Vamos lento sobre una alfombra azul celeste hecha de flores de jacarandá; nadie nos apura, nadie nos molesta. Me decís que te gusta esta calle por los árboles inverosímiles -gigantes o molinos de viento, para vos, acostumbrada como estás al raquitismo gris del microcentro porteño-, y por el aroma dulzón de los jazmines del país que se descuelgan de los tapiales. El empedrado brilla, parece mojado, la luz de un foco estalla en tantas partes como piedras tiene la calle. Sopla de pronto una brisa fresca que te eriza la piel; hace algunos días hubiese protestado por haberme desoído cuando te advertí que ibas a necesitar un abrigo; pero ahora no, ahora prefiero dejarme seducir por esta cuadra que a mí también me gusta desde cuando resistía en pie, y como sobre una colina, el esqueleto devastado de la casona que habitaban los gatos.
La brisa insiste, vos reprimís un comentario sabiendo que sí, que yo había tenido razón, hubieses debido traerte un abrigo; no digo nada y te cedo mi campera; sonrío y vos me besás. Nos sentimos tan bien, nos amamos tanto durante este instante que resulta imposible creer pueda tener fin; sin embargo será así, el tiempo continuará corriendo hasta que nuestros caminos se dividan; lo sabemos los dos, y sabemos también que serás vos la que decida el cuándo.
Vamos en silencio, remontando la pendiente; el río quedó a nuestras espaldas y, aunque hasta recién nos había mantenido hipnotizados con sus formas inquietas, con su rumor interminable, ahora lo hemos olvidado. En esta realidad nuestra no existen los espacios intermedios: estamos acá o estamos allá. Y bastó con posar nuestros ojos en la frontera de cemento de las primeras torres para que dejásemos de pensar en aquel otro límite más real y sin embargo más benigno, porque jamás nos impediría avanzar hacia cualquier lugar. En cambio la ciudad sí, la ciudad es un muro construido para interrumpir los horizontes, un pantano de piso firme, un brazo que aprisiona sin aplastar, un calor intenso, demasiado intenso, tanto que nos adormece.
Pero ahora hace frío y hubieses debido traerte un abrigo; no digo nada y, como siempre, soy yo quien termina padeciéndolo. No me quejo, ya no me quejo.
Miro cada grieta de la calle que vamos dejando atrás. Es tan real; existe y es tan hermosa. Pienso en esta belleza que está ahí para vos, para mí, para nosotros, y me siento poderoso. Cómo es posible que no sientas también vos ese poder; cómo es que de pronto tenés tanto miedo y permitís que te gane la angustia.
Estás seria. Te mirás las manos, el vestido floreado, sentís que tus ropas son impropias para tu repentina sensatez, sospechás que es anacrónico el deseo que todavía tenés de unos cabellos anaranjados, o verdes, o violetas porque la vida que vivís se te hace cada vez más ancha y nada de eso te abriría las puertas de los empleos en los bancos o en las oficinas municipales. Pensás en los hijos, en tus futuros hijos, sé que pensás en ellos, y por eso te vas amoldando mansa al reflujo responsable que heredaste de tus padres.
La libertad es un bien por el cual vale la pena perseverar. Ya no lo afirmás, ahora te lo preguntás. La libertad de ser, de elegir ser, de elegir las formas de ser, de elegir los caminos que nos llevarán a las distintas formas de ser. No obtenés respuestas y con tus brazos rodeás mi cintura, entrelazás los dedos sobre mi cadera; apoyás la cabeza en mi pecho y te entregás por un rato a la belleza de la calle santa. Ahora soy consciente, otra vez, de la diferencia que media entre tus ojos y los míos. Podría agacharme un poco; pero sospecho que sería inútil, jamás podría ver lo mismo que vos. Es que tu perspectiva, para mí, sería tan efímera como para vos la mía; duraría la nada exacta que durarán nuestros esfuerzos por acomodarnos al otro; jamás veremos el mismo horizonte. Jamás.
Nos detenemos frente a la vidriera de un comercio de electrodomésticos. Vos mirás concentrada un artefacto destemplado y yo pienso que en este momento alguien se prepara para escalar el Himalaya, alguien repasa el lustre de los zapatos antes de partir hacia un cabaret de Montmartre, alguien se quita la nieve del abrigo en Detroit, alguien observa el instante impaciente del fuego mientras fuma su pipa y medita las páginas que acaba de leer, alguien seduce y besa a Winona Ryder como hubiera querido hacerlo yo cada vez que empezaba a enamorarme; alguien aspira la quinta línea, alguien muere, alguien nace, y ninguno de esos piensa que en algún lugar del culo del mundo hay dos, nosotros dos, con la nariz delante de una vidriera comparando el precio de los lavarropas.
Aquella calle que dejamos es una bendición, vos también lo sentís así; pero ni el azul de las flores ni el recuerdo forzado del río serán suficientes para quitarte el malestar que sufrirás al llegar a casa. Odiarás, como cada mañana, cada tarde y cada noche, el cordón de helechos que custodian la extensa medianera del pasillo, los timbres embutidos en paredes desconchadas, las puertas de chapa gris, los manchones de humedad, la tierra removida por los chicos que buscan lombrices, el persistente hedor de orines del gato de la vecina, la cerradura herrumbrada, el picaporte suelto que siempre nos prometemos cambiar, el patio de baldosas negras con viruela blanca, la puerta interna de madera hinchada que se traba a mitad del recorrido, el mosquitero rasgado y el chirrido agudo de sus goznes, la luz amarilla de una lámpara desnuda, el Telefunken de Uruguayana que heredé de mi abuela, la PC sin la tapa del gabinete, la vieja máquina de escribir cubierta de polvo, la cama de resortes chillones. Todo, todo lo odiarás y yo todo lo amo. Todo.
Ahora no lo pensás, porque persiste la magia de las luces sobre el empedrado y el aroma de los jazmines, pero en casa te sentarás, o, mejor, te dejarás caer sobre la silla, echarás la cabeza hacia atrás, tratarás de negar el olor de los gatos y el de la ruda macho en lo macetones, que también te molesta; luego te mirarás, en tu mente te observarás, y te sentirás incómoda otra vez con tus ropas y tu peinado; te erguirás en la silla y me mirarás, largo rato me mirarás y te dirás: él es trece años mayor que yo, cómo es que todavía no madura. Y te lo dirás porque sentirás que vos sí has cambiado. Y él, (no yo, que me hice a un lado; sino él, que sobrevive) mirará más tarde el espacio de tu ausencia y le preguntará a la reverberación constante de tu fantasma: por qué seguís doliendo tanto, si vos tampoco eras Winona.