a Página|12 el guardaparque Gerardo Sans: vive en una cabaña en plena selva con su esposa y bebé. Orgulloso de una tierra que cela y cuida, dice que “el parque va de los 800 msnm a los 5600 con selva densa en la parte baja, bosque montano en la intermedia y pastizal alto andino donde está Ciudacita, las ruinas incas más importantes del país”.
La idea es recorrer el sendero Puesto Los Chorizos (9,5 Km ida y vuelta). El primer rasgo visible y palpable de la selva de Yungas es el musgo verde --fosforescente a trasluz del sol-- revistiendo casi cada metro de piedra, troncos y lianas. El musgo “barba de viejo” cuelga de cortezas y ramas de árboles y en temporada seca, condensa las nubes bajas, gotea y riega una selva que no podría ser lo que es. El problema --explica Sans-- es que sufre depredación: “Río Seco es la Capital Provincial del Pesebre y muchos sacan el musgo para hacer la camita del niño Jesús”.
Al avanzar en fila por el sendero, el bosque gana densidad y aparece el otro tipo de musgo --una alfombrita verde-- cubriendo todo espacio vital. Es tanta la humedad, que grandes rocas están recubiertaspor esa capa de musgo donde crecen microplantas: cada roca es un bosquecito. Una de ellas es un bloque de 2m² a la que le ha crecido encima un árbol pacará de 10 metros, cuyo tronco nunca llegó al suelo. Sus gruesas raíces bajan por la roca envolviéndola como tentáculos. Sans interpreta la escena: “aquí un ave se posó hace años, defecó una semilla, el musgo le dio humedad y germinó”. El guardaparque mete la mano en una hendidura de la roca y brotan veinte maripositas blancas. La piedra sostiene a otro pacará pequeño --“un hijo”--, helechos, telarañas, acaso oculte una serpiente trepadora no venenosa, hormigas, microbios y hojas secas. Y justo al lado crece un guili blanco con su tronco apoyado en ella, que le da estabilidad.
Más adelante, el sendero es invadido por centenares de mariposas amarillas y cañas dobladas formando un arco como de entrada: se caen con las nevadas. Un tronco caído está totalmente agujereado por pájaros carpinteros buscando al “bicho taladro”, un gusano blanco. El tronco muerto es fuente de alimento por décadas. El avance de la selva es un dolor de cabeza para Sans: “cada milímetro de terreno está ocupado; si se cae algo, su espacio se cubre de inmediato con nueva vida; en Patagonia abrís un sendero y te dura 50 años; pero acá, en un verano, se te cerró y tenés que volver a machetear. Fijate que caminamos por un túnel verde de 5 kilómetros, cerrado por arriba. Antes de ser parque nacional, esta tierra era de un aserradero y estaba pelada. En 30 años brotó”.
Sans hace señal de parar y de silencio: hay un zumbido permanente de abejas. De muchas ramas, cuelgan de hilos de seda unos gusanitos ínfimos y blancos que se posan en la ropa y sombreros. Y por doquier, lianas trepadoras como madejas de serpientes y bromelias en horquetas de árboles con sus hojas como tobogán llevando el agua hacia su interior. El sol apenas traspasa el ambiente y la lucha por sus rayos es a muerte: el que llega más alto, gana. Los débiles como las lianas, usan la potencia del más fuerte trepándolo. A simple vista, esto es un remanso de paz. Pero es más bien una guerra silenciosa de todos con todos por un mendrugo de sol. Más info: Parque Nacional Aconquija
A la cascada Huaicondo
Desde San Miguel de Tucumán se hace un circuito de trekking a la cascada Huaicondo que arranca en auto, caracoleando las laderas del cerro San Javier hacia las casonas antiguas de Villa Nogués en medio del bosque. El guía Sergio Sánchez dice “acá”, deteniendo el auto a la vera de la ruta. Y conduce a su grupo de caminantes al interior de la selva como por un boquete en la pared vegetal. Recomienda inhalar y expirar por la nariz para deshidratarse menos.
La primera mitad de la caminata es cuesta abajo por una ladera entre miles de árboles de tronco fino: tipas, cebiles, horco molles, horco sebiles y otra vez musgo, mucho musgo. El bosque cerrado casi no permite ver el cielo. Los pájaros están en calma y el silencio es absoluto. Comienza a lloviznar --la copa de los árboles funciona como paraguas-- y se levanta un dulzón aroma a “verde” que Sergio define: “este olor a humedad lo produce la geosmina --"aroma de la tierra´ en griego--, una sustancia producida por la bacteria Streptomycescoelicolor y cianobacterias del suelo que se activan cuando la tierra se humedece”.
A la vera del sendero aparecen hongos blancos en troncos muertos y la pendiente se hace abrupta. Al fondo de una quebrada se llega al edificio en ruinas de una centenaria bomba de agua inglesa y oxidada, carcomida por la selva. La pendiente se complica con la tierra húmeda pero Sergio y su equipo han instalado cuerdas atadas a troncos ante un resbalón. Luego de un breve rappel, aparece la cascada Huaicondo con su piletón natural y un chorro que cae 16 metros. En invierno, solo los osados se les atreven a las aguas cristalinas.
La dificultad de esta caminata es intermedia (600 metros de desnivel). Lo cansador es el regreso, dos horas cuesta arriba. Pero el bosque con sus troncos brotados de pelitos verdes es de una poética estimulante: las nubes han bajado al nivel del suelo, la nuboselva en su esplendor. El grupo atraviesa la fortaleza verde abovedada con “columnas” alineadas tronco a tronco hasta el infinito. El angosto sendero invadido por la neblina es de película de Tim Burton con árboles barbados y peludos. No se ve nada más allá de 10 metros y al mirar arriba, hay un continuo burbujeo arborescente que convierte al bosque es un espacio “cerrado”: esa fue la lógica originaria del templo, que separaba al hombre de la naturaleza en un ámbito sagrado. En Tucumán el templo es el bosque mismo.