Qué botonazo se ha puesto el mundo, caray. Hasta para comprar yerba tenés que confesar nombre, DNI, estado civil y gustos sexuales. ¿Por qué habremos entregado nuestra privacidad tan fácilmente? Debe ser que los quince minutos de fama que prometía Warhol nunca llegaron, entonces hicimos de la vida una larga y obscena exhibición de gustos, confesables o no, interesantes o no. En lugar de fama vivimos la era de la desnudez al divino botón, y sin sexo a cambio, que es lo más penoso.

Y pensar que hace unos cinco años, lo que equivale a un estornudo en el devenir de la historia, la gilada decía que no querían darle sus datos a la SUBE porque el peronismo los iba a perseguir con este método que ahora se podría definir como cavernario. Hoy, nuestra vida, toda, está en cualquier base de datos que se venden, se compran o se cambian como figuritas. O se usan para tenernos como marionetas, babeando por el último producto inventado, sea un auto o un candidato. Por ahí entran las modas, las taras y todas las ideologías. Es la puerta de entrada de todas las formas de colonialismo, las evidentes y las que apenas se perciben.

Y como si fuera poco, un día llegó Google Maps, que hizo que nuestras casas aparecieran en todos los teléfonos del mundo, porque sí, porque a alguien con (mucho) poder le pareció peligroso que una prima que venía de visita se perdiera por el barrio. Y hasta nos mandaron una camionetita que pasó por el frente de ¡todas las casas de la tierra!, y las fotografió. Porque se les dio la gana. Porque nadie encontró la forma de oponerse. Porque se suponía que todo lo que deseábamos en la vida era poder decirle a la vecina: “Ay, mirá, Mabel, el mundo sabe quiénes somos”.

Hasta hubo gente que se perpetuó porque la camionetita pasó justo cuando estaba regando la caléndula o meando al costado del viejo roble amarillo porque esa noche había salido de juerga y había vuelto excedido en cerveza.

Entonces, otros aprovecharon y entraron en ese juego. Las apps oficiales, los bancos, los alcahuetes, las oenegés y los grenpeaces. Por eso, entrás a comprar un pasaje de tren o a concursar por un premio literario y te encontrás con que quieren saber, además de tu nombre y de tu DNI, si tenés tarjeta de crédito, o si te gustaría ir a ver el último show de algún pibe de Berazategui que habla como uno de Miami.

Y la cosa no para acá. Después te preguntan si te autopercibís agénero, bi, cis, fluido, pángenero, trigénero, non–conforming, drag–king, drag-queen o delfín.

¡Pero si lo único que quería era comprar un pasaje para ir a visitar a mi tía! O que alguien leyera mi escuálido cuentito para ver si vale la pena publicarlo. Si quisiera ventilar mi vida sexual me haría una cuenta de OnlyFans y me llenaría de oro mostrando mis músculos y mis atributos.

Y acá aparece ya no la violación de la intimidad sino su venta. Es como si algunos dijeran: “si otros venden mi vida, mejor la vendo yo”. Vender que a uno les gustan las minas o los chongos pasó a ser un negocio, o en todo caso algo cool. Así, los que se metieron por nuestras ventanas a espiarnos aparecen justificados porque miles y miles de personas abren sus ventanas para ser espiados.

Es impresionante ver cómo nos vendieron esta realidad paralela. De a poco, pero a la vez bien rápido, como si jugaran a que nos están protegiendo cuando en realidad nos estaban invadiendo. Como si nos estuvieran informando cuando en realidad nos estaban catalogando en tipos de consumidores.

Lo bueno de todo esto es que nos dan descuentos por cualquier pavada que por lo general no nos interesa. Esta semana tienen descuento especial los que nacieron un martes… como si la violación debiera justificarse o repararse con unas monedas.

La lectura política del asunto es que mientras una parte del mundo va hacia una dirección, en busca de conquistar derechos, o de terminar con algunas viejas miserias, el mundo mismo va en sentido contrario, aboliendo todos los derechos relativos a la privacidad, a la intimidad; a la libertad, en definitiva. Porque la supuesta libertad de ser parte del todo significó que ellos saben todo de nosotros y nosotros nada de ellos. Cualquier banco sabe cuánto ganamos y gastamos, nosotros nunca cuánto ganan ellos.

Claro que esto sería imposible sin tantos cómplices o idiotas útiles, personas físicas o instituciones que dicen que van a salvar el mundo mientras se salvan ellos, colectivos de todos los colores o simplemente vivos que aprovechan la volada. Y como si fuera poco, los que nos espían hasta cuando tenemos sexo se ahorraron los chips que nos iba a poner Bill Gates. ¡Ni siquiera fue necesario que invirtieran!

¡Y te filman en la calle y cotejan tu cara de ganso con la de los peores criminales de la tierra! Un canal de televisión pone un dron en el aire y te filma en un bar con la excusa de la belleza del paisaje. O sin excusas. Y si ese día estabas de trampa con la señorita a la que venís verseando desde hace meses, fuiste Carlitos, llegás a tu casa y te cambiaron la cerradura de la puerta. Porque tu vida privada le pertenece también a un canal de televisión que muestra “la realidad”.

Ya entregamos el rosquete y no hay regreso. Ni nadie lo pide porque la resignación es completa. Lo que no están resignados son los que no se enteran de nada, los que creen que así están más protegidos. En el medio, una mínima parte del mundo se beneficia con algún negocio o conquista virtual. El resto, aplaude.

El único que se solidariza es Facebook, que tiene un ítem (la mayoría no lo debe saber) donde te pregunta qué hacer con tu cuenta en caso de que fallezcas. Sí, señores. Facebook sabrá antes que nuestros amigos que hemos crepado. Y hará lo que le pidamos, lo cual es enternecedor. Nos homenajeará. O mostrará nuestras mejores fotos. O simplemente cerrará nuestra cuenta como una forma de proteger nuestra privacidad cuando nuestra privacidad se murió antes que nosotros.

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