La economía bimonetaria argentina no proviene sólo de la restricción externa, es decir de la escasez de divisas originada en la estructura desequilibrada del sector externo resultante de la diferente productividad entre campo o industria, sino también de lo que podemos denominar restricción interna, es decir, de los sectores que acumulan dólares o divisas de otros países para utilizarlas en gasto internos, además de los que las fugan. 

Esto tiene tres aspectos principales: la dolarización de parte de la economía, la desconfianza en la inversión productiva interna por años de cultura rentística y el desconocimiento de cómo marcha el mundo.

El refugio en el dólar para cuidar los ahorros, aunque en los últimos años ha sido uno de los de menor rendimiento, forma parte de la cultura de muchos argentinos, sobre todo los de la clase acomodada, en donde hoy no se ve, como antes, las colas en las embajadas de España e Italia para irse del país, pero sí una apuesta al "desteñido" dólar. Esto a pesar de que se ven sospechosamente con mayor frecuencia billetes nuevos de dólares recién emitidos, indicador inflacionista.

Baring y las libras

Desde el empréstito Baring de 1824, siempre fue bueno para cierta clase dirigente especular en libras o en oro a fin de librarse de un peso depreciado por préstamos que recibían y no devolvían, luego de haber creado a "piacere" una más que abundante cantidad de moneda local que necesitaban para sus abultados gastos, lo cual aceleraba el proceso inflacionario. 

En el siglo XIX y más tarde en los años veinte del siglo siguiente, la vinculación con el patrón oro no sirvió demasiado y se asistió a varias crisis financieras y a la repetida presencia de un papel moneda inconvertible. Muchos perdieron y, como ocurre siempre, unos pocos ganaron mucho.

Por entonces, la Argentina estaba en la esfera del imperio británico, aunque fuera de manera informal, de modo que cuando llegó la Segunda Guerra Mundial se les vendió a los ingleses todo lo que se pudo. Ellos fraternalmente pagaron con las llamadas "libras bloqueadas" y los que debieron recibirlas a cambio de sus alimentos y materias primas se dieron cuenta que sólo se trataba asientos contables en el Banco de Inglaterra.

La adhesión a la libra servía únicamente para saldar deudas anteriores, un compromiso de honor, o para nacionalizar bienes muy poco rentables, como los ferrocarriles, lo que sucedería cuando la libra se hizo inconvertible. Los ingleses habían estado felices de invertir en la Argentina y ahora estaban igualmente encantados de retirarse de ella, manteniendo guardadas bajo llave sus ya desgastadas libras.

FMI y corralitos

Como lo de la libra no funcionó, era el turno del dólar. El gobierno militar "libertador" adhirió fervientemente al FMI y el país comenzó a endeudarse con el billete verde. Los que se creían más inteligentes se dedicaron también a atesorarlo, ya que siempre iba a valer más que el depreciado peso, devaluaciones mediante.

Gracias a la hiperinflación, la Ley de Convertibilidad inclinó definitivamente la balanza hacia el dólar, haciendo creer a la gente que la divisa era emitida por el mismo Banco Central, "un peso, un dólar", lo que por la ley de Gresham significaba pagar en lo posible en pesos y guardarse los dólares. 

Pero vinieron dos corralitos, los de Erman González y Cavallo (el primero, algo olvidado, limpió el camino para la mencionada Ley), y los que no pusieron los verdes billetes en sus cajas fuertes y prefirieron "garantizadas" cuentas bancarias, quedaron atrapados nuevamente en la "maldita" prisión del peso.

Otra vez soberanía monetaria ¡que desastre!, se decía. Los más vivos, que habían escapado al corralito y fugado sus dólares al exterior tampoco se libraron de fuertes pérdidas. Desvalorizadas casas y departamentos comprados en Miami; títulos ya inútiles de Lehman Brothers u otras compañías del top financiero mundial; ahorros perdidos en manos de un estafador internacional como Bernard Madoff; gastos en diversiones y apuestas para escapar del stress en Las Vegas o Montecarlo. Todo ello hizo desaparecer en el torrente de la crisis mundial, que ya se avizoraba, millones de dólares, considerados más seguros colocados así que mantenidos debajo de un colchón, creyendo además que rendirían buenos beneficios.

