Sylvia leyó, pensó y escribió como pocas, construyendo una obra literaria y crítica cuya significancia marcó la segunda parte del siglo XX latinoamericano y abrió nuevos rumbos para el XXI. Ella es el eslabón entre la crítica erudita, cosmopolita del grupo Sur —se metió con el gran escritor de su siglo, Borges, sin reparos y lo arrojó a la contemporaneidad más moderno aún — y un presente para el que inventó dispositivos y claves de lectura propios ampliando nuestra capacidad de análisis a todo lo reprimido y soslayado en los gestos fundacionales de la literatura latinoamericana. Hizo emerger de un siglo 19 encorsetado, polvoriento, violento y elitista, un modo irreverente, sutil y disidente para leer en clave de género, anti-norma y en goce estético todo el edificio identitario que seguimos desconstruyendo gracias a sus ideas. En un ambiente muchas veces patriarcal, competitivo, injusto como puede ser la academia, Sylvia construyó también un tejido profundo de lazos afectivos, una familia queer, entre sus estudiantes, colegas y amigues.
En ese círculo amoroso amparó a los expatriados de tantos países que llegaban a Nueva York en busca de libertad, de un espacio para repensarse y reinventarse, con la sabiduría de quien había recorrido ese camino primero y concebía su mundo más allá de las fronteras lingüísticas y culturales. Formó a toda una generación de críticos que hoy se dispersan por la academia norteamericana, latinoamericana y europea y que nos reconocemos como esa suerte de cofradía de Los Molloy, donde ese sustrato intelectual y afectivo nos acerca y nos sostiene. La constelación Molloy es hoy rica en lenguas, nacionalidades, ideas y conceptos gracias a su inmensa generosidad. Sylvia escuchaba el deseo de sus estudiantes, intuía el hilo singular que ligada su universo literario y teórico con el otro y enseñaba a tirar de ese hilo hacia otros espacios; no buscaba que la siguiéramos ni prolija ni obedientemente, se disgustaba si se la colocaba en el lugar del oráculo de sabiduría.
Ella esperaba atenta en el transcurrir de una conversación, en las horas de magnífico diálogo que podían tener lugar en sus seminarios, en llamadas telefónicas a deshoras, durante un café o en ese espacio tan singular que la academia norteamericana llama “horas de oficina” —especie de charla terapéutica, examen oral y banquillo de acusado todo junto—, un momento de chispa de sorpresa, de innovación y novedad que podía emerger tanto en el murmullo del texto como del chisme, pero que diera vuelta la lectura que hasta entonces era suya, para enviarnos raudamente en esa dirección, hacia afuera, más allá, en búsqueda de la voz propia.
Tanto se escribió en estos días sobre su voz singular, pero creo que fue una voz activada siempre por la conversación, por el pensar con el otro, dejando aflorar allí una subjetividad profanadora, inmodesta, desfachatada y fresca que le devuelve cuerpo, gesto y afecto al juicio estético. Ese es también un modo de leer, de deconstruir los textos, como ella nos enseñó a hacer con sus lecturas de Sarmiento y el desliz en la crónica de viaje de tono grandielocuente donde aparece la figura del peluquero francés; o en la crónica de Martí cuando del análisis del platonismo estético de Wilde, emerge su pelo ensortijado y el deseo desborda en fascinación y recelo; o cuando la compleja necrológica del mismo autor escrita por Darío, termina condensándose en la imagen de un perro muerto, que para Sylvia en su afinidad electiva con la vida animal era una de las escenas más violentas y condenatorias del modernismo.
Así, sus gallinas tenían nombre de primeras damas y en su discurso como presidenta del MLA no empezó con la posición consabida del momento preguntándose si el subalterno podía hablar, sino con el “¿podemos hablar?” de la comediante stand-up Joan Rivers, una pose que le salía genial.
Como ella lo señaló, nunca hay poses inocentes, ya que la pose misma es el primer momento de una performance de sí; siempre una invitación a la interpretación, donde el cuerpo dice lo que discurso maliciosamente calla. Ese inmenso legado intelectual y afectivo se vuelve trasmisible a través de Los Molloy, quienes honramos lo recibido al continuarlo y pasarlo a otra generación, desapropiándola, dejándola ir para el descubrimiento y goce de otres.
*Alejandra Uslenghi es crítica y docente en Northwestern University.