“Al despertar de un desmayo que duró más de tres días, Evita tuvo al fin la certeza de que iba a morir. Se le habían disipado ya las atroces puntadas en el vientre, y el cuerpo estaba de nuevo limpio, a solas consigo mismo, en una beatitud sin tiempo ni lugar. Sólo la idea de la muerte no le dejaba de doler. Lo peor de la muerte no era que sucediera. Lo peor de la muerte era la blancura, el vacío, la soledad del otro lado: el cuerpo huyendo como un caballo al galope”.
¿Cómo trasladar al universo audiovisual las palabras de Tomás Eloy Martínez en el comienzo de Santa Evita, su imbatible bestseller de 1995 y suerte de complemento creativo de La novela de Perón, sin traicionar el fondo? La forma, como ilustra cabalmente el párrafo citado, es intraducible de un medio al otro. De todas formas, aunque eso va de suyo, la lupa va a estar puesta en gran medida en ese aspecto literario.
El otro terreno, el de la política, ya echó a correr desbocado desde que el primer poster de la miniserie de la plataforma Star+ comenzó a circular en redes sociales. Entre el potencial público que ni siquiera oyó nombrar la novela y ya puso el grito en el cielo por esa “santificación” del título, que poco y nada tiene que ver con el bronce oficial, y aquellos otros espectadores posibles que aplican sus prejuicios juzgando el libro por la portada, la polémica está encaminada desde antes del estreno, que tendrá finalmente lugar este martes 26, cuando se cumplen exactamente 70 años de la muerte de Eva.
La apuesta no es menor: amada y odiada por igual, abanderada de los humildes y “yegua”, persona de carne y hueso y mito, Eva María Duarte de Perón, Evita, llega de la mano de una notable caracterización física de Natalia Oreiro, acompañada de un reparto que incluye la participación de Darío Grandinetti, en una nueva encarnación de Juan Domingo Perón, Ernesto Alterio como el coronel Moori Koenig, el español Francesc Orella, el protagonista de la exitosa Merlí, en el rol del embalsamador Pedro Ara Sarriá, y Diego Velázquez como el periodista Mariano Vázquez, el único personaje creado especialmente para la serie.
Del papel a la pantalla, Santa Evita vuelve a imponerse como un relato de ficción basado parcialmente en hechos reales, en el cual las palabras de Eloy Martínez —que en más de un caso pasaron de formar parte de la invención total del creador a convertirse en leyenda urbana—, adquieren un carácter hiperrealista. Como el cadáver de Evita, verdadero protagonista de la novela y de la serie, tanto o más que los hombres que amaron odiarla y odiaron amarla.
La primera escena de la miniserie, producida por la mexicana Salma Hayek y escrita por las guionistas Marcela Guerty y Pamela Rementería —y visiblemente pensada para un mercado internacional—, encuentra a la primera dama despertando de un largo sueño. Parándose con dificultad, ayudada por una enfermera, recorre la larga habitación y se acerca a la ventana con la intención de tomar algo de aire. La asistente le ruega que no lo haga, repitiendo que su salud es delicada, pero la paciente insiste; al fin y al cabo, ella sabe de sobra que un poco de frío no hará ninguna diferencia en su inminente destino.
En el comienzo del primer capítulo del libro, el autor describe su estado y compara: “No parecía la misma persona que había llegado a Buenos Aires en 1935 con una mano atrás y otra adelante, y que actuaba en teatros desahuciados por una paga de café con leche”. El guion de la serie hará más tarde mucho más que eso. En su estructura de varias temporalidades trasladará al espectador a ciertos hechos de la infancia; también a su juventud, cuando el viaje de Junín a la capital junto al cantor Agustín Magaldi marcaba el arranque de una carrera profesional como actriz y zonas aledañas del mundo del espectáculo.
Es parte del concepto de la serie, que amplifica hasta el máximo las posibilidades de la reconstrucción de época a partir del diseño de producción: ambientes, trajes, peinados, etcétera. A diferencia de Eva no duerme (2015), adaptación no oficial de Santa Evita dirigida por Pablo Agüero, que potenciaba su carácter experimental a la hora de contar el derrotero del cuerpo de Evita, la nueva producción propone una estructura narrativa mucho más convencional. Más atractiva, tal vez, en términos de una audiencia amplia y universal, pero de un carácter menos alucinado y enloquecido que la propuesta llena de excesos del film de Agüero.
Lejos de encarnar en un relato biográfico, una biopic al uso, ya sea siguiendo las normas de la liturgia peronista o la “contrera”, la novela de Eloy Martínez y su adaptación audiovisual reconstruyen “la historia del cuerpo de una mujer manipulado por hombres. Un cuerpo apropiado, ultrajado”, aclara Marcela Guerty, coguionista de los siete episodios. “Una mujer que fue poderosa y que no pudo ser poseída en vida. Un cuerpo de mujer que es sometido y que, en el camino, es descubierta por esos hombres”.
Para Pamela Rementería, su compañera de ruta en la escritura del guion, “era peligrosa viva y era peligrosa muerta. La posesión del cuerpo más allá de la muerte. Te odio, te detesto, pero te quiero. Una contradicción”. Pocos minutos después del anuncio de la muerte de Evita, a las 20.35 del 26 de julio de 1952, las puertas del dormitorio son selladas y el doctor Pedro Ara, especialista en la conservación de cadáveres, se transforma en el primer hombre en manipular ese cuerpo aún tibio.
