Los Estados crearon sus poderes judiciales para reemplazar la violencia cuerpo a cuerpo, la venganza privada y el imperio de la ley del más fuerte. El árbitro ya no será entonces el más grandote sino un tercero que analiza las pruebas, reflexiona y decide. Y así pasaron los siglos, reemplazando las togas por finos trajes y mejorando los textos de las leyes para aproximarlos – en la teoría -, a las necesidades de sociedades que cada vez con más intensidad reclamaron el reconocimiento de sus derechos.
En ese sentido, Argentina es uno de los países del mundo con mejor legislación protectora. Las Convenciones Internacionales sobre Derechos Humanos, incluidas en la Constitución Nacional (art. 75 inc 22), son el más claro ejemplo de ello. Madres de Plaza de Mayo, Abuelas e Hijos, que llevan largas décadas junto a otros organismos defensores de los DDHH, exigiendo al Estado el cumplimiento de esas normas superiores, son admiradas en el mundo entero. Sin embargo, los estrados siguen allí. Son escenarios elevados que estimulan a muchos magistrados, a mirar desde arriba al resto de la comunidad.
Con primaveras de justicia como la comenzada en 2003, por una decisión política sin especulaciones, fuimos avanzando a los tumbos. El poder judicial argentino atraviesa probablemente el momento de más baja imagen en la historia del país. Hoy, el 82 % de la población descree de sus jueces.
En ese contexto, cada fallo justo genera una reacción de quienes se aferran a sus privilegios que se ven amenazados por esos magistrados. Y esos reaccionarios de manual, representan precisamente el Poder Real. Son las diferentes corporaciones que integran nuestra vasta sociedad. Las financieras, son las que solventan a sus socias infiltradas en el Poder Judicial y en la política, y finalmente, a los valiosos medios hegemónicos de comunicación.
Si bien ese poder real hoy no cuenta con un ejecutivo corrupto (como lo fue el capo de mafia Mauricio Macri), ni una agencia de Inteligencia espía, el Lawfare o guerra judicial, permanece intacto. Los jueces y fiscales siniestros que lo sostienen continúan en el avance de dos frentes de lucha. Uno, el de la persecución sostenida a referentes políticos progresistas, con especial y obsesiva dedicación a Cristina Fernández de Kirchner. El otro, dedicado a consolidar la impunidad de Mauricio Macri y sus cómplices.
El objetivo general, el de siempre. Garantizar la impunidad que permita el saqueo y la transferencia de recursos para su posterior fuga a paraísos fiscales. Ese proceso perverso, cuando se ve obstaculizado por gobiernos nacionales y populares, se reinventa, diseñando nuevos mecanismos de ataque como lo es el Lawfare con el cual se reemplazaron los métodos de la represión física tradicional. Y cuando ese nuevo escenario no encuentra respuesta suficiente que lo desactive, se potencia.
Como a partir de la comunicación hegemónica han logrado que la verdad ya no tenga importancia, encuentran expedito el camino hacia la difamación, la persecución acelerada y simultáneamente la impunidad de sus socios. Los jueces y fiscales decentes se encuentran inmovilizados ante semejante poder de fuego. Los políticos del oficialismo se muestran embarullados en las cuentas sobre los porotos legislativos. Los desposeídos del capital, con ampollas por caminar sus reclamos. Finalmente la militancia partidaria reafirmando cada día su fidelidad a un proyecto nacional y popular que, sin una justicia democrática, aparece por momentos lejano.
Cristina se ha expresado una vez más. Con esa mezcla de personal dolor y asombrosa sabiduría, ha movido el tablero. El diagnóstico ya está. Ahora le toca actuar al presidente de la nación. Alberto Fernández cuenta con los instrumentos legales necesarios, con los colaboradores cercanos leales y sobre todo con un pueblo siempre dispuesto a salir a defender los principios de libertad, justicia y soberanía.