En 2014, les integrantes de Proyecto Comunidad, lanzaron Atalaya Sur, una iniciativa para garantizar internet en la Villa 20 de la Ciudad de Buenos Aires. Empezó ofreciendo un punto de acceso público, en 2019 llegó a cubrir 60 hogares y durante la pandemia la demanda se multiplicó. Hoy garantizan la conexión de 700 hogares que aportan económicamente para el mantenimiento de la red. Las integrantes del proyecto cuentan cómo se construye esta experiencia colectiva que busca achicar la brecha que hay en el acceso a la tecnología, además de brindar talleres de formación e inserción laboral para les pibis del barrio.

Atalaya Sur

El frío y una leve llovizna profundiza los rastros de barro que dejan los camiones cisterna en las calles de la Villa 20. Al cruzar el puente de Corvalán, un cartel con el dibujo de Larreta te recibe: “Por acá pasó el pelado”, subraya irónicamente, sobre una calle que se estrenó hace pocos meses producto de la urbanización de la manzana “22”. Obra que dejó una montaña de escombros doblando la esquina. “La numeración es clave para lxs vecinxs, es parte de tener una identidad, una dirección”, cuenta Manuela Gonzalez Ursi, integrante de Proyecto Comunidad, mientras bajamos por la calle Araujo hacia el local de la organización instalado entre los pasillos. Un cartel desgastado con el abrazo de Perón y Evita se extiende sobre la puerta, siempre abierta, que da lugar a un mundo de robótica, tecnología, fibra óptica y copas de leche. También es refugio de asambleas, rondas de mate y discusiones políticas.

En el local funciona Atalaya Sur, un proyecto gestionado e impulsado por Proyecto Comunidad hace 8 años. Hoy brinda internet en 700 hogares. Además, hacen talleres de formación tecnológica para niñes, desde 2015, y ahora sumaron para adolescentes. Por el momento hay tres espacios de formación: impresión 3D, conectividad y programación. El proyecto lo llevan adelante gracias a un convenio que lograron con el Ministerio de Trabajo, eso permite que muchxs de lxs pibxs que asisten puedan cobrar un beneficio económico, la carga horaria es alta y muchxs estudian y trabajan. “La contraprestación es que puedan convocar a más pibas y pibes del barrio, porque estos talleres pueden funcionar como una salida laboral”, cuenta Manuela.

Imaginar futuros


“Quiero tener un emprendimiento propio, me di cuenta de que me gusta todo lo relacionado con la tecnología, me entusiasmé mucho porque aprendí cosas nuevas”, se presenta Diandra Arias, una de las participantes del taller de impresión 3D, tiene 20 años y está terminando el secundario. Por las tardes se acerca al local de Proyecto Comunidad, donde realizó dos talleres.

"Me gustaría trabajar en la fusión de fibra óptica, con las cuadrillas en la calle", dice Diandra Arias.

Yamila también tiene 20, trabaja como ayudante en una carnicería y quiere conseguir trabajo como técnica “al principio no entendía nada, pero ahora que conozco más y me gustaría trabajar en la fusión de fibra óptica, de administrativa o con las cuadrillas en la calle”. Hace poco fueron a un encuentro con empresas y Yamila hizo una pregunta clave. Levantó la mano y lanzó: “¿Cuántas mujeres hay trabajando en la parte técnica?”, la respuesta no la sorprendió: ninguna. “A mi me interesa hacer altura, estar en la calle trabajando o subirme a las antenas. Sé que hay un prejuicio porque soy mujer, dicen que somos débiles, que nos tienen que cuidar y qué es un trabajo de hombres. Creo que pasa por el tema de la fuerza o porque piensan que es peligroso, pero yo sé que puedo”, relata Yamila, que vive a diario esa discriminación en la carnicería “siempre la gente se sorprende cuando me ve ahí trabajando, yo trato de decirle a los clientes que mi género no define lo que soy capaz de hacer”.

