Llegaban cuando se les ocurría. Al menos para uno que no tenía los días de llegada agendados; solo las viejas sabían la entrada del mamotreto andante portador de verduras, carnes, enseres.
-Hoy es lunes, pasa el pescadero.
Su sonido era fiero, descalabrado y arribaba precedido del vocear empecinado que se anticipaba unas cuadras.
Había de todo: imágenes inclemente como el de las yeguas apaleadas o de las otras: hermosos animales sanos entrando a la cortada con flores entre las orejas y al silbador carrero de buen humor, despacioso y gentil.
Las primeras sufrían la tiranía de un amo rudo que derivaba por lo general en mercadería mala. Las segundas eran olorosas y vendían, tras sus ancas, un generoso mercadeo.
Eran los carreros famosos por sus piropos y sus capacidades en el arte de la esgrima: usaban látigo que hacían chasquear en el aire, pero bajo el asiento los acompañaba una pértiga de hierro o un basto de madera pesada, lista para actuar cuando algún auto osaba pasarles muy cerca de las varas. Las bestias, bostezaban u orinaban sin pedir permiso. Y a veces en medio de ventas propicias ahuyentaban por un rato la clientela con el revolotear de moscardones en su fragancia a herrumbre intestinal.
Para nosotros los carros eran un ejército venenosamente organizado: suspendían el partido de fútbol y hasta se aposentaban cerca del arco impidiendo la concreción del gol. Estaban de carreros el tano Lumbrizi, el Mirasol, un español lechero que fue estragado por la pulmonía; el Ruso, un petizo encallecido de mal carácter, tullido y bizco. El criollísimo don Amancio; cauto, meandroso, con un pucho apagado en la boca que mercaba con medias reses robadas y frutas de descarte al mayoreo.
Todos ellos eran nuestros adversarios: gritaban mucho, nos ensuciaban la cancha con bosta o meada y detenían el juego. De nada valían nuestros torpedear de terrones sobre los animales para que se movieran, ni aquellos piedrazos que descargamos cerca de sus patas y que nos valieron una patada en el culo a uno de los nuestros que acabó herido en el hombro. Pero los caballos ni así se movían; parecían de fierro, mecánicas bestias respondiendo solo al amo. Nunca los íbamos a ver en dos patas o tirando de apuro el armatoste o saltando y cortando las bridas. No, se mantenían firmes pese a nuestras bombardas. Eran alcahuetes y esclavos, los pobres.
-Hay que tirarle unos fósforos al kerosenero para que los demás aprendan -dijo una tarde Toledo, desesperado porque ese día se estaba convirtiendo en goleador y hubimos de suspender el match por la llegada de uno. Pero justo él era amigo nuestro así que desechamos la oferta subversiva.
Habíamos visto hacía poco la lucha de cuadrigas romanas en la tele gracias a Ben Hur y aquellos trastos nos parecían mucho más vergonzantes, como la imbecilidad del mundo adulto, sus bellaquerías, flor y nata del universo cruel que sabíamos se habría de abatir sobre nosotros. Había que resignarse y esperar a que se vayan.
Entonces vimos el cuadro. El verdulero alcanzándole el bolso lleno a una vecina mientras le pasaba sus manos por el frente de su batón. Ella inmutable sonreía como si nada. Era la madre del Yani pero nunca se lo dijimos. Tampoco nos importó porque juzgábamos que a ella le había gustado y no era la primera vez; buscábamos un algo indefinible para justificar nuestra ira acumulada.
Pero el Mal, el repelente Mal Justiciero que no es Mal sino un Principado Absurdo y secreto dentro del Palacio de los Grandes, esa multitud estúpida que nos impedía jugar a la pelota con libertad, opera sobre las almitas insignificantes con maestría de jugador y fue lo que nos sopló al oído la idea. Era una alternativa como para no aquietarnos: hacerle llegar al esposo de la mamá del Yani que el verdulero le hacía eso.
El cornudo en cuestión resultó ser un monstruo pelado de dos metros, trabajador nocturno y con fama de andar calzado. No fue más que escribir la nota y garrapatear con carbonilla la pared de la casa. Al otro día contemplamos horrorizados cómo el verdulero era atropellado a trompadas por el marido engañado. Entonces oímos como una bendición la frase atronadora del padre de Yani:
-¡Y no pasa más por esta calle ningún otro carro! ¡No me dejan dormir tranquilo! ¡Al próximo le arranco la cabeza con esta!
Y enarboló la pistola que llevaba al cinto. Recogieron los pedazos astillados del verdulero que fue cargado en su propio vehículo a modo de catafalco y depositado en el Hospital Carrasco.
Las señoras tuvieron que ir hasta la vuelta, un primitivo supermercado denominado “baratillo” para poder comprar. Nosotros como tropa crecimos en valor; habíamos derrotado al enemigo sin mover ni un dedo, ni batallar. La delación de allí en más habría de constituirse en nuestra arma secreta para tumbar la mampostería del mundo de los grandes. Jugamos, derrochamos sudor, pelotas pinchadas, glorias insignificantes, felicidad suprema. Todo el campo de la calle, el empedrado era nuestro al fin.
Efectivamente no pasó más carro alguno. Sus mercaderes al enterarse de la paliza soberbia que había alcanzado a uno de los suyos habían tomado la precaución de guiar su travesía por otros itinerarios. Solo oíamos, de vez en cuando, a modo de aliento por nuestros goles el saludo afónico de algún vecino jubilado, y como fondo de la letra infame de un tango cruel del tipo Amablemente, que roncaba Rivero, las biabas que le propinaba el gigante a su esposa.
Entonces, sintiéndonos culpables de haber desatado un crimen en puerta dejábamos de jugar y al Yani le hablábamos fuerte de otras cosas para que no oyera lo que el viento le traía desde la ventana de la esquina donde estaba su casita de material sin revocar. Ese sitio que se nos terminó convirtiendo en una pesadilla peor que cuando pasaban los carros.
Nos fuimos, con pena y deshonor a jugar más allá; lejos, donde no se oyeran los gritos aquellos, que no eran precisamente de festejo, menos aún de goles y victorias.