Jonas Mekas en la escena con Fred Astaire de Imagine (1972), un film de Yoko Ono.

UN BAILE CON FRED ASTAIRE

“Ven al St. Regis Hotel. Te necesito en una escena que estoy rodando.” Eso fue todo lo que dijo Yoko Ono, en medio de la filmación de su nueva película, Imagine. Y allí fui.
“Tendrás que bailar con Fred Astaire”, comentó como si nada. “De acuerdo”, respondí. Luego de conocer por un tiempo a Yoko y John he perdido mi capacidad de sorpresa ante situaciones como estas. Al rato llegó Fred Astaire. Steve Gebhardt preparó la cámara. El plan era bailar por toda la habitación.

“No, aún no. Ensayemos un poco”, dijo Fred Astaire. Bailó a lo largo de la habitación tres, cuatro, cinco veces. Lo necesitaba para saber exactamente qué hacer. Luego se volvió hacia mí e indicó que era mi turno de ensayar. “No, gracias”, respondí. “Hagámoslo de una vez.” El entrenamiento actoral de mi juventud sirvió para saber que un profesional puede aprender de un ensayo, pero en cambio un amateur solo puede empeorar. Llegó el momento de actuar. Astaire bailó a lo largo de la habitación vacía y yo lo seguí sin haber ensayado.

Tiempo después, luego de ver la película por televisión, Ken Jacobs me dijo: “Creo que lo hiciste mejor que Fred Astaire”. Por supuesto que su comentario me halagó mucho.

Aquel fue el punto más alto de mi carrera como bailarín. El comienzo, la cumbre y el final al mismo tiempo. Breve, pero memorable...

CUANDO CONOCÍ A SCHWARZENEGGER

Fue justo antes de Navidad. El año era 1994. Estaba en Los Ángeles, de visita en lo de mi amigo Hiro Yamagata.

Dormía profundamente cuando de repente me despertó el sonido ensordecedor de unas motocicletas. Cuando más tarde le pregunté a Hiro, dijo “Ah... todos los domingos por la mañana salimos al desierto a andar en moto con Arnold... Arnold Schwarzenegger. Por diversión”.

Más tarde, ese mismo día, Hiro me preguntó si quería ir a una fiesta infantil de Navidad en la casa de su amigo. Como no tenía nada mejor que hacer, le dije que sí.

La fiesta transcurrió de forma correcta, los niños estaban disfrutando. Eran niños de Hollywood, pero los niños son siempre niños.

Como toda verdadera fiesta navideña para niños incluía, por supuesto, a Papá Noel. ¡Qué sería de una fiesta así sin él! Cuando apareció, alegre y con su risa de jo jo jo los niños se volvieron locos.

“¿Sabes quién está debajo del disfraz?”, me susurró una mujer a mi lado. Al responderle que no tenía idea, me contestó: “Es Arnold”.

Observé detenidamente a Papá Noel y sí, era Arnold, sin duda. ¡Y lo estaba disfrutando mucho!

Al rato, cargó la bolsa con regalos sobre su gran hombro y se marchó a repartir más regalos. Fue hermoso ver esa faceta suya.

Pero debo contarles otra historia con Hiro Yamagata.
La primera vez que lo conocí me confesó que una de las personas que más anhelaba conocer era Allen Ginsberg, y me preguntó si podía presentárselo. Respondí que era lo más fácil que podía pedirme y que lo llevaría a conocerlo de inmediato. Justo había recibido un llamado de Allen ese mismo día preguntando si podía ir a la galería de la Universidad de Nueva York para ayudarlo con el montaje de su exposición fotográfica.

Llegamos y, por supuesto, allí estaba Allen. Le presenté a Hiro y me fui porque tenía cosas que hacer.

Al día siguiente recibí un llamado de Allen preguntando “¿Quién es esta persona? ¡Compró todas mis fotografías!”.

Y así fue; esa era la manera de hacer las cosas de Hiro. Le gustaba Allen y sus fotografías. Sabía que Allen estaba en bancarrota. Al poco tiempo, Hiro organizó una muestra fotográfica de Allen en la Bienal de Venecia. También cubrió los costos del tratamiento contra el cáncer de Allen, y más tarde las de Gregory Corso. A su vez, Allen escribió un texto muy bonito sobre la exposición de Hiro Earthly Paradise en el catálogo de la muestra.

Mekas como un perro con Minnie Cushing, Newport 1967 (Filmación de Peter Beard)

UN DÍA EN MI VIDA DE PERRO

No sé cómo sucedió, pero en 1967 hubo un día en que quise vivir como un perro. Es decir, vivir como perro entre otros perros. El hecho de estar hospedado en la vieja mansión de Minnie Cushing en Massachusetts, repleta de una familia de perros grandes y pequeños, jóvenes y viejos, posibilitó esta idea.