Según las integrantes del taller y las coordinadoras de Proyecto Comunidad, todavía hay un prejuicio alrededor de las tareas más prácticas y las empresas a la hora de contratar eligen a masculinidades. Ellas saben que no hay limitaciones, son las fundadoras de una red de wifi barrial, que construyeron aprendiendo a cada caso, sin embargo, a medida que van ingresando en el mundo técnico para conseguir convenios con empresas o puestos de empleo para las jóvenes observan “muchas alarmas porque es un tipo de empleo que viene de la mano de una formación totalmente sesgada de género”, según Soledad Soria, arquitecta del equipo. Agrega que a pesar de los canales de promoción de género y trabajo para que las pibas se involucren en el tema de tecnología, aún faltan puestos de empleo y acciones concretas. Proyecto Comunidad articula con empresas del sector de telecomunicaciones y gracias a ese vínculo, uno de los integrantes del taller consiguió trabajo, noticia que todas celebran, aunque reconocen que lo van a extrañar en las prácticas cotidianas.

Para Diandra y Yamila, participar de los talleres de Proyecto Comunidad fue muy importante para poder imaginar un futuro profesional. “No hubiese hecho otra cosa que trabajar, pero yo quería estudiar, no podía y estar acá, venir todos los días me dio un motivo y un nuevo interés”, cuenta Yamila mientras Diandra la mira tímidamente, y sonríe asintiendo: “Quiero armar un espacio cooperativo. Algo que no dependa solo de mí, porque en las circunstancias en las que vivimos acá eso es imposible, pero si lo hacemos de forma colectiva, cambia”.

Ellas mismas se encargan de difundir los talleres, de compartir sus experiencias y animar a otras a ingresar al mundo técnico. Proyecto Comunidad trabaja hace 13 años con diferentes proyectos sociales en villa 20, hubo muchas iniciativas en relación a la inserción laboral: peluquería y cocina, por citar dos. Sin embargo, las integrantes coinciden en que estaban todos muy dirigidos al autoempleo.

Con estas herramientas “estamos disputando el ingreso a un mercado laboral de mucha calidad son trabajos en telecomunicaciones, bien pagos y abren la posibilidad de la enseñanza de tecnología para los sectores populares, una nueva discusión para nosotras”, agrega Soledad que confiesa su sorpresa cuando vio la cantidad de pibas que se sumaron a los talleres, hoy cuentan con un cupo del 50%.

Apropiarse de la tecnología, del saber técnico, es una forma de autonomía y soberanía, consideran las coordinadoras de Proyecto Comunidad, porque lo vivieron ellas mismas con la puesta en marcha de Atalaya Sur. “Es gratificante, para mí que vengo de la vieja guardia, ver que mi hija reconoce un empalme o identifica lo que hacen las cuadrillas”, dice Miryam Diaz, trabajadora de la red, orgullosa de Diandra, una de sus hijas.

Garantizar el acceso a la tecnología, una tarea de cuidado

Si las generadoras de contenido son siempre las dueñas de las empresas de telecomunicaciones: ¿qué pasa con las tecnologías y lo popular? si son los medios de producción del siglo XXI ¿por qué los sectores populares siguen excluidos? “Decidimos hacernos cargo de esa agenda, aunque no veníamos del palo tecnológico”, admite Soledad. Una tarea que se propusieron en 2014, mientras gestionaban un espacio de apoyo escolar, talleres de oficio y un merendero.

Graciela, Miriam, Manuela y Soledad; las integrantes de Proyecto Comunidad, gestoras de Atalaya Sur.

