Hay una tendencia de la gente a ponerse, en diversas circunstancias, del lado de los "débiles" frente a los "poderosos". Ocurre en las situaciones más cotidianas (se ve en los grandes torneos de tenis, en los concursos televisivos, etc) y las razones son múltiples: desde la compasión hacia los (a priori) “perdedores” hasta un no reconocido resentimiento frente a los “ganadores”, pasando por una idea difusa de restauración de cierto “equilibrio” en el orden de las cosas.
Es cierto que el mundo real no parece estar muy atento a estas inquietudes altruistas: los poderosos no paran de ganar y los débiles no paran de perder. Pero en la gente de a pie prevalece, no obstante, esta predisposición a “hinchar” por el más desfavorecido. Se le da un like a la viuda que le gana un juicio millonario a una multinacional tabacalera, se empatiza con pingüinos empetrolados víctimas de la voracidad industrial y con los equipos del fútbol de ascenso que “le hacen partido” a los grandes en la Copa Argentina. Es una pulsión entre compasiva y reparadora de una desigualdad naturalizada.
Sin embargo, cuando se piensa "políticamente", esta lógica parece darse vuelta. Con estupor, de este lado de la vida se ve, se lee y se escucha a gente que tiende a ser indulgente con el poderoso y que, como contrapartida, deposita toda su furia en el débil.
El problema con esa división binaria es que muchas veces no se es débil o poderoso en términos absolutos sino en relación con otro/s. A partir de una complejísima trama de especulaciones (o de una simple cuestión de simpatía o antipatía, porque somos así) uno va poniendo diversos elementos en la balanza antes de decidir con quién se solidariza, o a quién le teme más. A ver, con el riesgo de las simplificaciones: Rusia es fuerte frente a Ucrania, pero débil frente a Estados Unidos + los países europeos de la OTAN. En la subjetividad que precede a la elección de uno u otro parámetro se juega el posicionamiento frente a determinado conflicto.
Lo que ocurre con la política doméstica tal vez tenga que ver con una distorsión de los criterios que definen al poderoso y al débil. De este lado parece estar bastante claro, por ejemplo, que en esta etapa del capitalismo el poder de los partidos políticos es mucho menor que el de las grandes corporaciones económicas y financieras. Pero para un porcentaje importante de la población el prisma con el que se reflejan estas cuestiones es muy diferente: desde su lugar de percepción de las cosas, un concejal del conurbano tiene más poder que un acaparador de soja.
En esta paciente construcción de sentido hay, por supuesto, una responsabilidad de los grandes medios de comunicación. Pero los medios no aran en el desierto. Es la vida misma, con sus urgencias cotidianas, con la violencia que se respira en las calles y en los hogares, con la pelea diaria -ya sea arriba de un taxi o home office- por sobrevivir, la que va agigantando a unos e invisibilizando a otros. Cuando la vida es de derecha, aquí y ahora, los "nadie organizados" se vuelven enormes, peligrosos, inclusive dan la sensación de ser más de los que realmente son, mientras los capangas en las sombras de miles de cuevas financieras se diluyen en una abstracción.
Hipótesis: a un pibe que labura en Rappi y pedalea cada minuto para ganarse la cena del día le muestran la foto de un gran productor agropecuario rodeado de su familia alrededor de un tractor; escuchó por ahi que tiene guardadas en silobolsas miles de toneladas de trigo, pero no vincula ese dato con su cena. La postal no ingresa a su órbita de paranoias domésticas. Después le pasan la foto de una militante de un comedor barrial de González Catán, rodeada de otros "planeros" que cortan la 9 de Julio a la altura del ministerio de Desarrollo Social. A la hora de medir poderíos y debilidades, es probable que caracterice al gran productor agropecuario como "un pobre tipo que vive de su laburo" y a la militante barrial como un enorme obstáculo, tangible además, para obtener la cena de ese día.
Hay otro sentimiento que aflora cuando se observa que el supuestamente poderoso, aquel a quien se atribuye la responsabilidad de todos los males, se muestra debilitado. Puede ser un vendedor ambulante, un dirigente social, un gobierno. Allí se evapora esa empatía ingenua de la que daba cuenta el comienzo de esta nota. La reacción que prevalece frente al "poderoso-debilitado" es el ensañamiento. Una mezcla de morbo y de euforia destructiva se apodera de gente con pretendidas credenciales de urbanidad, aún a costa de su propia desgracia futura. La pulsión general invita a pisar al caído. Mucho más cuando el caído no reacciona, ni siquiera con manotazos de ahogado.
Para ayudar a pisar al caído se especula, inclusive, con empoderar temporalmente a los estigmatizados de siempre, los excluidos a quienes antes se temía. Porque el odio es más pragmático de lo que se cree.
En este juego de subjetividades donde se dirimen poderes reales y simbólicos, debilidades adjudicadas y autoinfligidas, al "poderoso-debilitado" acaso no le queden más que dos opciones: entregarse mansamente a la lapidación final o fingir un poder que no tiene, inventárselo, para que alguna vez, si pasa la tormenta, se lo crean propios y extraños.