Posconvertibilidad

Después de la devaluación del 2002, muchos argentinos tuvieron nuevamente que volver al peso nacional, mientras observaban de lejos la brusca caída de los mercados financieros e inmobiliarios en los centros de poder económico. Pero prevalecía la opinión de que la moneda local sólo servía para comprar bienes de inferior calidad y estaba erosionada por la inflación.

En cambio, se necesitaban dólares para para viajar al exterior, donde sólo cuenta la moneda extranjera, aquella que realmente vale por sí misma y permite acceder a objetos deseables, o invertir en el mercado inmobiliario, aunque materiales de la construcción y trabajadores se pagan en pesos.

Aquí sí está el verdadero problema. Los estímulos para el ahorro y los elementos de riesgo son mayores con un rubro de la construcción dolarizado y donde el sistema crediticio no funciona o funciona mal. 

El nudo de la cuestión radica en la dolarización de este segmento que mueve muchísimo más que el turismo externo y donde no sólo existen los que invierten para ahorrar o tener algún tipo de renta, sino una parte sustancial de gente que se involucra a fin de adquirir una vivienda, en un país donde el déficit habitacional es muy alto.

Medio de pago

Introducir el dólar como la moneda de pago en este sector convierte sus operaciones en un sistema especulativo y de juego financiero que no depende de los propios costos de la construcción sino del capricho de los que especulan en el mercado de divisas, más aún si se da, por ejemplo, una situación como la actual, de un cerrojo cambiario.

Los contratos inmobiliarios que se hacen en dólares están presos de la misma enfermedad que trajo la Convertibilidad o en la que está actualmente la eurozona en los países europeos. Se depende de una moneda que no es la propia, que no tiene circulación legal forzosa y con la que no se abonan los salarios ni se realizan negocios internos. De modo que no hay razón alguna para que el mercado de inmuebles permanezca dolarizado.

De hecho, por ejemplo, en Brasil no lo está. Los precios de las viviendas en el país vecino son en reales, no en dólares. Pueden estar más caros o baratos que en la Argentina, pero su compra no depende de la cotización de una moneda extranjera, vinculada a los saldos comerciales o financieros de la balanza de pagos, a los niveles de reserva o a la simple especulación. 

Son operaciones que se concretan en el mercado interno que, con tasas de inflación iguales o mayores que las que tuvo o tiene la Argentina, han permanecido en reales. Basta con inquirir los precios de vivienda en una página inmobiliaria brasileña para darse cuenta de que la divisa extranjera no entra en las operaciones de compraventa de inmuebles.

En Argentina ese no es el caso y la situación beneficia a los grandes empresarios agroexportadores, que son los que quieren mantener la economía dolarizada porque ellos sí reciben dólares y les conviene un sistema así. El lobby de estos sectores, con su manejo del mercado de cambios, nos asusta diciendo que es el actual proceso inflacionario el que obliga a refugiarse en el dólar, mientras especulan con una formidable devaluación para hacer valer internamente su tenencia de dólares. Les conviene una mayor inflación. 

Por eso el mercado inmobiliario y últimamente el automovilístico permanecen atados al dólar. No son sólo los dólares que se necesitan para financiar las importaciones los que empujan a la dolarización. No se importan viviendas o inmuebles y autos sólo en parte. 

La restricción externa se combina con una restricción interna que la política económica del gobierno debería remediar. Una fuerte inversión estatal en el sector de la construcción junto a la reactivación de los créditos hipotecarios se traduciría en un mejor nivel de vida para muchos y en la creación de empleos para la población. Se trata de inversión y no de gastos. No representa un ajuste fiscal.

*Economista e historiador.

Nota publicada originalmente el 24/7/2022