En la escena climática de Fun in Acapulco (1963) un nervioso Elvis Presley duda entre lanzarse o no al Pacífico desde las altas cumbres de La Quebrada. En la plenitud de su vida, bronceado y vestido solo con unos ajustados shorts de baño cuyo color hace juego con sus fabulosos ojos azules, personaje y actor rezuman a un tiempo erotismo y vulnerabilidad.
Se sabe que Elvis jamás pisó México y que solo un montaje cinematográfico lo hizo aparecer en La Quebrada. Sin embargo, su rol ficcional de ex trapecista devenido salvavidas de hotel lujoso e improvisado clavadista del paraíso mexicano legó algunas de las imágenes más perdurables popularizadas como postales sensuales en los comercios aztecas, la web y el cine mundial. Abundan los fotogramas donde, desde un trampolín ostenta lo que el popular presentador de TV Ed Sullivan describió como “una botella de soda en los pantalones de Presley”; sale de la piscina con la malla mojada para resaltar los contornos de sus nalgas cinceladas o con calzas blancas y los músculos en tensión. Elvis emula poses de revistas porno-soft en acrobacias circenses a la vez que esboza esa sonrisa maestra de la sexualidad ambigua. Pero a estos retratos icónicos se superpone el de su rostro de labios carnosos y rictus triste e intensa melancolía y fragilidad en la mirada.
La película homónima de Baz Luhrmann se centra en estas dos imágenes de Elvis Presley. No en el ser humano de carne de hueso ni en su legado musical sino en el mito y en la leyenda moldeada en bronce. Tanto en el joven rebelde y voluptuoso de Memphis que un día movió la pelvis e hizo honor al concepto de rock and roll introduciendo el sexo en los bailes como en el soñador frustrado que no dejó que sus trasgresiones fluyeran de manera radical ni se convirtió en el actor cinematográfico prestigioso que añoraba.
Un punto de inflexión fueron los años del servicio militar en Alemania. Para algunos críticos, en el proceso no solo cortaron el pelo de Elvis sino también sus alas y a partir de entonces nunca más volvió a ser el mismo ser angelado. Sea como sea, según la visión de Luhrmann, como si se hubiera congelado en la escena acapulquense, Elvis nunca terminó de lanzarse al océano. Y uno de los principales culpables fue su hacedor artístico: el siniestro Coronel Tom Parker (Tom Hanks) desde cuyo punto de vista se narra el film.
Elvis homoerótico y queer
El Elvis de Fun in Acapulco que vi en televisión alguna tarde en el ciclo Sábados de Super Acción en los años setenta evoca en mi memoria el despertar de la sexualidad, los primeros atisbos de deseo adolescente. Las experiencias no suelen ser solipsistas: en los años cincuenta, cuando Elvis comienza a emerger, su apariencia fue tildada de agresivamente bisexual, andrógina y afeminada, una versión ambivalente que maquillaba con agresión sexual la versión feminizada de la masculinidad de la clase trabajadora blanca. A su vez, los “giros orgásmicos” de la secuencia de baile en “El rock en la cárcel” (Everett, 1957) fueron descriptos como una “erotización espectacular, a la vez que una homoerotización de la imagen masculina”.
Por eso, no parece casual que, el Elvis (Austin Butler) imaginado por Luhrmann sea insultado como marica en las primeras presentaciones o que, de entre las fanáticas que gritan y se desgañitan frente al contoneo pélvico del Rey del rock and roll aparezca frecuentemente alguna loca ensoñada.
Justamente lo más destacable de Elvis es ser una película queer. Y no solamente por el despliegue musical pleno de glamour, pop y mainstream -con un ritmo ampuloso y abrumador análogo al desarrollado en Moulin Rouge! (2001)- en el cual el Rey -caracterizado excepcionalmente por el bellísimo Austin- interpreta sus más míticas canciones de manera deliciosa. Sino porque, en consonancia con las existencias de gays, lesbianas, travestis y trans, la figura de Elvis surge desde la marginalidad y el insulto. Según la visión de Luhrmann, su épica es la de una infancia signada por el encarcelamiento de su padre y el posterior exilio redentor a un barrio de negros. Es en esta comunidad de amigos donde encontrará su voz, su estilo y la musicalidad de su rebeldía: el góspel, el country y el rock.
En la ficción del director canadiense, luego de la traumática muerte de su madre, el lazo afectivo más perdurable de Elvis no fue con su padre Vernon (Richard Roxburgh), ni con su esposa Priscilla (Olivia DeJonge), ni con sus ocasionales amantes femeninas. Fue con “la mafia de Memphis”, la pandilla de amigos varones que, a manera de familia ampliada y diversa convivía con él en Graceland, lo celaba y a quienes el rey del rocanrol prodigaba de costosísimos regalos -desde relojes de oro hasta automóviles- y sobre quienes descargaba ocasionalmente su ira.
El otro vínculo inquebrantable y de naturaleza inclasificable en la vida de Elvis es la relación con su manager: el mentado Coronel cuya existencia es especular con la suya. Por diferentes motivos, ambos nacidos perdedores parecen ir por la vida sin encontrar el rumbo ni la identidad. A su vez, las estratagemas de Parker que, a la postre terminan hundiendo a Elvis, pueden obedecer tanto al hecho de querer seguir explotándolo económicamente como al de nunca perderlo afectivamente.
Uno de los puntos más flojos de la biopic es la descripción del contexto -que va en correlato con el auge y caída de Elvis- reducido a una historia de los años sesenta y setenta estadounidenses para principiantes, una crónica maniquea donde frecuentemente los Kennedy son tan bondadosos como Martin Luther King y los malos son los violentos criminales que consuman sus asesinatos y terminan con el sueño americano de Camelot (y el de Elvis). Pero eso no nubla un tremendo y oneroso espectáculo de dos horas y cuarenta minutos tan desmesurado y conmovedor como el símbolo que evoca.