No fue realmente idea mía, sino de Peter Beard, a quien a menudo se le ocurren locuras así. Pero me gustó tanto que decidí ponerla en práctica.

Entonces pasé casi todo ese día en cuatro patas. Corriendo junto a los otros perros en cuatro patas. Fue una tarea agotadora, pero debido a mi buen estado físico no representó grandes problemas. El principal inconveniente fue que los perros corrían más rápido que yo en cuatro patas. Y para peor, no les gustaba estar sentados por mucho tiempo: preferían correr todo el rato. No tuve más remedio que seguirles el juego, incluidas las corridas a los automóviles, que me volvieron loco.

El otro problema fue beber agua del tazón. No había forma de escurrir mi rostro entre sus hocicos. Pero para sorpresa de Minnie resulté muy bueno en el juego de recoger palos.

Debo confesar que a pesar de lo extenuante que fue terminé sintiéndome muy bien. Pensé que la vida de los perros no era tan mala después de todo. De hecho, era mucho mejor que la de las personas a mi alrededor. Jamás volveré a decir: “Oh, qué vida de perros”.

LAS GALLETAS DE ANAIS NIN

Corría el año 1960. Ian Hugo acababa de terminar su película sobre Venecia. Anais Nin, su mujer, la protagonizaba. Pocas personas conocían a Ian Hugo, pero en cambio la reputación de Anais ya había llegado a Nueva York. Aún no se habían publicado sus voluminosos Diarios; faltaban años para eso.

Con el propósito de una proyección privada del film, Anaïs invitó a una decena de personas cercanas al arte de vanguardia a su casa en Washington Square 3.

Por ese entonces, mi hermano Adolfas y yo atravesábamos un período de gran hambruna. No teníamos trabajo ni dinero ni comida. Mientras se proyectaba la película y todos la observaban en silencio, con Adolfas nos dimos cuenta de inmediato de que en la parte de atrás del salón había una pequeña mesa con galletas preparadas para los invitados. No habíamos comido nada ese día, por lo que tres o cuatro minutos antes de que acabara la película nos acercamos sin hacer ruido a la mesa y empezamos a devorar las galletas.

Lo que les contaré a continuación es el recuerdo de Pola Chapelle, actualmente la mujer de Adolfas, que también estuvo presente en esa proyección. Anais había escrito una frase muy auspiciosa para la portada de su primer álbum. Pola no nos conocía a ninguno de los dos por ese entonces (eso sucedió unos años más tarde). Esta es su crónica del evento:

La película terminó. Anaïs invitó a las personas presentes a tomar vino y comer galletas. Pola miró hacia la mesa y vio a dos sujetos harapientos devorando galletas. Prácticamente ya no quedaba ninguna en el plato...

Pola nos vio acabando las galletas y escabulléndonos. Estaba sorprendida por la velocidad en la que las habíamos terminado... Sí, quedaban algunas en el plato, a modo de gesto simbólico...

Recién mucho tiempo más tarde nos contó esa historia. Durante años se preguntó quiénes eran esos tipos. Todavía siento culpa por comerme casi todas las galletas de Anais.

Espacio de trabajo de Timothy Leary, julio de 1965.

MI ENCUENTRO CON LEARY

En 1965 me invitaron a pasar el fin de semana del 4 de julio en la casa de Timothy Leary, en Millbrook. Varios amigos míos estaban allí y pensé que unos días en el campo me vendrían bien luego de una semana de mucho trabajo.

Caminé por los campos y leí mucho. De casualidad, me puse a leer un libro sobre la vida y obra de Meher Baba que alguien había dejado en la mesa y me absorbió por completo. Dado que algunos amigos neoyorquinos estaban fascinados con Meher Baba, al punto de considerarlo su gurú místico, pensé que sería bueno aprender de su vida. Me sorprendió enterarme de algo muy distinto a lo que mis amigos me habían contado. Descubrí que Meher Baba era en realidad un doctor muy serio que, como Albert Schweitzer, se especializaba en enfermedades mentales y dirigía muchos hospitales renombrados de la India. No había mucho de “gurú” en todo esto.

De todos modos, no es eso lo que quería contarles de este viaje, sino lo siguiente: al tercer día de mi llegada a Millbrook, es decir al tercer día de caminar y leer, Timothy Leary me invitó a dar un paseo.

Caminamos por los campos en silencio, intercambiando solo una o dos palabras acerca de la naturaleza. Luego llegamos a un pequeño arroyo con un puente en el que Tim se detuvo para que contempláramos las aguas que corrían en silencio.

