Frente a la disposición de las estrellas en el espacio es mesura, y no poca imaginación, hacer caso omiso del nombre de la constelación a la que pertenecen. El cielo desvanece toda forma. Sin ir más lejos, Dragón y Ballena tienen varios puntos en común y Jirafa, desde la tierra, es un mamífero de cuello corto. Popa, Quilla o Velas, a mi entender, carecen de la idoneidad requerida para adentrarse en el mar de los agujeros y La Cabellera de Berenice peina tantos rulos como Casiopea. Así las cosas, Hydra es el paraguas, Águila la máquina de coser y Centauro, en consecuencia, mesa de disección.

Pronto lo comprendí.

Pero de nada sirve escindir empírea de fascinación ante los matices de la materia al fulgurar. Rubíes inciertos. Variables inmensas que fugan hacia espectros ultra saturados. Las gradaciones percibidas no son sino groseras diferencias de temperatura en las superficies estelares. Muchos millones de grados centígrados no tomarían al color, inestable por demás, para manifestarse. Pensar desde la aberración cromática sirve apenas a los efectos del poetizar.

No quiero desviarme del asunto, volvamos al momento de la aparición.

Una circunstancia en extremo peculiar hizo que mi cabeza, sumergida en el drama rojo del atardecer, mirase pronta hacia arriba. De la nada el crepúsculo tonificó su fibra con fluorescencias casi imposibles de describir. Dudé en creer lo que millones veíamos. La luz se apoderó de todo.

Una supernova gigante redujo el sol a llama de fósforo de cera.

A la potencia de tal intensidad, que enceguecía de belleza y horridez a la vez, no hubo noches ni relámpagos capaces de hacerle mella.

El brillo fue causal de estragos.

La floración noctívaga pronta se extinguió.

Los girasoles, a fin de tolerar tanto brío, generaban sus propios eclipses. Las personas, sin esa capacidad, enloquecíamos de dolor con el estaño cósmico soldándonos retina a corteza cerebral.

Las lechuzas retrotraían su necesidad de ocaso a un estado fetal.

Las luciérnagas fueron moscas.

Las ánimas lunares, insuficientemente transparentes, ardían en el trasluz. La falta de oscuridad complicó la redistribución de espíritus y miles de muertos quedaron sin fantasma. El agua fue pura imagen y nada de líquido.

El infierno nos cautivó en la deslumbrante claridad.

Aquel fenómeno astral reverberó intensamente sobre nuestras impuras existencias oculares. La física, las cosmogonías, las doctrinas económicas, no quedó rama de la civilización indemne al cimbronazo. El escepticismo y la confianza, históricos sustratos paralelos, comenzaron a cruzarse en todo momento. Astrónomos hijos del rigor científico, vueltos menos que admonitores de prodigios, ofrecían sacrificios abominables en pos de la disolución de la centellante bestia. Los arúspices, quirománticos y curanderos, ungidos con la leche de la ignorancia, se llenaron del poder que confiere la desesperación.

Macrobio, el sabio, comenzó a pasarle tinta china al cielo para librarlo de lo que él creyó “una culebrilla”. La teoría de la caverna celeste habitada por seres que exhalaban estructuras tambaleantes sumó cantidad de adeptos. Tanta sapiencia para remediar el asunto y tan poca presteza para anticiparlo parecieron no generar suspicacia alguna entre la población.

El magma ciclópeo, proceso sideral al fin y al cabo, llegó a su punto álgido y entró en fase decreciente. Atenuada por los equinoccios menguaba la nova hasta estabilizarse a los parámetros de hoy, en las antípodas de la luminaria de magnitud tan extraordinaria que fue, a menudo pálida y al límite mismo de la visibilidad tras vetas de irisado cintilar.

El fotograma que ilustra corresponde a mi película “Nuestras impuras existencias oculares” de muy próximo estreno en las mejores salas.

@dr.homs