Cuando estaba estudiando artes visuales en la facultad pasaba mucho tiempo con mi abuela. Yo vivía en Saavedra, y la universidad estaba muy lejos de mi casa, entonces iba a la suya a dormir, como una especie de base estratégica.
Pasé mucho tiempo con ella desde chica y a lo largo de los años me hizo ser parte de una tradición que involucra la creación textil. Me enseñó a tejer y a bordar, me explicó cosas de costura o características sobre las telas. Siempre me dijo que yo era buena para cortar tela, porque no dudaba y cuando me equivocaba tenía el arte para buscar qué hacer con el error. Era una bobe de familia judía que supo tener fábrica textil, que luego se fundió. Ella fue una de mis maestras más importantes y yo quise también enseñarle cosas a ella. Le enseñé a hacer fieltro en una mesa de mármol blanco muy hermosa que estaba en la casa. Hacer fieltro como práctica compartida y de fricción, donde el entretejido de las fibras a partir de los movimientos de la mano hace aparecer una fortaleza muy radical.
El fieltro es un material muy noble y antiguo, resistente pero a la vez blando, puede adaptarse a formas, hasta pueden hacerse calcos de objetos, como esos gorros o pantuflas que se hacen en el norte de Argentina. El entretejido de sus fibras lo vuelve parecido al papel artesanal, es que en realidad el fieltro no es un material sino una forma de hacer, de entretejer pequeños hilos de manera que el azar y la fuerza los enredan en direcciones múltiples e irrastreables.
Joseph Beuys (el artista alemán), cuenta que cuando tiene el accidente donde cae del avión, es envuelto en grasa y fieltro para ser curado en manos de unos tártaros nómades. Beuys se vuelve una especie de oruga textil, como una pupa que lo envuelve y protege para que él pueda recomponerse y sanar, y el cuerpo tenga un albergue de protección, un material que lo separa del entorno, pero a la vez, que lo hace generar un adentro y un afuera: una carpa, una casa, una remera, una bandera, un mantel, una cortina, una manta, un toldo, una muñeca de trapo.
El vínculo con las telas, con el cobijo, es originario, como contenedor primordial. El abrigo, las telas pueden ser incluso un material paradigmático: como la teoría de la bolsa como origen de la ficción de Ursula K. Le Guin. Cómo contamos las historias de lo que nos interpela, cómo armamos los relatos sobre lo que nos constituye. La épica, por ejemplo, según Ursula, está relacionada a los cazadores, en cambio, otra forma de ver el tiempo y los procesos aparece en el relato de quienes recolectan con paciencia, como quienes tejen el cesto, quienes enrollan fibras entre sí o las entremezclan, o arman redes; en quienes tienen que conocer los ciclos de lo que acontece y estar en una relación armónica con el entorno.
Mi abuela solía recortar notas del diario, una práctica vintage que a mi siempre me fascinó. Artículos para sus nietas, cosas que creía que podrían interesarle a cada una, como una curaduría de las curiosidades que salían en el diario. Entonces recortó para mí una nota sobre Ayano, una artista que vuelve a su pueblo en Japón en el año 2002 porque su padre estaba enfermo y lo tenía que cuidar. Allí descubre que en su pueblo vive muy poca gente, que todos sus amigos y conocidos casi no están. Se mudaron porque los movimientos de lo rural a las ciudades suceden y los lugares cambian. La gente se mueve y las redes de afecto o memoria se ven transformadas.
Ayano construye una serie de muñecos con tela, va reemplazando a aquellas personas que habitan en su memoria. Construye un relato material de una sensación que involucra su historia personal, la de un pueblo, la de una forma de paso del tiempo que atraviesa lo económico, lo social, lo demográfico. Utiliza la representación, la idea de muñeco, la idea de doble, de escultura, de terapia. Son piezas para ser mostradas en el hábitat al que refieren, cada uno de los muñecos pertenece a un lugar, está construido para emular a esa persona, como una especie de vudú, de obra, de hechizo, de tiempo libre, de ocio, de práctica para atravesar la vida, del bienestar, de lo manual, de hacer taller con la vida.
Cuando la descubrí a través de esa nota del diario, hace aproximadamente 8 años, me obsesioné. Ayano me parece una artista importantísima. Pegué esa nota con la foto de los muñecos en la pared de mi taller. Conservé ese pedazo de diario conmigo muchos años, entre mudanza y mudanza. El taller es un lugar donde combinar materiales, donde ensayar ideas, donde el proceso es importantísimo, donde puedo hacer lo que quiera, como un lugar de libertad y ficción. Trabajo y ocio simultáneo, un espacio rarísimo de fusión que se parece a veces a los estados existenciales en los que te pone la vida. Como cuando aparecen desafíos emocionales y podés responder creativamente. En esos casos no necesariamente es lo más lógico lo que te brinda bienestar, sino más bien una salida instintiva o improductiva, que quizá te va sorprendiendo a medida que la hacés, porque te sirve para conocerte y conocer a tu entorno. Al mismo tiempo eso opera de formas que te exceden y terminás hablando también de otras cosas que no sabias.
Cuestión que en alguna de las últimas seis mudanzas de taller ese papel se me traspapeló. La obra de Ayano una semilla en mi mente que une a mi abuela, a mí, a lo textil, a una señora en Japón, a la idea de vejez, de muerte, el arte contemporáneo, la relación arte y vida. Ayano Tsukimi, de 72 años, hizo ya casi 300 muñecos. El pueblo ahora es un atractivo turístico, una especie de ciudad museo. Las obras de Ayano hablan de su vínculo personal con la ausencia y a la vez de los procesos de transformación urbanos y rurales. Como por ejemplo, algo que le pasa a algunas ciudades legendarias, como Cartagena en Colombia o Oaxaca en México, ambas tienen una parte antigua, amurallada, y dentro de ellas hay leyes que hacen que la arquitectura se conserve, como una memoria de la ciudad, que luego, finalmente se explota turísticamente, pero que también busca construir una idea de memoria sobre un lugar, como una especie de rastro, como una huella. Como pintar con carbón en una cueva o tejer una cesta para recolectar cosas del mundo, o como agarrar un pincel y hacer una marca, o pensar que el óleo dura muchos años, o dejar que unos muñecos de tela estén a la intemperie funcionando como dobles de unas personas que no están porque el mundo no para de cambiar, porque está siempre en movimiento y tiende ante todo a la transformación, al olvido y al caos.
Marina Daiez es artista visual. Nació en CABA en 1992. Su obra se exhibió en PROA21, CCK, Casa Nacional del Bicentenario, MAMBA, Fundación Klemm y otros espacios. Actualmente está participando de Cuerpos Mutantes una muestra en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires y preparando para fin de año una exhibición en PM Galería y otra en Fundación Cazadores.