Tim habló primero. “Mira”, dijo, “te he estado observando estos tres días. Todos tus amigos la están pasando muy bien. Si quieres probar LSD, has venido al lugar indicado, tanto Richard Alpert (más tarde conocido como Bada Ram Dass) como yo estamos aquí para supervisar y ayudar en lo que sea. Pero no pareces estar interesado en eso. Solo te dedicas a leer y caminar.”

Escuché con atención sus palabras y luego dije: “Tim, he probado varias cosas en mi vida. Por la experiencia y el conocimiento. No soy inocente. Pero todas las drogas que he probado siempre han sido una decepción. Ninguna me elevó de una manera tan inolvidable o transcendental como cuando leí por primera vez a Rimbaud”.

Tim permaneció en silencio.

Nos quedamos en el puente un rato más hasta que Tim dio media vuelta en dirección a la casa y regresamos tal como habíamos llegado, sin decir una palabra. Tim mantuvo ese silencio conmigo durante el resto de mi estadía en Millbrook.

No quise decirle que ya había tomado LSD. Lo hice junto a Barbara Rubin, un año antes, y deseaba que fuera algo único, de esas cosas que se hacen una sola vez en la vida.

Con a Al Pacino en el Anthology Film Archives, 1997. (Foto de Peter Sempel)

AL PACINO Y YO

En 1992, Al Pacino realizó una función privada de su film The Local Stigmatic en el Public Theater de Joe Papp. Tras la proyección hubo una fiesta en el bar de enfrente.

En un momento de la fiesta, un sujeto se acercó y comenzó a hablarme y elogiar no recuerdo bien qué cosa que yo había hecho; una de esas personas que no conoces pero ellas sí saben todo de ti y te admiran y te arrinconan toda la noche sin posibilidad de escapar. Fue por eso que le dije: “No quiero oír sobre mí. Esta noche deberíamos hablar de Pacino. Su trabajo es fantástico en esta película y pienso que debería ganar un Oscar por su actuación”. El sujeto me escuchó, pestañó y luego de conversar un poco más me alejé. Al acercarme a Fabiano Canossa, programador del Public Theater y organizador del evento, dije: “Fabiano, me gustaría conocer a Pacino, ¿está aquí?”. Me miró con un poco de asombro y entonces dijo: “Pero Jonas, estuviste hablando hasta recién con él”.

No le creí. Pero sí, al parecer había estado conversando con Pacino. Maldición, le hablé a Pacino sobre Pacino.

La verdad es que tengo una memoria fatal para rostros y nombres. Tengo que ver a una persona como mínimo cuatro o cinco veces para empezar a reconocer su cara. O su nombre. A veces pienso que comencé a filmar mis diarios solo para recordar rostros y lugares; al reverlos en película ya no los olvido.

No puedo resistirme a contarles otra historia relacionada con mi desafortunada mala memoria de rostros.

El día de los inocentes de 2008, el presidente de Austria, Heinz Fischer, realizó una ceremonia en la que tanto Marina Abramović como yo recibimos la medalla de la Condecoración Austríaca para las Ciencias y las Artes. La ceremonia fue en el Palacio Presidencial Austríaco con la presencia de invitados de relevancia para la ocasión.
Peter Kubelka, quien había recibido los mismos honores unos años antes, me llevó al Palacio. Al llegar, atravesamos varios vestíbulos fastuosos pero democráticos hasta ingresar al salón de ceremonias, donde un portero modesto y vestido elegantemente nos recibió. Me sorprendió positivamente cuán modesto era todo.

Por lo general, en este tipo de eventos hay un comité de tres o cuatros personas importantes en la entrada recibiendo a los invitados. En este caso, solo había un portero. ¡Me pareció fantástico! Muy austero.

La ceremonia se desarrolló como de costumbre. Hubo discursos, fotografías y varios brindis. Incluso brindé con el portero... Estaba deseoso de que llegara el presidente, pero jamás apareció. “¿Cómo es que el presidente no ha venido?”, pregunté a Peter. “¿Qué?”, dijo Peter con sorpresa, “estaba aquí, se acaba de ir... Lo conociste y todo; te abrió la puerta”. “No lo puedo creer”, dije, “pensé que ese hombre era el portero.” “Así es, ¡el propio presidente te abrió la puerta! Es muy austero nuestro presidente. Pensé que lo sabías”, dijo. Mi respuesta fue que no, que desconocía eso.

A Peter le pareció muy gracioso todo este incidente, pero para mí fue todo lo contrario.

