Como comprobamos a diario, no es que no haya una cuestión intelectual en el macrismo. La hay de modo, diría, desaforado. Fuera de circunspecciones, indicios evidentes o parámetros consagrados. Pero, por eso mismo, es de sensata urgencia lanzarse a analizar la existencia de tal cuestión en el macrismo. Hay estrategas electorales, concepciones de la ciudad, publicistas especializados, filósofos, clubes culturales, columnistas dedicados a mantener una línea de frontera donde envían escarnios y dicterios sistemáticos. Estos encierran también concepciones morales, preceptivas de fuerte normatividad, definiciones conceptuales heterogéneas, en general agrupadas en la expresión “neoliberalismo”; en fin, muy diversas “visiones del mundo”. Por más antojadizas y volátiles que sean, no dejan de contener un conjunto de perspectivas que pueden traducirse a idiomas más ubicables en las geografías del conocimiento y la vida política en general.
En primer lugar, el entusiasmo, concepto que en su interior contiene la crítica y la autorreflexión sobre cualquier relación humana con sus horizontes de compromiso. En su uso macrista, al entusiasmo se lo convierte en un compacto y apelmazado ordenamiento de ventosas adheribles a cualquier situación fáctica. A las formas más crudas del poder. Al presentarlo como excluyente de las figuras de la crítica (la ironía, la evaluación, el antagonismo, el reconocimiento del error como surco íntimo de lo humano) se expulsa este digno concepto de cualquier intención asociativa, expuesta o aventurada. Desvincula al sujeto de su mundo libre y lo predetermina como anexo sumiso de una concepción robótica de la sociedad.
Se dirá que el entusiasmo presentado sin su núcleo crítico y autodeliberativo es contradictorio con una sociedad robótica. No es así. Basta para notarlo un repaso de lo que ha quedado de viejos saberes en el macrismo, con su maquinaria trituradora de legados y tradiciones libertarias. Veamos el caso de Durán Barba. Expone habitualmente lo que sería un destino robótico para la humanidad. Sería éste uno de los pobres delirios que acompañan a grupos como “Singularity”, que proponen que en un momento próximo, apenas en unas décadas, el peso del entramado informático se reproducirá por sí mismo. Ese momento traumático para la historia de la humanidad tiene fecha, y esa fecha es su singularidad. El evento está próximo, dice Durán Barba, es ya casi vecinal. Hombres y mujeres serán robots. La inteligencia artificial habrá triunfado y las neurociencias, salidas de su cuajo ligado a un campo de la experimentación médica, proveerán metáforas y acciones educativas, técnicas, actos de gobierno, de circulación, etc. Esta fábula mediocre, pues los milenarismos siempre fueron más imaginativos, la esparce el mencionado catedrático de la George Washington University con pompa apresurada y verba sentenciosa. Finalmente, es la consabida batalla cultural, que él llama simbólica, contada desde la biografía de alguien que tuvo una iluminación. Su “línea de tiempo” se dedica constantemente a promulgarla. Fue discípulo de Enrique Dussel, de Arturo Andrés Roig, leyó a Mariátegui, frecuentó la sesentista juventud peronista y luego despertó. Todavía comprobó que no era un robot.
Esta microscopía de una vida encierra muchos misterios. Descartemos las chapucerías más descarnadas –en eras no tan antiguas fue muy estudiado el caso de famosos simuladores–, pero nos parece estar ante un caso de “invención de vidas”, un libreto escogido y edulcorado “par-lui même”. No cabe duda de su interés por el “estudio”, la “ciencia de los comportamientos”. Dice por un lado que piensa todo el día en medio de un ocio despabilado, que lo lleva a filosofar sobre el destino maquinístico en la reproducción de la especie. Pero, por otro lado, afirma que trabaja todo el día siguiendo las alternativas de las intenciones o pulsaciones de la napa oscura de la sociedad. Allí donde están el deseo, los modismos marginales, la grosería, el goce de la autoridad, la mediocridad, la conversión de almas. ¿Un psicólogo social? ¿Un manosanta? ¿Un Rasputín? No. Eso no. Le falta la “Santa Rusia” y le sobra encuestología transmutada en la astucia de un prestidigitador. Pero es portador abusivo de los engranajes recónditos del soborno intelectual. Dice que no hace otra cosa que pensar todo el día en los graves temas humanos. Pero dice también que no hace otra cosa que seguir las rutinas de las personas “día a día”. ¿Descansa o no descansa? ¿Su ocio es el espionaje estadístico? ¿Es la confección de grandes ficciones sobre la historia, sobre su vida y sobre el cuerpo robotizado? ¿Es la reducción de lo complejo a un impávido foquismo, ex sesentista al fin, que como sabemos se denomina focus group?
