Empecemos por el nombre: al principio le pusimos Gloria. Daba vueltas por el jardín, se instalaba en el patio al lado de una de nosotras, no cejaba en sus intentos de que la adoptáramos, cosa que por fin hicimos y entró en la casa. De ahí el Gloria: “Little Gloria, happy at last” como se había dicho de la niña heredera de los Vanderbilt. Quedó para siempre agradecida (esas cosas con los animales se saben), cuando todavía salía a corretear (luego se apoltronó) volvía siempre con algún regalito, los restos de un ratón, la oreja de un conejo. Minuciosamente lo depositaba a los pies de una de nosotras, era muy atenta, como decía Borges de aquella muerta que, según una amiga suya, había regresado en uno de sus sueños para despedirse. A veces esa atención llegaba al límite. Una tarde apareció un pájaro muerto en el corredor, y mientras yo lo recogía para llevarlo al jardín, entre asqueada y compungida, agradeciendo el regalo pro forma, emergió un segundo pájaro maltrecho de detrás de un sillón. Gloria había traído uno de repuesto.
De Gloria pasó a ser Glory. Cuando yo me recuperaba de aquel accidente en que me rompí la pierna, alguien me dijo que los gatos, o más precisamente el ronroneo de los gatos ayudaba a soldar los huesos. Esa opinión, para nada científica pero no por ello necesariamente errónea, fue reafirmada por una amiga. Me pasé dos meses en el cuarto que daba al jardín, sin poder caminar, con la pierna en alto, envarillada, y Glory en la falda. Leí mucho ese verano, no recuerdo demasiado bien qué. Leía, acariciaba la gata que ronroneaba, aletargada, hasta que también me quedaba dormida. Rara vez soñaba, el accidente me había dejado la mente en blanco. Todavía no sueño, yo que armaba ficciones con mi deambular onírico, pero esa es otra historia que prefiero no contar.
Glory tenía el hábito de tragar saliva, como quien, disponiéndose a hablar en público se aclara la garganta. Esto que parecía un tic gracioso se debía, descubrieron, a un tumor implacable. No había cura, sufría, hubo que sacrificarla. Tuve que irme varias veces del cuarto mientras el veterinario esperaba que surtiera efecto el sedante brutal que le administró primero para luego darle el barbitúrico que le pararía el corazón: el mismo procedimiento que se sigue, según parece, con los presos condenados a una muerte que no siempre es inmediata y puede ser dolorosa. Volví a entrar al cuarto cuando le dieron la segunda inyección: quería verla irse. Se fue como quien se va. Al ver el cuerpo muerto me dije que como todo cuerpo muerto parecía un trapo, que la gata me había ayudado a curarme y que yo no había podido retribuirle el favor.