Debo sumar una posdata a las anécdotas anteriores. Recientemente tuve que operarme de cataratas. Venía padeciendo esta enfermedad en ambos ojos durante años. Mi ojo izquierdo finalmente se oscureció por completo y no pude salvarlo. Me uní a las filas de los cineastas tuertos: John Ford, Nick Ray, Raoul Walsh, Fritz Lang y André de Toth, el director de la primera gran película en 3D, El museo de cera (1953). Pero pude salvar mi ojo derecho justo a tiempo. Luego de la operación, abrí los ojos y no pude creer lo que vi. Fue como la frase famosa de Stan Brakhage en la que se pregunta cuántos colores puede ver un bebé recién nacido. Cuando le conté al médico mi problema con los rostros me dijo que no había dudas de que tenía que ver con las cataratas, ya que reduce las sutilezas de las caras a una tabula rasa y todas terminan pareciéndose. De modo que esta podría ser la razón de mi condición. O por lo menos, una de ellas.

Pier Paolo Pasolini en su departamento romano durante el verano de 1966.

LA SOLEDAD DE PIER PAOLO

Antes de conocer el cine de Pasolini supe de su renombre como uno de los poetas italianos más importantes de la modernidad. Sin importar su obra como cineasta, permanecerá siendo principalmente considerado un maestro de la poesía italiana. No obstante, es cierto que el cine

ha sido agraciado e inspirado por la incursión de varios hombres y mujeres provenientes de las letras: Cocteau, Prévert, Broughton, Pagnol, McLaine. Y no habría que olvidar que tanto Maya Deren como Stan Brakhage comenzaron como poetas. Una vez Hans Richter me enseñó un poema largo que Stan le había enviado alrededor de 1957 y, a pesar de que él no se considerara poeta, al leerlo quedamos muy impresionados por su potencia.

Como sea, conocí por primera vez a Pasolini en julio de 1967, en Roma, adonde había viajado con una veintena de programas de películas de vanguardia norteamericanas. Él fue a prácticamente todas las proyecciones; por lo general llegaba temprano, incluso antes de la apertura de las puertas del Centro Sperimentale, y se sentaba en el cordón de la vereda junto a la estrella de pelo enrulado de Pajaracos y pajaritos. Mi italiano era primitivo y su inglés competía con mi italiano, pero nos entendimos a la perfección. Poseía una intuición e inteligencia rápidas como un relámpago. Le bastaba con comprender tres palabras de una oración de doce.

Lo visité en su departamento en un antiguo edificio de obreros romanos construido durante la época de Mussolini. Conversamos sobre muchas cosas. Estaba interesado puntualmente en el avance de los movimientos políticos radicales de los Estados Unidos. Creía con toda sinceridad que habría una verdadera revolución en el futuro próximo. Caso contrario, Estados Unidos se volvería gradualmente un país fascista... Intenté persuadirlo de que el cine era la verdadera revolución, pero su impresión era que el cine carecía de ideología y que esta era un componente esencial de toda revolución. Dije: “Sí, pero hay seis millones de cámaras en los Estados Unidos...”. “También hay seis millones de máquinas de escribir, pero ¿están produciendo una revolución?”, respondió.

Nos volvimos a ver tres o cuatro años más tarde, esta vez en Nueva York. No recuerdo cuál de sus películas se exhibía en el New York Film Festival. Al terminar la proyección, salí y lo vi parado a un costado, solitario. Dado que no hablaba inglés, y nadie a la redonda parecía hablar italiano o francés, lo habían dejado solo. Entonces lo invité a tomar algo. Luego de la primera copa, le confesé que mi preferida de sus películas seguía siendo Accattone, a lo que respondió: “También es mi favorita, pero solo en el mismo sentido que para una madre su primer hijo o hija es la más querida, sin importar que sea una mocosa insoportable”. Y agregó que él seguía siendo un mocoso insoportable dentro del cine italiano y por eso estaba solo esta noche. En honor a esa declaración tomamos otra copa más.

Portada de la edición de Caja Negra

> Un extracto del prólogo de Destellos de belleza

LUGARES A DONDE IR

Por Pablo Marín

“Mientras avanzaba, ocasionalmente vi breves destellos de belleza.” La oración, en sí misma un instante de poesía resplandeciente, corresponde al título de la película definitiva de Jonas Mekas, en la que su estilo de cine-diario alcanza una gravitación incuestionable, al mismo tiempo que parece transcender hacia una dimensión épica. Es que sus cinco horas no solo ilustran treinta años de la vida del poeta y cineasta lituano, sino que lo hacen desde la suerte de conciencia de estar ante el capítulo final de una autobiografía escrita con imágenes en movimiento durante más de medio siglo. Como en ella, en este libro –que toma prestado parte de su título– hay una intención nueva con respecto a su obra anterior: la de apoyarse en sus experiencias cotidianas, al igual que siempre antes, pero con el anhelo más profundo de componer a través suyo el relato final de toda una vida.

