Una introducción cualquiera a cualquier obra de Katherine Mansfield (1888-1923), autora consagrada del modernismo literario en lengua inglesa y figura canónica en su país de nacimiento, Nueva Zelanda, habría de comenzar por una justificación: por qué retraducir un clásico.
Pero, aunque este libro está hecho de textos de Mansfield, esa pregunta no necesita ni responderse, ni siquiera formularse, porque en realidad la gran mayoría de los materiales aquí compilados jamás fueron traducidos al castellano y muchos de los que sí se tradujeron y aún circulan se ofrecen en versiones censuradas, expurgadas, por razones que resultan cuando menos incomprensibles y cuestionables. Incluso la bibliografía que rodea a Mansfield es contradictoria por momentos, opaca, los prólogos escasean y los que están desprovistos de errores todavía más, mientras que las fuentes ofrecidas como respaldo son, en muchos casos, obsoletas.
Tratar de descifrar quién es Katherine Mansfield es una tarea ardua, por momentos imposible, siempre equívoca, aunque en este libro la busqué para que apareciera más íntegramente, para que se mostrara quizás más parecida a quien sea que fue.
SOPA DE CIRUELA
En 1911, vio la luz el primer libro de Katherine Mansfield. Se llamó En una pensión alemana y consiguió críticas favorables y varias reimpresiones antes de que su editor Charles Granville, alias Stephen Swift, se declarara en quiebra. Mansfield tenía entonces 23 años, ya había abandonado su Nueva Zelanda natal para instalarse en Inglaterra y llevaba tiempo publicando en revistas. De hecho, había publicado su cuento “Enna Blake” a los 9 años en la revista de su escuela y el propio En una pensión alemana había aparecido casi íntegramente en New Age a lo largo de los dos años precedentes.
Allá por 1911, el escritor W. L. George organizó una cena en su casa para celebrar la publicación. Entre los invitados, estaba John Middleton Murry (1889-1957). Mansfield y Murry aún no se conocían en persona, pero ella acababa de enviarle el relato “The Woman at the Store” él se convertiría en su compañero, marido, interlocutor y editor de sus obras póstumas.
Entre las cuatro o cinco cartas que se conservan de 1911, Mansfield no hace referencia al evento, sino que es Murry quien, en su autobiografía (1936) y en la biografía de la autora que coescribió con Ruth Mantz (1933), evoca los sucesos de aquella velada: Mansfield llegó en taxi, con demora, vestida de gris, y en el menú se incluyó un plato típicamente alemán a modo de homenaje al libro. El plato en cuestión era sopa de ciruela.
No fueron muchos los libros que Mansfield vio materializados en vida, a decir verdad. Aunque contribuyó regularmente a The Native Companion, New Age, Rhythm, Signature, Athenaeum, Dial, London Mercury con viñetas, relatos, poemas, textos críticos y paródicos bajo el nombre de Katherine Mansfield y una miríada más de seudónimos, pasaron años hasta la aparición de las narraciones Preludio (1918) y Je ne parlais pas français (1919-1920), ambas delgadas plaquetas impresas y encuadernadas a mano por Hogarth Press y Heron Press respectivamente. Después vinieron los libros Felicidad y otros cuentos (1920) y Fiesta en el jardín y otros cuentos (1922).
Cuando se encontró con la muerte el 9 de enero de 1923, en el Instituto Gurdjieff para el Desarrollo Armónico del Hombre con sede en Fontainebleau, Francia, Mansfield tenía 34 años y había dejado atrás un total de cinco volúmenes.
SOPA DE PAN
Una recorrida veloz por la ficción de Mansfield llena los ojos de banquetes. Todo comienza con otra sopa, más precisamente, una sopa de pan, que se sirve en la primera línea del primer relato de aquel primer libro. De los huéspedes que en “Alemanes a la mesa” conversan sobre té, jamón, sardinas y vino, se puede viajar por la harina y el cacao hasta “Vida de Ma Parker”, por los helados y la limonada hasta “Día festivo”, por la fruta y la crema hasta “Un pepinillo al eneldo”. Pero la obra de Mansfield lleva la comida más allá del tema evidente, del escenario para la acción, incluso del carácter simbólico y a la vez revelador que pueden adoptar una pera o un peral en un cuento como “Felicidad”.
