Luis deja el taxi estacionado casi en la esquina y toca dos timbres. Cuando se abre la puerta, lo primero que ve Luis es la sonrisa de ella que, sin decir nada, lo abraza. Colgándose del cuello, lo abraza. Luis siente los brazos finos y largos y piensa en esas plantas invasivas que suben por los árboles hasta asfixiarlos.

—Te traje la plata -dice Luis.

—Viniste -dice ella.

—Mamá -dice Luis y se contiene de seguir hablando. 

Quisiera decirle que vino porque ella lo llamó; quisiera decirle que podría haberlo esperado un poco más; quisiera decirle ¿por qué tanto apuro en que te devuelva la plata? Pero no. Luis dice: entremos, mamá. Entremos. Ella lo suelta. Le da un beso, lo acaricia, lo mira a los ojos. Los ojos de ella son verdes. A veces el verde es como ahora, nuevo, vivo. Como el pasto después del invierno cuando despunta por primera vez; otras veces son grises. Grises como el cielo los días de lluvia.

Caminan el largo pasillo en silencio. Ella, ahora, está aferrada al brazo de Luis; colgada del brazo como se cuelga una campera gruesa los días de calor.

Cuando llegan al departamento, ella lo suelta y Luis entra primero.

—¿La dejo «donde siempre»? -dice Luis. «Donde siempre» es adentro de una jarra de cerámica con forma de pingüino gordo. Ella siempre guardó la plata ahí. Luis recuerda volver de hacer los mandados, a los siete u ocho años, y dejar el vuelto adentro del pingüino. Luis tiraba las monedas para que ella escuchara el ruido contra las paredes de cerámica hasta caer en el fondo. Cuando le sobraba un billete, no. El billete, Luis se lo guardaba sin decir nada.

—Comamos en la cocina -dice ella.

Luis no contesta. Va al living. Mira la repisa. El elefante blanco, el muñeco de un coya de bigotes cargando morrales llenos de trigo y maíz, el buda dorado y sonriente, la foto de Perón montando un caballo blanco, el porta sahumerio de hojalata. Luis mira. De un lado al otro mira, pero no. No lo ve. No está. El pingüino no está. Mejor, piensa. Siempre le pareció un bicho horrible de postura soberbia que pretende ser elegante con ese pantalón a rayas, ese moño ajustado, esos zapatos de punta redonda.

Luis tantea la plata en el bolsillo y va a la cocina. Entra y se sienta en la punta de la mesa. Frente al aparador. Ella acomoda los vasos y la panera. Luis busca con la mirada al pingüino. Ella se acerca con el plato hondo lleno hasta el borde y lo pone delante de Luis. Después trae el plato de ella. Tiene poco. Dice que no tiene hambre. Mira a Luis comer y le cuenta que todas las noches le reza a una estampita de San Cayetano para que no le falte ni la salud, ni el pan, ni el trabajo. Le dice que le hubiera gustado amasar ñoquis pero dice que, de chico, la sopa era lo que más le gustaba a él.

Luis arrastra la cuchara entre las hojas de acelga la papa y las zanahorias. La arrastra hasta que choca contra el borde y se la lleva a la boca.

—¿Está caliente? -dice ella.

—Un poco -dice Luis.

—Echale un chorro de soda. Está en la heladera -dice.

Luis va y abre la heladera. Agarra el sifón. Y lo ve. Ahí está. El pingüino.

Deja el sifón y lo agarra. Lo lleva hasta la mesa y lo pone entre ella y él.

Ahora comen los dos. El silencio es más fuerte que los golpes de las cucharas contra el borde del plato, que las bocas sorbiendo.

Terminan la sopa. Ella se para y junta los platos. Luis se acomoda en la silla y mete la punta del dedo meñique en el pico del pingüino.

—¿Sabías que los pingüinos pueden aguantar hasta veinte minutos sin respirar? -dice Luis.

—Es una jarra muy cómoda -dice ella.

—No sabía que lo usabas -dice.

—Era de tu abuelo -dice.

—¿Mi abuelo? -Luis sabe que su abuelo trabajó en el ferrocarril hasta que se jubiló. No mucho más.

—Cuando era mozo -dice ella.

—¿Mozo? -dice Luis y saca el dedo del pico del pingüino.

—En la costa -dice. Y cuando lo dice los ojos se le agrandan. Entonces habla del verano en hoteles al lado del mar enorme, con olas altas y caracoles en la arena. Y cuando ella dice Perón, sonríe; cuando dice Evita los ojos llegan al mejor verde que se pueda imaginar.

—¿Querés ver fotos? -dice ella.

No, piensa Luis. 

—Bueno -dice.

Ella va a la pieza y vuelve con una caja de zapatos. La abre y el olor a humedad inunda la cocina. Comienza a sacar las fotos de a una. Despacio. Son fotos con los bordes recortados con una tijera de picos; están pegadas en cartones y protegidas por un papel traslúcido y fino. Revuelve y saca una, dos, tres. Luis Ve sombrillas, caras sonrientes, familias con muchos chicos que miran el mar. En una distingue varios edificios enormes uno al lado del otro. a un costado, con birome y en letra cursiva dice: diciembre/48. Entre paréntesis: Chapadmalal.

—El día que se inauguró -dice ella.

—¿Estuvo ahí?

—Trabajó de mozo.

—¿La vio? -dice Luis.

—De lejos -dice ella. La mirada de los dos se junta sobre el lomo esmaltado del pingüino y por un instante a Luis le parece que el marrón se tiñe de verde.

—¿Es de ese día?

—Elijo creer que sí.

—Guardabas la plata -dice Luis.

—Las monedas -dice ella- durante mucho tiempo..., ahí juntaba las monedas. Cada vez que tiraba una adentro, mientras la escuchaba rebotar, pedía un deseo.

—¿Como en las fuentes?

—Pero sin agua.

—¿Se te cumplió alguno?

—Algunos, no. Otros, sí.

Luis quisiera preguntarle desde cuando decidió usar al pingüino como jarra para el agua pero no lo hace. En cambio, se levanta y lo agarra con las dos manos. Lo acaricia. La cerámica esmaltada tiene grietas finitas y largas.

—Es hermoso -dice Luis.

Ella sonríe con la timidez propia del que no está acostumbrado a recibir elogios. Entonces dice que hay frutas. Una banana o una manzana tengo, dice ella.

Luis elije la manzana. Sostiene el pingüino, lo gira y mira en su interior. Ella con el borde del cuchillo firme gira la manzana. Cuando termina pone la manzana en un plato y se lo alcanza a Luis que sopesa el pingüino.

—No se consiguen más de estos -dice. Ella lo mira. Él le muestra el pingüino.

Ella guarda las fotos. Las guarda con la delicadeza que exige un rito. De a una las mete en la caja una sobre otra.

—Es hermoso -dice Luis. Ella se levanta y se aleja con la caja. Luis se levanta, va al living y deja el pingüino sobre la repisa. Después saca una moneda, la tira adentro y, antes de que deje de rebotar en las paredes, pide un deseo.