¡Pero lo que me lleva a escribir esta nota es lo parecidos que somos! ¿Cuándo pude descubrir la diferencia? Conozco a Dussel, conocí a Roig –filósofos latinoamericanistas–, leí a Mariátegui –probablemente bastante bien–, fui de la Juventud Peronista. Incluso menciona Durán Barba al que llama su maestro, a Manuel Mora y Araujo, un metodólogo social, recientemente fallecido. Caramba, fui también alumno de este profesor. Ahí hay un tema. Mora siempre me cayó bien. Dedicado y conocedor de su tema. Para quienes no nos íbamos a destinar a eso, fue un profesor recordable. Luego leí trabajos suyos en la prensa. Había girado, ostensiblemente, del cruce de variables a las tipologías de carácter, a los arquetipos platónicos para definir colectivos sociales y modos representación simbólicas que disimulaban con deficiencia, aunque con gracia, lo que serían predicciones incomprobables sobre expectativas grupales y confusos meandros de la historia. Estaba cercano a las especulaciones del carácter nacional –que los metodólogos habían criticado tanto–, lo que sin embargo tenía más seriedad que las caracterologías que se encubrían con análisis empíricos para desplegar sus presentimientos sinceramente mágicos. Durán Barba quizás se sienta un refinado impostor y se imponga cobijarse en nombres familiares de una época, de un país, de ciertas militancias. Por cierto, las citas libres de Durán son segregadas solo para respaldar sus pensamientos descabellados. Basta percibir la forma vertiginosa en que pronuncia “GeorgeWashingtonUniversity”. Algo maniática y atractiva, revela el modo tajante en que emite ignorancias con aire de pontífice, con empaque de Doctor Caligari.
Ahora bien, la familiaridad de los puntos vitales que toca Durán son indispensables, aun en el caso de que nombres, situaciones y fechas sean probablemente falsos. Le dan cierta verosimilitud a este proficuo inventor. El secreto último es su truculencia, siempre enmascarada de franqueza ficticia, cultivada con ciertos exotismos, citas pseudocultas y enunciados terroríficos. El apocalipsis de la política en el siglo XXI, a través del análisis de lo que un libro suyo llama “mito, ciencia y arte”. ¿No suena también esta tríada invocada infusamente a una catástrofe para las ciencias sociales, la filosofía, el psicoanálisis, el pensamiento –perdón– crítico? ¿No habla de la humanidad artificialmente convertida en un ser contrahecho –en la pirueta suprema del individualismo neuronal–, para descender a lo vecinal como gran ficción macrista? Del mundo cósmico y ya transmutado de la especie humana –que se reproduce mecánicamente– se extrae la inmediata y urgida necesidad demasiado humana del macrismo. Su sincero ideal mecanicista está en todos los proyectos económicos, laborales, culturales, jurídicos del Gobierno. Se trata de una utopía negativa, pero tiene un poder pregnante. Todo eso se traduce en simpáticas terminologías, tales como los metrobuses, las bicisendas, en palabras que ponen en los grandes carteles callejeros –desde “vamos a terracear”, a “morfar” o a “sacar la basura a las 8”– y que en su ideal profundo quieren fundirse en la lengua común y en los cuerpos. Si vale evocar un equívoco concepto, desea “viralizarse” en el lenguaje, de una manera que Jorge Alemán ha explicado muy bien en las páginas de este diario.
Durán ha sorprendido a sus entrevistadores de la televisión diciendo que de lo que se habla solo es retenido un diez por ciento, que de lo que se ve solo quedan ciertos gestos de cuya importancia solo él sabe, y que lo que es parte de un mundo sensible que los “letrados” creen importante, es recibido con una gloriosa indiferencia general. En ese océano de indiferencia que apenas puede ser escrutada solo importan los símbolos, y por qué no, el “relato”. ¡Pánico en el set! Esto explica finalmente su tesis sobre la robotización del mundo para poder volcarse luego –y plenamente, porque es lo que interesa en el cuadro apocalíptico– a la pesca de votos para cierto candidato que, cuando ha bailado en los balcones de cierta Casa de Gobierno, ha mostrado algunos movimientos desestructurados en su cuerpo. ¿Había comenzado la Robotización del Hombre ante la estatua de Belgrano en la Plaza de Mayo? Ese modelo corporal es también un simbolismo de la indiferencia, del desacople de la población respecto del ser político, del desapego que se propaga como ideal de vida. Nada contra la bicisenda y el metrobús. Pero en su condición de transporte que racionaliza el tiempo, ya hay toda una Ciudad, para decir lo mínimo, que intenta ser capturada por esta red de magia simpatética. El hechicero habla de símbolos –tan bien estudiados por Sir James Frazer, cita que dedicamos a nuestro quiromante– y el transporte público se transforma entonces en una causa igual a sus efectos. Se elimina toda mediación social, y gracias al ahorro de minutos, válido como argumento social, se transfiere todo el simbolismo urbano a una forma de dominación que podemos igualar a la bicicleta financiera o a cualquier otra circulación de mercancías en un tiempo mítico, ilusorio. Esta es una de las consecuencias “filosóficas” de un tiempo sin filosofía. La apelación al entusiasmo, entonces, la entendemos como un disimulado esfuerzo intelectual para mencionar lo que realmente les interesa, promover la enardecida indiferencia. Vulgo, la robotización.