Basta, para eso, explorar otra zona de su escritura, bastante desatendida por cierto: la crítica. Entre abril de 1919 y diciembre de 1920, Mansfield escribió más de ciento veinte reseñas para Athenaeum y sopesó la obra de autoras y autores que trascendieron su época en mayor o menor medida, como H. G. Wells, Edith Wharton, D. H. Lawrence y Virginia Woolf. Allí es donde la comida empieza a desplegar nuevos matices, menos evidentes en la ficción.
En una reseña a La flecha de oro de Joseph Conrad (“A Backward Glance”, del 8 de agosto de 1919), por ejemplo, Mansfield divide a los novelistas entre quienes producen obras nuevas que son realmente nuevas y quienes nunca muestran signos de cambio sino que prefieren “llevar a sus lectores de excursión, por así decirlo, pero para hospedarlos siempre en el mismo hotel, donde conocen la cara de todos los meseros y cómo llegar hasta el baño y la forma de las tostadas que van a acompañar el queso”. De pronto, la escritura y la lectura adquieren la forma de una experiencia culinaria que alimenta la mente y los sentidos, o no.
SOPA DE HUESOS
Cuando Mansfield murió de tuberculosis en 1923, dejó su legado en manos de su marido, John Middleton Murry. Se habían casado en 1918, después de un largo tiempo compartido sin papeles hasta que el primer esposo de Mansfield, George Bowden, concretó el divorcio. Durante los años juntos, atravesaron las múltiples distancias requeridas por los cuidados de salud de Mansfield, que la llevaron a Francia, a Suiza o a otros rincones de Inglaterra, y las exigencias laborales de Murry, que por momentos lo anclaron en Londres. Podría decirse que formaron un sólido matrimonio de palabras, hecho ante todo de infinidad de cartas, intercambios literarios y lecturas mutuas, y que así seguiría incluso tras la muerte.
Gracias a la Ley de Propiedad Intelectual, Murry retuvo el control de toda la obra publicada de Mansfield por un período de cincuenta años, pero dispuso de su obra inédita a perpetuidad. En febrero de 1923, pocas semanas después del funeral de Mansfield, le escribió una carta a su agente literario J. B. Pinker con una propuesta de negocios. “Decidí publicar –decía Murry– un volumen que contenga todos los relatos y fragmentos de relatos escritos por mi esposa desde la publicación de ‘Fiesta en el jardín’. Será un volumen delgado y se venderá, según calculo, a £5/-. Se debe publicar lo antes posible, mientras su nombre y su fama aún estén frescos en la mente del público”. Ya lo había hablado con el editor de Constable, y juntos habían diseñado un plan ambicioso. En 1923, comenzó la publicación póstuma en esa editorial: ese mismo año vieron la luz primero los poemas mayormente inéditos de Poems y luego los relatos El nido de la paloma y otros cuentos, a los cuales les siguió otro libro llamado Algo infantil y otros cuentos en 1924. Murry pronto volvió a editar En una pensión alemana en 1926, reedición a la que Mansfield se había negado en 1920, y en 1930 en Novelists and Novels recogió la producción crítica. Mientras tanto, vendió algunos cuadernos siguiendo necesidades financieras, que fueron adquiridos por los intermediarios Hamill & Barker y luego llegaron a manos de Mrs. Edison Dick de Chicago.
Murry también hizo arreglos para publicar un volumen titulado provisionalmente Journal & Sketches. Aunque estaba programado para 1924, no pudo cumplir con los plazos. Aparecieron extractos de los materiales en dos números de la Yale Review (1923) y en The Adelphi, pero la primera edición del Diario de Katherine Mansfield se reali zó recién en 1927. Impreso en tapa dura, de color gris azulado con líneas violetas, enseguida se convirtió en un éxito. Entonces, Murry se embarcó en la publicación de casi todo lo que había dejado Mansfield: dos tomos de cartas The Letters of Katherine Mansfield (1928) y Katherine Mansfield’s Letters to John Middleton Murry (1951), además del Scrapbook of Katherine Mansfield (1937) y la “edición definitiva” del Journal of Katherine Mansfield (1954). El anteúltimo presentaba anotaciones, relatos y borradores, mientras que el último consistía en una edición revisada del diario de 1927 con, según afirmaba su editor, algunos pasajes ya incluidos en el Scrapbook y más textos inéditos.