La primera estación en una travesía de varias paradas que tiene como destino inmediato una dependencia de la Confederación General del Trabajo, donde permanecerá poco más de tres años. Santa Evita salta a 1955, luego de la masacre de junio y el golpe de septiembre, con un Perón a punto de embarcar y preocupado por sus caniches.
En otras dependencias, llega la orden de hacer desaparecer el cadáver de Eva, “como con cualquier muerto normal”. Entra en escena Moori Koenig, el primer gran obseso de ese cuerpo, de esa mujer. El tenebroso hombre que, como si se tratara de una extraña maldición, encuentra altares dispuestos alrededor del camión militar de manera misteriosa, casi fantasmal. La necrofilia, literal y simbólica, física y política, comienza a empapar la historia y a poseer a sus protagonistas. Luego llegarían el anonimato de Milán, la devolución en Puerta de Hierro, los rumores de “brujería” y la repatriación final a la familia Duarte. Realidades concretas que la leyenda y la fabulación del autor anudan en 390 páginas apasionantes e iluminadoras.
“Novela significa licencia para mentir”, declaró el escritor en los años 90, luego de la publicación de Santa Evita, defendiéndose de aquellos que le achacaban faltar a la verdad. En cuanto a su condición de cronista del peronismo, cuyos orígenes deben datarse en 1970, cuando tuvo la ocasión de entrevistar al expresidente durante varias horas, y que no harían más que crecer luego de la publicación de La novela de Perón y Santa Evita, Eloy Martínez afirmaba en un reportaje de 2002 realizado por Juan Pablo Neyret que “curiosamente, son dos novelas hechas por alguien al cual el peronismo de origen le pareció una salida política que la Argentina necesitaba, una ruptura con el pasado que iba a producirse fatalmente, pero que la produjo Perón, y ése es su mérito. Pero, en tanto ideología, no tengo nada que ver con el peronismo. No creo que se pueda decir que La novela de Perón sea a la vez una novela peronista. Yo no diría eso, pero si a cualquier autor se le ocurre decirlo, no lo desautorizaré, porque la novela pertenece al lector. Ni me parece que tampoco Santa Evita lo sea. Por lo contrario, me han merecido reprobaciones del peronismo en general ambos textos”.
En 2022, entrevistadas por Radar, Guerty y Rementería reflexionan sobre las dificultades de trasladar el texto a la pantalla. “Hay una parte de la novela que es muy atractiva en términos audiovisuales y que tiene que ver con todo el misterio del viaje del cuerpo”, define Guerty. “De allí partió un poco el guion, porque además sabíamos desde un primer momento que el tono general de la serie iba a ser el del thriller. En el libro la búsqueda del narrador dura unos veinte años y al adaptar la historia decidimos que eso se diera en un único tiempo presente, a comienzos de los años 70, a partir de la investigación del periodista interpretado por Diego Velázquez. Tal vez lo más difícil fue decidir qué sacar, porque había muchas cosas buenísimas que, sin embargo, complicaban la adaptación”.
Rementería piensa en las razones por las cuáles contar nuevamente, hoy, esta historia. “Porque es absolutamente actual. El desafío fue enorme y muchas cosas no se pudieron incluir, incluso por limitaciones ligadas a la pandemia. Pero trabajamos desde un primer momento en contacto permanente con los directores, Rodrigo García y Alejandro Maci, y los lineamientos de los imaginarios fueron muy claros. ¿Qué contar y cómo contarlo?”.
“Siempre es un desafío narrar la vida de un personaje que es también un mito”, continúa Rementería. “Nosotras salimos del mito, salimos de lo político, salimos de lo histórico y nos metimos en la intimidad. Y contamos la historia desde ahí: desde la mujer, que tenía esa edad, con todo ese deseo y con toda esa muerte”.
“Transitamos algunas de las aristas que recorre Tomás y también algunas propias”, aclara su compañera. “Pero tratando de bajar del bronce, porque uno a veces construye a estos personajes desde un lugar épico y esta serie necesitaba de la vida de los personajes. Es gente como nosotros, tienen nuestros mismo órganos. Hay algo interesante y es lo que Tomás instaló: una verdad que no nunca fue verdad, sino lo que él noveló. Más allá de que Santa Evita, la novela, tiene un enorme trabajo de investigación detrás, muchas de las cosas que están presentes en el texto las imaginó Tomás. Y, sin embargo, pasaron a la historia como algo real. Mucha gente me dice ‘pero en la realidad pasó tal cosa’, y hay que aclarar que no, que eso es parte de algún capítulo de la novela”.
La obsesión por Evita en vida y post mortem cristaliza en varios momentos de la serie, pero la escena que cierra el episodio número 3 es paradigmática. El periodista de investigación Mariano Vázquez, pucho en mano y ya sin la compañía de su editor, recorre una serie de diapositivas inéditas. Una de ellas, tomada en la famosa noche del 22 de enero de 1944, cuando Perón y Evita se cruzaron (aunque no por primera vez) en el Festival de la Solidaridad realizado en el Luna Park, muestra a la pareja en formación dentro de un automóvil en movimiento, a punto de besarse. El detalle no es evidente desde la distancia, por lo que Vázquez se acerca a la pantalla, sus ojos transformados en microscopios, hasta fundirse con ella. La imagen nunca existió en la realidad. El beso, ¿quién lo sabe? Lo que se imprime, como en la novela de Eloy Martinez, es la leyenda.