“Nunca he sido capaz de entender dónde comienza mi vida y dónde termina”, dice Mekas al inicio de su película y esa confusión fundacional entre lo público y privado en medio del entramado social y artístico del siglo XX es tal vez la mejor clave para explicar Destellos de belleza. Un libro en el que anécdotas, viñetas, y toda clase de registros cotidianos de la vida del autor conviven en igualdad de importancia con recuerdos y reminiscencias de su constelación de amistades diseminadas a lo largo y ancho del planeta. Es que aquí Mekas elige contarse a sí mismo mediante una narración elaborada a partir de fragmentos de vidas ajenas. Así, los recuerdos de su primera cámara de fotos de la adolescencia, de sus noches en la prisión de Nueva York, o de las veinticuatro horas que decidió pasar en cuatro patas como un perro se entremezclan con las anécdotas de la madrugada en que George Maciunas, fundador de Fluxus, plantó ilegalmente dos árboles en las veredas céntricas del Soho; o de la llegada secreta de John Lennon y Yoko Ono a los Estados Unidos luego de abandonar Londres, o de la vez en que el artista coreano Nam June Paik se bajó los pantalones frente al presidente Clinton durante una visita a la Casa Blanca. Al igual que con As I Was Moving Ahead... Mekas construye en estas páginas su historia como una hormiga paciente, fotograma a fotograma, anécdota a anécdota, día a día y amigo a amigo sin temor al desorden cronológico o la desconexión estilística, consciente de que la imposibilidad de organizar una existencia sea tal vez la mayor de sus virtudes.

Destellos de belleza no es, de esta manera, una compilación de diarios personales como lo era su anterior Ningún lugar adonde ir, ni una antología de textos críticos sobre la escena cultural de Nueva York como Cuadernos de los sesenta: Escritos 1958-2010, por más que incluya textos que bien podrían pertenecer a ambos. Tampoco es un museo del chisme, o una vitrina de celebridades, como suelen ser los libros que reúnen correspondencias entre “gente famosa”. ¿Ante qué clase de libro estamos, entonces? ¿Se trata de un anecdotario construido cuidadosamente como un árbol genealógico? ¿O es, más bien, un testamento escrito e ilustrado con múltiples voces? ¿Acaso es otra historia alternativa del cine contada por uno de sus impulsores principales? Puede ser que se trate de todo eso y más. La imagen más justa, sin embargo, parece ser la de una autobiografía híbrida, camaleónica, impulsada por la amistad y narrada a corta distancia a través de una oralidad frágil y dubitativa que a menudo nos sorprende por su honestidad.

Jonas Mekas nació el 24 de diciembre de 1922 en Semeniskiai (un pueblo campesino de Lituania en el que al parecer viven solo tres personas en la actualidad) y falleció el 23 de enero de 2019 en Nueva York a los 96 años. Este libro, el primero publicado en español luego de su muerte, se enmarca en las celebraciones del centenario de su nacimiento. Su siglo es el de los mil y un intentos por hacer del cine (y de la cultura) algo más libre, de provocarlo y deformarlo hasta el punto de casi no poder llamarlo cine. La revista Film Culture, la red de distribución Film-Makers’ Cooperative y la cinemateca Anthology Film Archives son instituciones que forman parte de un movimiento que consiguió –por esfuerzo o por pura casualidad– partir la historia del cine a la mitad; en todas ellas, aún de pie al momento de escribir estas líneas, el modelo de autogestión construido desde cero influenciaría a colectivos de cineastas alrededor de todo el mundo. Cien años más tarde, es probable que la experiencia de leer a una figura artística decisiva del siglo XX desde nuestro nuevo milenio, en el que queda poco de aquella industria cultural, sea tan curiosa como provocadora. Lejos de toda explotación nostálgica de los artefactos y costumbres del pasado (rollos de celuloide, cartas postales o revistas en papel), la lectura de las anécdotas aquí reunidas trae consigo la potencialidad de iluminar los interrogantes actuales sobre cómo construir lazos personales y comunidades creativas independientes. De volver a humanizar el rol de la cultura en un mundo cada vez más fragmentado y desmaterializado. Reunámonos, entonces, y adentrémonos en estas páginas como quienes se refugian del ruido del mundo para escuchar un consejo susurrado. Mekas nos va a contar su vida una vez más.