Existe una larga conexión de amor entre superhéroes y las personas dentro del paraguas LGBTQ, una conexión no lineal como el tiempo que nos ha permitido identificaciones bizarras, eróticas oblicuas y cuerpos fallidos con la pesada responsabilidad de salvar algún mundo. El varón trans mas famoso de todos, me atrevo a decir, Elliot Page, protagoniza una de estas sagas que viajan en el tiempo, y es en la pantalla de Netflix que muestra su transición, The Umbrella Academy.
En la primera temporada, Elliot Page parece encarnar un personaje femenino heterosexual, en la segunda temporada, a una lesbiana protectora, y en la tercera a un varón trans sin besos, pero con fraternal cariño y aceptación familiar.
The Umbrella Academy es una serie sobre siete hermanos nacidos por creación espontánea de manera simultánea en distintas partes del mundo de los úteros de mujeres sin embarazos, el 1 de octubre de 1989. Un multimillonario les busca y adopta -¿o apropia?- y constituye esta academia de niñes como sitio de entrenamiento. Como en la mítica LGBTIQ serie X Men, les chiquites tienen que aprender a convivir con su singularidad, a controlar sus potencias indomables y aceptar que tienen un padre narcisista: lo que parece cuidado paterno no es otra cosa que el uso instrumental de sus hijes para ciertos fines, que se descubrirán, malévolos.
Les siete hermanes, hacen sus duelos, caen una y otra vez en la trampa, se relacionan de manera conflictiva entre elles y cumplen los cupos sexuales y raciales de todo el aparato semiótico de las series actuales: un cuchillero latino, un fantasma asiático, una marica (blanca) adicta que habla con los muertos, una mujer afro que encanta con rumores, un hetero cis blanco hipermusculoso buenito hasta la tontera, un viajero en el tiempo que habita el cuerpo de un niño (blanco) y Viktor, el joven trans (blanco) que descubre en su ira una potencia destructora que aprende a domar.
Sin embargo, sus cuerpos diversos no son suficiente para que The Umbrella Academy se vuelva una ficción menos blanca y esto se debe, tal vez, a que la temática de la amenaza del fin del mundo centrada en Norteámerica envejeció mal. Porque sabemos que son los creadores y productores de esa amenaza, porque después de la última pandemia ya no es tan gracioso flashar con el final, o porque ser siempre los mismos geolocalizados quienes se encargan de la redención es un tópico colonial que ya no nos tragamos.
El argumento central, el bíblico, de The Umbrella Academy: la idea supremacista de que siete wachis con dinero puedan salvar al mundo ante el apocalipsis inminente. Les siete viajan por el tiempo, y se agotan de tantas vidas simultáneas, de la responsabilidad de salvarnos. Este intento de generar identificación a través de chiques marcades por el hastío de ser especiales, el hastío de tener que dejar cada vida que construyen en alguna década para salvar a otres, no impacta como los afrofuturismos de los 70 y los volver al futuro de los 80 e incipientes 90.
Diferentes teóricos queer -recomendada colección Futuros Próximos de la editora Caja Negra- vienen trabajado sobre el problema del futuridad, la utopía, la necesidad de anhelos o la triste construcción del niñe como sujeto de reproducción y esperanza del porvenir. Pero también hay otras preocupaciones de futuro, de los anti futuros indígenas, con lemas que bien podrían ser de las canciones del Indio de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. Estos auguran que el futuro llegó hace rato. Caminamos hacia el pasado al encuentro con nuestros ancestros, que los colonos inventaron la linealidad del tiempo organizado en principio-origen, medio-conflictos de fuerzas, desenlace o final. Esa coordenada temporal occidental de la que estamos presos constituyó la profecía auto cumplida del apocalipsis. Ese apocalipsis que en las tres temporadas de The Umbrella Academy es lo que mueve la acción, ya lo pasamos hace quinientos años occidentales y la amenaza constante del final no es otra cosa que fantasías utópicas del colono con el culo sucio lleno de futuros muertos.
Quizá Netflix jamás pueda construir ficciones con ciclos vitales menos lineales, ni los multiversos de Marvel alcanzan a constuitir esas ficcionales anticoloniales con futuros sin tiempo. Y aunque Viktor, el personaje de Elliot Page, eluda toda la narrativa trágica de lo trans, y se le respete cada vez su pronombre, su salida del armario sea simple como ir a la peluquería y que nadie dude jamás en aceptarlo o ubicarlo entre los muchachos de la familia como gran padrino de bodas, nuestros sueños tercermundistas se alejan de las narraciones perfectas. Este es, acaso, uno de esos sueños no colonizados que jamás entenderían.