Los contemporáneos que habían conocido a Mansfield vislumbraron, con palabras más o menos virulentas, lo que décadas después la académica Gerri Kimber daría en llamar “el mito de Mansfield”: la Mansfield retratada en los diarios y la correspondencia no se parecía en nada a la persona real, porque la persona real no era tan dulce ni tan angelical como aquellos papeles la hacían ver. Otras críticas apuntaron a la explotación que Murry estaba haciendo del legado de su esposa, alegando que sus intereses eran meramente financieros. Así, la figura de Murry, que antes fuera un prominente crítico y escritor, fue menguando hasta quedar desacreditada, al menos en Inglaterra. En otros países, como Francia, e incluso podríamos agregar en el ámbito hispanoparlante si consideramos las ediciones que circulan, este descrédito no tocó a Murry ni a Mansfield. Pero el debate múltiple que se suscitó en la primera mitad del siglo xx fue, ante todo, ético y dirigido al acto de hacer públicos supuestos diarios privados. Es cierto, constatable en la correspondencia, lo que afirma Murry en el prólogo a los diarios de 1927: que Mansfield sí tuvo intenciones de publicar parte de sus cuadernos. También es cierto que, en el testamento del 14 de agosto de 1922, la autora no prohibía la publicación parcial de los materiales y daba pautas muy amplias para su uso: “deseo que se publique tan poco como sea posible y que se destruya y queme tanto como sea posible”.
Pero la publicación de los papeles privados sacudió al mundo literario inglés y apresuró a muchos a echar al fuego todo cuanto conservaban de Mansfield. Fue la autora Sylvia Lynd quien dio la sentencia final: Murry “estaba hirviendo los huesos de Katherine para hacer sopa”.
UNA LENGUA IMPROPIA
“No sé por qué escribo en este pidgin francés: quizás porque el inglés del comedor se me hace muy distante de cualquier lengua propia”, escribe Mansfield después de un párrafo entero en francés en la carta dirigida a Murry el 2 de junio de 1918 desde Cornualles. Si bien en este caso particular elige rehuir del inglés porque el comedor del hotel está repleto de ancianos de entre 65 y 84 años que probablemente hablen, además de cierto cronolecto, con las marcas dialectales que Mansfield se esmera por captar, el francés resulta omnipresente en los cuadernos y la correspondencia.
El cambio constante de código nos empuja del francés al inglés y viceversa: a veces se trata de un solo término aislado, otras veces de una frase, otras veces de oraciones y oraciones. Ya en los cuadernos de juventud el francés aparece como lengua en proceso de aprendizaje y las páginas del Cuaderno 29 preservan una serie de composiciones, que afirman, por ejemplo: “J’etudie la langue française et toutes ses particularités”. Además de escribir en esa lengua cartas íntegras y rudimentarias, como las que le dedica a Francis Carco, en otras, como la dirigida a Murry el 21 de marzo de 1915, el francés reemplaza al inglés incluso a la hora de leer la obra de Rudyard Kipling.
Pero más allá de sus estudios de francés y sus largas estancias en tierras francoparlantes, el dominio que Mansfield tiene de esta lengua no es magistral, algo que reconoce en la frase “ese pidgin francés”, que al vuelo podríamos traducir como “francés macarrónico”, “francés simplificado” o “francés poco académico”, entendiendo siempre que aquí “pidgin” no refiere estrictamente al complejo concepto lingüístico.
Resulta extraño, entonces, que a pesar de esa falta de dominio, de los tropiezos ortográficos o gramaticales, de las dificultades generales, Mansfield vuelva una y otra vez al francés, incluso cuando no se encuentra en Francia ni en Suiza, o no escribe relatos que se sitúan en esas coordenadas. Entonces, el idioma ajeno no proporciona un efecto de realidad, sino que más bien se presenta como una exhibición de saberes o quizás un exilio breve de la lengua natal. Más desconcertante todavía se revela esta práctica cuando nos enfrentamos a las opiniones que Mansfield tenía de los franceses (nada buenas, puedo anticipar) y que deja entrever en muchos de los textos aquí presentes.