Sobre la barra del bar, humeante, un pocillo de café. Índice y pulgar de una mano blanca, dedos finos, uñas rojas, llevan el pocillo del plato a la boca. El pocillo regresa al plato con una marca de rouge rojo sangre, similar al de las uñas, al tono. La mano blanca se cierra y gira. La muñeca muestra la hora; reloj dorado, Cartier, ocho de la noche.

Sobre la última de las mesas, en diagonal a la barra, debajo de un cuadro de Miró, un vaso de Martini. Un índice va recorriendo el borde del vidrio. Busca encontrar en su filo, los secretos íntimos de esa boca roja, de esa minifalda azul, de esa camisa blanca entallada. El índice sale de la copa y, ayudado por el pulgar, hace girar el anillo en la otra mano corriéndolo de a poco. Lo saca. La alianza de compromiso va a parar dentro del bolsillo junto a la billetera.

El dorado Cartier vuelve a girar, a mostrar la hora, ocho y media.

Las uñas rojas tamborilean, impacientes, sobre la barra.

Un vaso con hielo y vodka se acerca más de lo debido al pocillo manchado de rouge. El pocillo abandona el plato. Regresa vacío.

El vaso acosa al pocillo, lo ronda. Va y viene de la boca a la barra, suda, marca territorio, intenta romper el hielo.

Casi vacío, aguado, el vaso de vodka decide retirarse.

El vaso de Martini va a la boca. El sabor, dulce y amable, anima a la lengua, le da valor, la desata como al nudo de la corbata que se afloja un poco, se relaja.

El dorado Cartier marca las nueve.

El vaso de Martini, por la mitad, abandona la mesa acompañado de un saco que sale del respaldo de la silla y va a parar al hombro. El vaso avanza sin miedo a derramarse y, distendido, esquiva sacos, camperas de cuero, camisas. Se detiene junto a la barra. Espera. Luego se posa a centímetros del pocillo de café, ocupa el territorio que marcó con sudor, el despreciado vaso de vodka.

Ahora, esas mismas uñas rojas que tamborileaban impacientes sobre la barra, bailan al ritmo de Caetano, se mueven con sensual cadencia.

Unos anteojos de marco rosa se instalan junto al pocillo de café y el vaso vacío de Martini. Al rato, los anteojos, se encuentran con una nueva realidad, un balde plateado, dos copas de champagne.

Una llave se separa del manojo y busca dubitativa su espacio. Tropieza torpe dentro de la cerradura y al final logra abrir la puerta. Luego va a parar sobre la mesa ratona junto a la foto de una pareja. En el espacio que suele ocupar una cartera, unas gafas de aumento, unas de sol, una nota: acordate de regar las plantas, cuidame bien el departamento, regreso el lunes, te quiero mucho, besos.

El alcohol, que ya hizo su trabajo, desnuda de prejuicios a la boca que cae en el rouge, se empantana.

La mini azul, desinhibida, cae lentamente por las piernas y termina en el suelo.

La camisa blanca pierde el talle y la postura. Cae al piso junto a una camisa celeste, una corbata azul, unos pantalones negros.

El sillón improvisa, es cama.

La luz del alumbrado público, al pasar por la cortina de voile, es un tibio sol de madrugada que ilumina la pieza. La potente luz de unos faros, al doblar la esquina, entra por el ventanal. Va recorriendo en abanico la pieza, hace foco en un perchero con ropas de mujer, en el espejo de la cómoda, en un cuadro de Picasso, en dos bultos debajo de las sábanas.

Un viento sospechoso, de tormenta, mueve las cortinas.

La habitación queda de nuevo iluminada por la penumbra de la calle.

Otros faros recorren el mismo camino que los anteriores pero se detienen. Dejan un momento la pieza a media luz. Se apagan.

Esta llave ocupa precisa su espacio en la cerradura, gira. La puerta se abre. Deja entrar, junto con el viento, la sombra de una mujer. La luz del living se enciende. Una cartera, unas gafas de sol, otras de aumento, ocupan su espacio habitual en la mesa ratona.

Un zapato de taco sale de un pie y cae en el felpudo. Luego el otro.

Unos pies desnudos pasan junto al sillón. Se detienen junto a la ropa tirada en el suelo.

Los pies suben las escaleras con cautela. El peso del pie derecho rompe el silencio haciendo crujir uno de los peldaños. Se detiene.

Silencio.

El pie izquierdo hace gruñir el siguiente escalón.

Silencio.

La alianza al chocar contra el picaporte produce un sonido metálico. El picaporte gira. La puerta se abre.

Los pies desnudos entran en la pieza y van hasta la cómoda. La luz de la calle entra en el cajón de la cómoda. Las prendas estorban a la mano que arruga una camisa, una remera, un pantalón. El anillo choca con otro objeto metálico.

Se escucha pasar un colectivo.

El cromo de un revólver brilla al paso de la luz de los faros.

Carlos, se escucha.

Se escucha una moto.

La cortina de voile se agita con el viento y deja entrar algo más de luz.

Carlos, se escucha.

Los bultos se mueven entre las sábanas.

Vos andate, se escucha.

Uno de los dos bultos, el más pequeño, se desliza por entre las sábanas, desaparece.

Unos pies bajan sin cuidado las escaleras. Las manos de uñas rojas hacen un bollo la pollera azul, la minifalda, los zapatos.

La puerta de calle se cierra con violencia.

En la pieza, se escucha el crujido metálico del percutor.

Pará, pará, se escucha.

Andate, se escuchá, andate y no vuelvas.