Desde Barcelona
UNO ¿Diremos alguna vez “éramos tan pseudo”?, se pregunta Rodríguez.
“Psé”, se responde.
DOS Y la posología de pseudo es la de prefijo y diagnostica la falsedad de algo falso adhiriéndose como lapa a algo verdadero para pasar por auténtico. Así pseudopolítico equivaldría a especie de oximorón. Y la tan mentada postverdad sería, también, la menos invocada pero tanto más ambigua y engañosa pseudomentira.
TRES Y con mucho cuidado –porque es un tema delicado y sensible, porque sacarlo a colación es como hacer malabares con huevos de cristal– Rodríguez se acerca a la palabra. Y la mira. Y la pronuncia. Y sale corriendo. Y la palabra es homeopatía. Y por estos días está en boca y en lengua de todos. Disolviéndose como glóbulo que no se sabe si hace bien o no hace nada pero, en cualquier caso, todos salen a su paso o en su defensa. En noticieros y en periódicos (donde la escritora y columnista Rosa Montero se preguntó por qué desde siempre pero ahora más que nunca todos contra ella, contra la homeopatía, y manifestó su desconfianza por los frecuentes estudios farmacológicos que mes sí y mes no advierten sobre las bondades de este o de aquel medicamento de nueva generación). Y la sepultaron con mensajes al ataque; y tuvo que intervenir la defensora del lector de El País; y desde La Vanguardia el escritor y columnista Quim Monzó le advirtió a Montero que lo suyo era “un escrito lamentable, cargado de errores e invenciones que no corresponden a la realidad”. No es un tema nuevo pero, sí, está muy presente. En sucesivos edictos condenatorios de la “pseudoterapia” (categoría en la que los más incrédulos incluyen a la acupuntura y al psicoanálisis y a la osteopatía) creada por el médico alemán Samuel Hahnemann en 1796. Sobran las siglas firmantes aquí y allá y en todas partes con ánimo de inquisitorial caza de brujos. Colegios de Médicos españoles (que cancelan todos sus cursos de homeopatía, a los que mantuvieron hasta ahora por su “arraigo en la sociedad”, pero ya no porque la “pseudociencia” no ofrece “evidencias clínicas y evidencia una falta de toda base científica”); Asociaciones Farmacéuticas Norteamericanas (que obligan a advertir en el envase de que “no hay evidencias científicas de que el producto funcione”); investigaciones que advierten del gran negocio y de la mínima concentración de esas sustancias generadoras de síntomas similares a los de aquello que quieren curar; y, last but not least, terroríficas historias contando lo que les pasó a todos los que optaron por terapias alternativas impartidas por placebistas marketing emocional que dicen cosas como “Usted sanará si es su momento para sanar” o “Si no funcionó es porque no siguió mis instrucciones”. Y, después, ya saben como sigue: terminando.
CUATRO Y la verdad sea dicha: Rodríguez nunca renunciaría a unos shots antibióticos cuando la fiebre y la infección; jamás combatiría (toca madera) un tumor oliendo fragancias o con manos mágicas o gotitas de algo con nombre alquímico-arcano-oscurantista como Nux vomica o Referéndum; y ha clavado en su hijo todos los modelos de vacunas obligatorios y hasta alguna optativa. Pero también es cierto es cierto que Rodríguez tiene mucho que agradecerle a los apóstoles de Samuel: adiós a unas aftas en la boca que lo atormentaron desde su infancia y fue la homeopatía –contra pronóstico de todo neurólogo– la que desterró ese ruido blanco que le llenó la cabeza durante meses.
Van a ser tres años de El Episodio y rewind/replay: Rodríguez fue involuntariamente empujado a las vías desde el andén del metro por una chica-zombi demasiado preocupada mandar al frente otro tweet. Y Rodríguez no fue arrollado pero sí cayó, cayó en coma que, en verdad, es algo mucho más parecido a los puntos suspensivos.
