“Quiero rebelar a los pueblos. Quiero incendiarlos con el fuego de mi corazón”: así escribía Eva. Y en ese trazo furioso parecía heredar las petroleuses de la Comuna de París -las mujeres en las que se condensaba el terror, dibujadas como brujas en la prensa, sospechadas de querer destruir los cimientos de la ciudad burguesa. Eva era furiosa y a la vez un rostro de esa ciudad burguesa.
Era la desposeída y la que había llegado a poseer un lugar de considerable poder. La que había sido humillada y de esa humillación no había sacado solo la sed de venganza sino la idea de restituir en otras vidas lo que le había faltado en la suya. No una incendiaria con bidones de petróleo sino la hacedora de barrios para la clase obrera, con sus chalecitos de tejas y su hogar a leña, o edificios lujosos para las infancias en orfandad.
Eva, la muchacha laboriosa de la Fundación que llevaba su nombre, la incansable repartidora de dones y juguetes, la que se desvela para que cada niñe tenga algo propio, una dicha en el arbolito. Ella, la que había recibido como regalo materno una muñeca sin pierna, porque era más barata y Juana podía comprarla, fue la reina maga de muchas infancias.
Eva no es rostro de trazo único. Quiso la rebelión y a la vez llamó al orden. Porque si era necesario insurgir contra una clase dominante que no se privaba, ni se exime aún, de generar catástrofes para acumular ganancias; el control de sus desmanes podía realizarse desde el Estado peronista. En Mi mensaje, su último texto, su palabra final -un fragmento fue leído después de su muerte, por el presidente Perón, en la Plaza de Mayo, como testamento de Evita-, es un grito airado, una declaración doliente, una consideración política que sabe que el otro rostro del amor es el odio a quienes dañan lo que amamos: “Sólo reconozco dos palabras como hijas predilectas de mi corazón: el odio y el amor”.
Eva muere oliendo el golpe que se avecina, padeciendo en su agonía también la persecución al régimen al que pertenece y llama por eso al incendio, la rebelión, el combate. Porque los otros no han dejado de combatir y lejos están de acatar la voluntad mayoritaria.
No solo Eva jugó en ese borde, en la doble faz de la rebelión y el orden. El historiador Daniel James consideró la experiencia entera del peronismo como vaivén entre resistencia e integración. El kirchnerismo recuperó esa dinámica entre organizar y desbordar, entre el pacto y la tensión y por eso construyó un gobierno agonista -capaz de dar peleas y respirar en la querella- al tiempo que declaraba su apuesta por una economía capitalista y un país normal.
La crisis que hoy nos asedia no parece ajena a la sustitución de esa lógica dual (amor/odio) por una simplista consideración de que la política puede definirse como vínculo entre amigos y con la consecuente remisión a elaborar intervenciones en un campo de antagonismos sociales y políticos. La ilusión de que el problema está en los modos y en el trato, porque todas las diferencias podrían considerarse de un modo conversacional, tiene costos evidentes.
La Eva de Mi mensaje es la más airada. La furiosa. El texto fue hallado en la década del 80, y publicado recién en 1987, con objeciones de la familia respecto de su autoría. El historiador Fermín Chávez sostuvo que había sido dictado por ella. Es su voz, sin dudas. Su tono y también el aire de esos meses, en los que peleaba contra todxs. Sin embargo, fue escasamente leído y, como escribe Javier Trimboli, cada vez que aparece vuelve “a caer en las tinieblas de lo equívoco y lo incierto”.
En las discusiones sobre la autoría y la apocrificidad de un texto se cifran graves cuestiones de la historia nacional, como se sabe en ese arco que va desde el Plan de operaciones atribuido a Mariano Moreno hasta este Mi mensaje de Eva. Arco que enlaza los tonos de la furia, el incendio soñado, el que requiere tanta agua para apagarlo. Hojas en las que se traza una imagen de la Argentina, tenacidad de la búsqueda revolucionaria, derrota y muerte temprana.
Eva muere, pero antes sus hipótesis de defensa son derrotadas: tanto por el veto a su candidatura como vicepresidenta en 1952 como por la desconsideración del proyecto de creación de milicias obreras. Todo bulle en el tembladeral barroso del mito.
Vera Pitchel -en Evita íntima- narra el proyecto de compra de cinco mil pistolas automáticas y dos mil quinientas ametralladoras para formar milicias obreras: “La compra se hizo. Las milicias obreras comenzaron a formarse en establecimientos industriales y allí donde la CGT tuviera influencia. En el diario La Prensa, controlado por aquel entonces por la central obrera, se creó una comisión de milicias obreras, entre cuyos integrantes figuraba quien esto escribe”. El 1 de mayo de ese año Eva había dicho, en la Plaza de nuestras conmociones políticas: “Yo le pido a Dios que no les permita a esos insensatos levantar la mano contra Perón porque ¡guay de ese día! Ese día yo, mi general, yo saldré con las mujeres del pueblo, yo saldré con los descamisados de la Patria, muerta o viva, para no dejar en pie ningún ladrillo que no sea peronista”.