“Los pibes venían a las clases sin desayunar, entonces lo hablé con las compañeras y nos organizamos para repartir el desayuno para los de la mañana y la merienda para los de la tarde, claro que con el macrismo la demanda pasó de 30 a 70, y tras la pandemia estamos en 165 raciones”, relata Graciela sobre una de las tareas que coordina. Para ella es muy importante que lxs pibxs que se acercan al local puedan comer algo rico, además de estudiar. Ese espacio de encuentro con las familias permitió dar cuenta de la necesidad de una red propia de internet: “Las madres venían a buscar la leche y nos contaban que tenían solo un dispositivo en sus casas y que cargando 500 pesos no les alcanzaba para todos sus hijos. Ahí entendimos la importancia de poder ofrecer ese servicio”. Al ser catalogada como una “zona roja”, muy poblada, con una infraestructura peligrosa, compleja y un tendido de riesgo, los pocos prestadores que entran a la villa cobran mucho más que en otros barrios de la Ciudad de Buenos Aires. Por eso llevaron el planteo a ENACOM y recién en 2019 recibieron respuestas y lograron conseguir un proyecto específico para financiar la conectividad en los barrios populares. Hoy están trabajando en la instalación de fibra óptica para tener una mejor calidad de servicio, ya que evidenciaron que la red inalámbrica era limitante.

Paso a paso

Empezaron con los centros de manzana, el lugar más alejado y más difícil “se nos acercaba una vecina y nos decía: vivo allá, en el medio y abajo. Vamos a su casa a ver qué hacemos para poder instalarle el servicio”, cuenta Graciela que vive hace 30 años en La 20 y conoce cada rincón del barrio.

Primero consiguieron proveer internet en el centro comunitario, junto con la UTN y la Cooperativa de vivienda que coordinan. La Torre Miriam fue la primera de 6 que construyeron, el punto más alto de la Villa 20. “La apropiación hay que pensarla no solamente desde el acceso, sino también desde la producción, por eso sumamos talleres y el portal Villa 20, cuenta Soledad mientras hace un raconto de lo que significó el entramado de Atalaya Sur para la organización y para el barrio. La red fue pública primero, gracias a un subsidio que les permitió hacer esa inversión “hasta que vino el macrismo, no había excedente en las cooperativas para bancar la red. Ahí definimos que las familias paguen un monto simbólico para poder sostener los puntos wifi y mantenerlos”, agrega. El precio de los megas está dolarizado, no existe una regulación al respecto y el mantenimiento de la red se complica cuando la situación económica se agrava.

Con la pandemia y el acceso a la educación a través de Internet, Atalaya tuvo una demanda inesperada, pasaron de 60 hogares en enero de 2020 a 500 a mediados de ese mismo año. Lograron cumplir ese objetivo gracias a una línea de financiamiento del Ministerio de Desarrollo Productivo de Nación. También implicó un arduo trabajo de lxs técnicos ya que la infraestructura de la Villa 20 complica el armado de una red. La excesiva demanda generó una explosión en la Navidad del 2020. Una fecha que las marcó, por el trabajo que implicó recuperarse después de ese corte y también, porque dejó en evidencia la necesidad de una inversión técnica específica para esa zona. “Era un 24 a las once de la noche, los equipos suspendidos, algunos quemados y nosotras ahí recalculando, recibiendo en reclamo de cientos de vecinos”, rememora Graciela que se agarra la cabeza mientras reconstruye esa noche.


De las clases de apoyo a la administración de una red de wifi

Graciela asegura que el proyecto le cambió la vida “me muero de orgullo cada vez que veo todo lo logramos y aprendimos”, que empezó dando clases de apoyo escolar y ahora administra una red de Internet dentro de su barrio, gestionada de forma cooperativa. Mientras lo cuenta, tocan la puerta del local dos niñxs con botellas de plástico que vienen a buscar la copa de leche, Graciela le pasa la palabra a una de sus compañeras y se acerca para llenarlas y darles un paquete de galletitas, una tarea de cuidado de la que se ocupa todas las tardes. “El acceso a la comunicación es un servicio esencial es tan importante como acceder a la copa de leche”, dice mientras tanto Soledad. ¿Qué es más importante no tener agua o no tener internet?, les preguntó un ingeniero en una de las visitas a empresas que suelen hacer para conocer cómo trabajan. Graciela se incorpora a la ronda y cuenta que todxs se quedaron callados, porque son dos recursos que escasean en el barrio y son necesarios en la vida cotidiana.