CINCO Al salir de allí, Rodríguez estaba seguro de que lo que oía –como en aquella novela marciana de Philip K. Dick– era el sonido del universo descomponiéndose o a un Pink Floyd reunido asumiendo la ejecución del muzak de la atmósfera. Y ningún electroencefalograma dio en la tecla; pero sí lo consiguieron unas silenciadoras bolitas blancas con sabor a azúcar. Y entonces Rodríguez pudo volver a oír a la perfección nada más que los reproches de su mujer y las demandas de su hija y las preguntas de su hijo en cuanto a cuándo se estrena la nueva peli de la Marvel. Pero Rodríguez no olvida sus noches insomnes de iluminada pseudoalucinación sónica. Y se acuerda aún más de todo eso escuchando ahora el nuevo álbum de Roger Waters: Is This the Life We Really Want? Mal título, buena pregunta. Aquí –un cuarto de siglo después; producido por el mismo Nigel Godrich que en su momento le robó todo a Pink Floyd para llevárselo a Radiohead y que ahora vuelve arrepentido– una nueva furibunda diatriba-rock rebosante de humor negro y bilis amarga del maestro en pasar del susurro al grito en un segundo. Algo así como Wish You Were Meddling at The Final Cut in The Wall Amused with the Dark Animals of the Moon. También es precioso. Y, por supuesto, esos ladridos de perros y explosiones y relojes y latidos descorazonados y risas de niños y conversaciones y teléfonos y televisores.
Rodríguez se lo compró (y para cuando un estudio/denuncia sobre la relación costo de fabricación/precio de venta de cds y de dvds y de monturas de gafas, ¿eh?). Y lo escucha una y otra vez mientras lee las últimas novelas-de-citas de David Markson (a quien más de un novelista alopático considera inocuo; pero que a Rodríguez le hace bien, cree) y con los noticieros al fondo pero sin volumen. Así, Waters amordazando las voces de James Comey declarando (súbito bueno de una película donde no está mal intervenir en democracias ajenas pero no te metas con la Made in USA); de la ahora frustrada Theresa May (otra víctima de las encuestas, con ese look tan parecido al de las animaciones de Gerald Scarfe para The Wall); del misterio de la demora de la identificación del cuerpo del “héroe del skate” durante él último atentado terrorista en Londres (a Rodríguez le sale su parte fake news y no puede evitar el preguntarse si se trató de retrasar la confirmación de su muerte porque nada le interesaba menos a los conservadores brexitánicos que un mártir continental salvando ingleses); de Pedro Sánchez prometiendo que va a acabar de golpe con el pseudoPSOE (el PséOE) de los últimos tiempos; de Podemos también condecorando a vírgenes (pero “vírgenes de tradición anarquista y vinculadas a las cofradías de pescadores” y no esas vírgenes conservadoras del PP y, ¿curan las estatuas sacras o es un milagro de la fe?); y de Albert Rivera aceptando la invitación de Aznarth Vader. Y Rodríguez ya casi se sabe de memoria Is This the Life We Really Want?; pero, aún así, hay algo que continúa emocionándolo. Esas últimas tres canciones-en-una en las que Waters cambia la mueca de asco eufórica por sonrisa melancólica para cantarle al amor que lo ha curado de todos sus lunáticos lados oscuros. El amor que, de acuerdo, no es todo lo que necesitas; pero algo es algo; y ese algo es mejor que nada. Ese amor que, hasta el momento, nadie podría afirmar a ciencia cierta si hace bien o mal, si se hace o se deshace, si lo vences o te vence con más o con menos amor. Ese dantesco amor que “mueve al sol y a las demás estrellas”. Y, sí, todo pasa por creerle o no a esa persona que te dice que te va a amar (y no a pseudoamar) hasta el fin del mundo.
Lo que, claro, puede suceder –tóxica e incurablemente– la semana que viene.