La mayoría de las imágenes que hay circulando en la web sobre Ivy Compton-Burnett la muestra igual. La ropa señorial y opaca, siempre negra, un rodete con forma de nido, el gesto adusto, la mirada incisiva, la carencia absoluta de una sonrisa, o al menos, el rastro ilusorio de alguna. Tal vez supiera la máxima de los humoristas; quien escribe comedias no siempre ríe. Mucho menos cuando el humor es oscuro y penetrante, y la gracia seca surge de una distancia afectiva con aquello que está narrando.
Como en algunos personajes femeninos, perimetrales y sustanciales, de las películas de James Ivory, Ivy Compton-Burnett estuvo marcada en vida por el estigma de la madrastra castradora. Nacida en Pinner, Middlesex, Inglaterra, en 1884, fue la primera hija de un matrimonio formado por un médico homeópata y una mujer con necesidad de curar una melancolía innata. El padre tenía cinco hijos de otro matrimonio que aportó a la nueva familia, cuyo número aumentó con otros seis hijos más, no todos con la misma mujer. Aglutinados bajo el mismo techo victoriano, acorralados por los límites morales de la aristocracia inglesa en la campiña, el padre viajaba a diario a Londres y dejaba a su joven esposa al cuidado de la familia. Su esposa poco y nada sabía sobre cuidados domésticos, y fue entrando lentamente en un cuadro de histeria severa que la condujo al callejón sin salida de la depresión de entreguerras. Cuando su esposo murió, a comienzos del siglo XX, y poco después dos de sus hijos murieron, uno en la guerra, otro de una neumonía, la madre de la familia murió por un desequilibrio mental en 1911.
Ivy pegó un estirón a los veinte años. Se hizo cargo de todos sus hermanos, aunque no pudo evitar el suicidio de dos de ellas con veronal. Esa sucesión de suicidios, muertes y locura, condicionó fuertemente el carácter de la escritora y su decisión eterna de vestir siempre de negro. También renunció a la actividad sexual. Cuando muchos años después, convertida en una famosa escritora, con veinte novelas publicadas, una periodista insinuó que entre ella y su amiga, la estilista Margaret Jourdain, había una relación amorosa, Compton-Burnett sencillamente desestimó la pregunta: tanta muerte y tanto dolor le habían hecho perder las ganas por el amor o por hacerlo.
No le mataron, en cambio, la vitalidad de la escritura y su capacidad de convertir esa experiencia en una gran obra humorística y trágica, hasta transformarse en uno de los pilares de la novela inglesa de las primeras cinco décadas del siglo pasado. La editorial Anagrama acaba de distribuir tres reimpresiones de sus novelas: Criados y doncellas, Padres e hijos, y la extraordinaria, Una herencia y su historia. Toda su obra se caracteriza por señalar desde el título dos sustantivos, dos objetos que se presentan opuestos, pero que ella hace colisionar bajo el uso inocente de las conjunciones copulativas. Sus veinte novelas son también el arte de presentar problemáticas similares y encontrar respuestas acordes; siempre hay una casa, siempre hay personajes que la habitan que son de una familia en tensión, siempre esos personajes encuentran un cambio radical, un viraje irónico, que los fuerza a revelar su carácter y miserias. Maestra de escritores tan disímiles en sus propuestas literarias como Sergio Pitol, Nathalie Sarraute y Natalia Ginzburg, los elementos formales que se condensan en las novelas de Ivy Compton Burnett son básicamente dos. El primero es la mirada microscópica que tiene para describir a los personajes con una pincelada expresiva. En Criados y doncellas, por ejemplo, describe a su heroína así: “Sus ropas eran del tipo que resiste a todo uso, pero que en ella no tenían ese resultado. Su color era encendido, sus facciones correctas y sus ojos, de un azul profundo, muy dados a demostrar cólera, alegría o emoción, según las circunstancias, y circunstancias no le faltaban”.
El otro elemento crucial es por supuesto el diálogo. En una época en donde manejar el fluir de la consciencia era el pase directo para recibirse como escritor o escritora en la escuela formal del alto modernismo, Compton-Burnett parece empecinada en afilar, hasta un nivel exhaustivo y recalcitrante, el histórico y tan british arte de conversar, con la intención de igualar (o superar) a su maestra, Jane Austen. Sus novelas son largos y sincopados diálogos entre varios personajes a la vez. Los diálogos no solamente movilizan la acción sino que construyen un verosímil, un mundo con sus leyes. A pesar de la barrera idiomática que nos separa, el lector moderno se puede hacer la pregunta, ¿hay algo de verdad en cómo hablan los sirvientes, o por qué todos parecen demasiado educados? ¿Por qué los niños son tan ácidos e irónicos? ¿Puede un mayordomo hablar como un profesor de filosofía?
Ese universo que plantea Compton-Burnett es asfixiante. Las palabras que se lanzan los personajes son dardos que los ponen a todos en igualdad de condiciones. Sarraute señala algo importante que la narrativa norteamericana de posguerra llevará silbando bajito como agua para su propio molino: las conversaciones orquestadas por la narradora esconden una sub conversación, en donde ocurre, sutil, apretado y retorcido, el verdadero juego de la trama. Esa conversación secreta y condensada no hace más que revelar, en momentos tensos e inesperados, la verdadera naturaleza de las relaciones; que aquello que vemos en las relaciones humanas es siempre falso. Como señaló Sergio Pitol, “es más lo que retiene que lo que concede”.
Ivy Compoton-Burnett murió en 1969, una década que no entendió, pero sus libros siguieron cosechando elogios y nuevos lectores con ansias de escribir que la declararon como su madre postiza. Su obra es compacta, una máquina atemporal, sofisticada y anacrónica que vuelve a nosotros, la voz pareja y disonante de lo reprimido. Como dice uno de sus personajes en Una herencia y su historia: “-Simón, no tengo la menor duda de que eres un hombre moderno. - Pero no prescindo de los convencionalismos”.