Desesperada apelación a la resistencia, que persiste como temblor en las luchas de los años siguientes, por eso cada oleada rebelde dibujará los contornos de una Eva, que en los setenta sería montonera y por estos años feminista, lesbiana y abortera.
María Moreno escribió, en su “Iconografía laica”, que a “Evita no se la desenmascara, se la inventa en función de un proyecto.” Ninguna traducción de las intentadas prescinde de anacronismo ni de un toque de falsía, porque son adaptaciones desajustadas, traslaciones a un escenario que no era atisbado por la aludida. O que lo era de modo contradictorio, como sucede con el feminismo.
En 1982, en Brasil, Horacio González escribe y publica su Evita: a militante no camarim. Ya en el título, el engarce entre territorios diversos o entre rostros que no verá separados sino en su enlazada productividad, la escena política y la sociedad del espectáculo (hoy sigue siendo esa figura solicitada una y otra vez por la industria del cine y de las series). Una militante en el camarín juega con los géneros de escritura, en la frontera entre el ensayo y la ficción. El libro está dedicado a las Madres de Plaza de Mayo y tiene como núcleo incandescente la idea de que Evita cultivaba un feminismo estratégico: un feminismo que no decía su nombre para constituir su fuerza real, diseñando una Fundación a la vera del Estado, y un partido político de mujeres. Un feminismo subterráneo, clandestino, paralelo a la vez a lo que se declaraba feminista y al partido y al gobierno del que ella se declaraba servidora. Encubrimientos y paradojas.
El nombre de feminismo estratégico quizás le corresponda también a las Madres, a esa ruptura con las prácticas sexo-genérica prescriptas, ruptura realizada en nombre del respeto a las mismas. Afirmación y desvío. Aceptación y diferencia. Vale recorrer algunas imágenes: las mujeres que en 1952 aparecen pegando afiches sobre las paredes, tomando en sus manos una campaña electoral. Ese archivo dice mucho: son mujeres de clases populares, con tachos de engrudo, haciendo una tarea que no estaba dentro de las que se le asignaban en la distribución de roles de género. Sin el nombre de feminismo, el peronismo de Eva movió a miles de mujeres de su lugar hogareño, las convirtió en militantes, en trabajadoras de la Fundación, en enfermeras que recorrían el país, en diputadas y senadoras.
Escribimos sobre Eva sintiendo el hálito del mito. No de la santificación o la religiosidad. Sino del mito como punto en el que se condensan deseos sociales o se conjuran amenazas. Su nombre retorna o se la invoca declarándola ausente: un vasto movimiento social la nombra y la vicepresidenta, para discutir las prácticas de esa organización advierte: si ella los viera. Un cortesano reaccionario y poderoso declara que hay que separar necesidad y derecho; y en el aniversario de su muerte las organizaciones políticas populares llamaron a una marcha de las antorchas para mostrar en la calle la fuerza de un combate imprescindible. Todo está en la superficie y a la vez en los ríos profundos de nuestra historia.
Rodolfo Walsh escribió el cuento “Esa mujer”. Convierte en precisa literatura la investigación que realizaba sobre el cuerpo de Eva. Narra una entrevista con Moori Koenig, partícipe del secuestro. Más que entrevista se trata de un duelo, un contrapunto, sobre un cuerpo escamoteado y un nombre que se mantiene ausente durante toda la conversación. Esa mujer. La innombrada, esa. Esa, la bastarda. La que debió corregir su partida de nacimiento. La impura, ella. Walsh escribe en los años sesenta ese cuento. El 1 de diciembre de 1955, cuando la autonombrada revolución libertadora distribuía sus ejercicios represivos, unas quinientas mujeres se presentaron en la Plaza de Mayo para reclamar la devolución del cadáver secuestrado de Eva.
Esos pasos anticipan otros. Muchas veces pienso que el silencio sobre el bombardeo naval sobre la población civil en el centro de Buenos Aires, en junio del 55, la falta de reflexión política colectiva sobre su sentido, impidió pensar hasta qué punto las fuerzas armadas podían ser criminales, convertirse en fuerzas de ocupación y convertir en víctimas a sus propixs conciudadanxs. En el mismo sentido, pienso que esas mujeres que reclamaban el cuerpo de Eva intuían que había un tipo de injusticia específica que se producía en el arrebato de los cuerpos, en su ocultamiento y desaparición. Que ellas, desde ese acto valiente, nos hablan, porque prefiguraban las rondas que harían de esa plaza un lugar único, fundacional, incandescente.
Lo que no entendieron Jorge Luis Borges cuando escribió “El simulacro” ni Julio Cortázar, en su novela El examen, tomados por el desdén hacia la figura de Eva, que los lleva a pensar que el velatorio, el rito, es solo una puesta escenográfica de una impostura. Más bien, ese cuerpo que está y que no está, ese nombre que se presenta y se ausenta, es la carnadura misma del mito, la que lo sostiene, lo habilita, lo deja fluir. O sea, la que se sigue presentando, tantas décadas después, como esfinge a interrogar.
María Pia López