La torre Miriam, la primera que conecta a 700 hogares de la Villa 20 a internet.

Juntas atravesaron el proceso de formación en una tecnología nueva, implementarla en el barrio, gestionar, buscar financiamiento, reconocer herramientas, aprender el lenguaje tecnológico y desplegar un mundo de posibilidades en torno al trabajo a partir de la formación de jóvenes en esas tareas. “Nos dimos cuenta que eran recontra realizables, que son prácticas de oficio que se pueden replicar tranquilamente con cualquiera de los pibes que tuvieran mínimo acceso a un teléfono”, dice Manuela.

Hoy, las cooperativas de la organización están todas presididas por mujeres, fue un desafío porque la mayoría son madres o jefas de hogar. Ahora que se están enfrentando a la masividad en Atalaya Sur la jornada de trabajo se amplía, se multiplica el trabajo y se suma a la tareas del hogar. “Suele pasar que cuando hay mucho quilombo gestionamos nosotras”, dice Manuela entre risas y con mirada cómplice a sus compañeras. Manuela opina que es un desafío el ejercicio real de la cooperación. En el barrio hay mucha presencia de mujeres sosteniendo los espacios comunitarios, sin embargo hay un detalle que salió a la luz con la necesidad de migrar a las plataformas virtuales en la cuarentena: “el responsable de los equipos suele ser el varón de la casa, aunque el trabajo con lxs pibxs desde el zoom o quienes se acercan al merendero sean las madres o hermanas”, sintetiza Soledad.

Salir de la lógica empresarial

En agosto de 2020, Alberto Fernández consagró el derecho a la conectividad como esencial, declarando el acceso a las tecnologías de la información y las comunicaciones como servicio público. El DNU propone generar condiciones de igualdad en el acceso a las telecomunicaciones para todxs los ciudadanxs, independientemente de su condición económica, una situación que no se cumple en la Villa 20, como en cientos de barrios populares de la Ciudad, donde el costo de vivir en la precariedad se traduce en precios elevados y escasez de servicios básicos.

La lógica empresarial se maneja con el criterio del mercado, para el que llevar conectividad a los márgenes no es rentable. Desde Proyecto Comunidad lograron desplegar una red comunitaria con puntos de wifi en las principales calles y una red domiciliaria sostenida por el aporte de cada vecinx. Acceso, producción, distribución y apropiación, son los cuatro ejes que buscan cubrir para garantizar la conectividad, involucrarse con cada hogar que se suma y transmitir la importancia de sostener esa red es parte del trabajo diario de cada integrante.

Antes de que baje el sol salimos a conocer la torre Miriam. Entramos por un pasillo a un edificio de 4 pisos, desde la terraza se puede ver toda la extensión de la Villa 20 y sus límites: al este la Torre Espacial de Lugano, al oeste las vías del ferrocarril Belgrano Sur, el riachuelo al sur y la Dellepiane hacia el norte. Soledad nos señala cada antena en un mapa detallado de todas las manzanas antes y después de la urbanización. Recuerda el nombre de cada vecinx y cómo fue la instalación: “Somos un medio comunitario, tenemos la responsabilidad de brindar un servicio de calidad porque está la cara de mi compañera expuesta”.

Saliendo, un perro negro se suma a la caminata que desemboca en la esquina de Corvalán y Chillavert. Un cartel de verdulería, un kiosco, una carnicería se asoman y empiezan a encender las luces. Si mirás hacia arriba, algunos balcones lucen plantas que crecen hacia el cielo buscando luz, también un limonero detrás de una reja se deja ver en una calle muy angosta. Soledad recuerda cada “cajita” inalámbrica instalada, incluso las que ya no funcionan, se siente satisfecha con el trabajo que llevan adelante y entre sus proyectos está seguir creciendo.