A Diego de Velázquez; a su obra.
Margarita está callada.
¿Qué le pasa a Margarita?
Ella es de luz
Es cielo
Está hecha de nubes
Es terciopelo
En esta habitación, no hay ventanas. Siempre es de noche. La luz sale del pabilo encendido. Un hombre y una mujer posan. La pareja lleva mucho tiempo quieta. Temo que se acalambren. Margarita y yo estamos en una escena común, aunque no con ellos. Ella está parada en el centro, iluminada. Se encuentra algo fastidiosa. Me lo dice su mirada.
Marga tiene unos ojos muy especiales. Ella ve todo y nada al mismo tiempo; se pierde en un punto fijo donde la visión se enturbia. En ese lugar lejano, la niña solo ve lo que piensa. ¿Qué está imaginando? Ella quiere salir. Yo, también. Marga no está triste como suelen opinar los mirones. La conozco demasiado. Está cansada. Igual que yo.
¡Margarita, niña, cambia esa cara!, le pide una mujercita, pero no obedece. María Agustina le ofrece una bebida dulce. Isabel la observa preocupada y piensa: seguro le fue mal contando pétalos. Las niñeras la entusiasman con que será la figura más codiciada del mundo. La nena levanta los hombros en señal de nomeimporta. No quiere ser objeto de eterna contemplación. Yo, tampoco. Le da vértigo. A mí, también. Margarita quiere ser pasajera y fugaz; libre, como la nube y el viento, como la flor sencilla del jardín.
Me quiere mucho,
poquito,
nada.
Hoy me salió mal,
¿Quién sabe mañana?
Maribárbola mira hacia el frente, aunque no de soslayo. La enana presta atención al matrimonio que no se puede mover. Se pone una mano en el corazón. Se preocupa. Piensa en voz alta. Escucho su murmurar: si se les aflojan las piernas, vamos a estar diez horas más aquí, de plantón. Mientras tanto, el diminuto Nicolás se divierte con un pobre perrito. ¡Qué molesto!
Observo mis uñas. Están largas y sucias. Me entretengo mientas espero. Marga prometió que saldríamos a jugar al verde, pero parece que estamos presos. Todo el mundo debe permanecer inmóvil, habló la voz de mando. El pincel va del vaso de agua a la paleta y de allí, a la tela. La mano que lo dirige mira y ejecuta; va y viene, eternamente. No me gusta esta celda con olor a humedad. Una polilla revolotea sobre mi cabeza. Bajo la mirada. Vegeto. Por momentos, me duermo.
En un tercer nivel, al fondo y arriba, una puerta está abierta y un caballero sube, peldaño a peldaño, la empinada escalera. Eso me entusiasma. Margarita está a punto de girar la cabeza; percibió el sonido delicado de las suelas: tac, toc, tac, toc. La niña quiere aprovechar el sol de la tarde y divertirse en el parque con Maribá y Nico. El bufón Sebastián nos espera en la puerta. Lo veo allí, sentado, con las suelas mirando hacia el cielo y el traje verde esmeralda con chaleco rojo. Sebastián y Margarita son muy especiales. No precisan palabras. Ellos hablan con los ojos. Por eso nos entendemos tanto.
Tristes y
descoloridos,
profundos y
lejanos,
sus ojos
rezuman dolor…
Me aburro y recuerdo que el verdadero padre de Margarita no es Felipe sino Diego, pero Ella no lo sabe. Diego también es mi progenitor. Bostezo. En la otra sala, una muchedumbre se mueve. Desde allá, las veo venir. Dos damas se acercan. Una es argentina y la otra, española. Opinan como si supieran acerca de los ojos de la niña. Se equivocan. Los redondos de Marga encierran enojo…Ella quiere huir de aquí. ¡Pobre princesa dormida en los siglos! Pero las mujeres se ilusionan. La joven madrileña toma apuntes en un cuaderno. ¡Margarita tiene mi tamaño! ¡Las niñas, el mío!, descubren sorprendidas. El fervor va en aumento. Las muchachas perciben que más atrás, una religiosa conversa con un oscuro caballero. ¿Qué le dirá?
Sus ojos cuentan
pétalos
Sueñan perfumes
y colores
La libertad del amoroso
verde…
Las mujeres continúan con los pormenores, como buenas entendidas en la materia. Las oigo. Los colores se combinan para originar un perfecto compuesto de luces y sombras… Las puntillas y recortes de encaje dorados, blancos y beige parecen sobresalir de la tela. El rostro pálido de la niñita y sus ojos perturbadores. Su vestido. El preeminente plateado. El rosado de las flores que adornan su pecho y el ramillete que sostiene su pelo rubio ceniza. Los oscuros ribetes de las mangas y el cuello. No dejan de hablar y anotar. Después, agregan que el perrito que descansa en el piso está somnoliento, y que debe ser de hambre. Son demasiado imaginativas. Podrían escribir otra historia. ¡Ni sed le queda al pobre animalito!
Margarita y yo…
¿Cómo narrar la quietud? Imposible contar la inmovilidad. Tengo llenas de pinceladas la cabeza. No hay historia porque todo es estatismo. Además, no sé escribir. Solo puedo describir lo que veo desde aquí abajo. Ahora repaso mi pelo dorado con mechas oscuras. Mis oídos están atentos al palabrerío. Es una forma de pasar el tiempo. Debo reconocer que las visitantes nos dan vitalidad. En la pared del fondo hay un retrato de una pareja. ¿Es espejo o pintura?, observa y se pregunta la jovencita. Las muchachas no salen del asombro. Ahora se detienen en el marco que es ancho y el rectángulo, ¡gigante! Paro las orejas. Me entero de que encima de estar cautivo en un sótano, me rodea un corral. Me falta el aire y Margarita está a punto de llorar.
El pintor está en su pintura y
la pintura, en la pintura…
¡Fascinante!, exclaman a dúo. Se alejan unos metros y perciben el conjunto como un complejo, nutrido y rico juego de belleza e intelectualidad. ¿Qué será eso? La joven reitera: ¿el espejo del fondo no será otra pintura? En ese caso, ¿el artista qué pinta?, le devuelve la otra. ¡Nos está dibujando!, concluyen a dos voces. ¡Qué ingenuas son! El guardia les avisa que las puertas se están cerrando. ¡Menos mal! Antes de despedirse, se libera una luz que enciende sus caras y suena un clic.
Tiempo después…
Eugenia, la artista española que conocí en el museo, me sorprendió con un mensaje: La pared quedó en blanco. Las meninas se fueron por un tiempo. Trajeron un cuadro nuevo y lo colgaron en su lugar. Dos mujeres miran al espectador y gesticulan cómplices desde una placa rectangular de lienzo. El retrato abarca casi todo el espacio de la tela. Desde el ángulo izquierdo, en primer plano, sobresale la cabellera de Diego, de espaldas. Su mano derecha se eleva, sosteniendo el pincel… Enmudecí.
De tanta fascinación, ahora
Ellas quedaron presas...
Margarita y yo, por fin, nos fuimos de paseo. Corro en libertad por un prado rebosante de verdes y pétalos de colores. Retozo de acá para allá. Mastico lirios amarillos y salto sobre el pantalón de Marga. Tiro la manga de su remera y le descubro un hombro. Desato los cordones de sus zapatillas y la despeino. Ya no tiene los ojos tristes. ¡Está loca de alegría! No es la Margarita de Diego. Es otra. Soy otro. Muevo la cola. La argentina nos liberó.